Editorial

Elecciones: el otro bien

Editorial · Fernando de Haro
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18 junio 2016
En la campaña electoral se habla de bienes importantes que se deben preservar en nuestra democracia: la igualdad, la libertad religiosa, la libertad de educación, el estado del bienestar. Todos son, sin duda, importantes. Pero se habla menos de otro bien: el bien de otro. Este periódico ha querido suscitar un debate entre pensadores y responsables de la sociedad civil en torno a los fundamentos de nuestra convivencia. Para eso ha tomado como base el manifiesto de Comunión y Liberación hecho público con motivo de los comicios: La aventura de descubrir al otro también en política. A continuación, se recogen, en una síntesis muy libre, algunas conclusiones de las aportaciones recibidas. El trabajo de reflexión no está ni mucho menos cerrado.

En la campaña electoral se habla de bienes importantes que se deben preservar en nuestra democracia: la igualdad, la libertad religiosa, la libertad de educación, el estado del bienestar. Todos son, sin duda, importantes. Pero se habla menos de otro bien: el bien de otro. Este periódico ha querido suscitar un debate entre pensadores y responsables de la sociedad civil en torno a los fundamentos de nuestra convivencia. Para eso ha tomado como base el manifiesto de Comunión y Liberación hecho público con motivo de los comicios: La aventura de descubrir al otro también en política. A continuación, se recogen, en una síntesis muy libre, algunas conclusiones de las aportaciones recibidas. El trabajo de reflexión no está ni mucho menos cerrado.

Hay desconfianza por el modo de hacer política. Tanto la política como la economía se están volviendo autorreferenciales. Parece que su objeto es servir al dinero y al poder. Esto afecta también a las palabras: las palabras que se usan en la vida política suscitan recelo. Las palabras se sanean cuando se refutan y van más allá de sí mismas, se convierten en una invitación a hacer algo juntos.

Hemos llegado a una situación en la que el bien del otro ya no es evidente. La raíz última de esta despersonalización es la disolución del humus humanista de la cultura occidental que convierte sus mejores frutos –el Estado de Derecho y la democracia– en fantasmas desquiciados carentes de fundamento. La despersonalización se expresa en una “cosificación del adversario político”.

El aprecio por el otro, ahora perdido, empezó en Grecia y fue universalizado por el cristianismo. Los primeros pensadores griegos intuyeron que el hombre podía identificar con certeza bienes objetivos dignos de ser protegidos y las mejores mentes romanas vieron que hay algo justo y bueno en todos que nos hace buenos si lo respetamos. La gran aportación cristiana fue dar un fundamento objetivo a esas intuiciones y universalizar su alcance.

Pero las ideologías han acabado destruyendo esa conquista que la Ilustración quiso hacer llegar a todos. Y las ideologías dominan la vida política. Es un fenómeno que consideramos normal, pero puede haber una política no ideológica. Hoy nos cuesta imaginar en qué consiste.

Política no ideológica

Las ideologías intentan dar explicaciones globales de todo lo que ocurre en una sociedad. Una ideología define cuáles son las preguntas importantes y cuáles son las únicas respuestas correctas para esas preguntas. La pretensión de las ideologías ha invadido muchas áreas de la sociedad. El propio catolicismo en su esfuerzo por oponerse a las ideologías ha acabado, en no pocas ocasiones, sucumbiendo a lo ideológico. Y ha perdido así lo más interesante que tiene. En una política invadida por las ideologías, es normal que el otro no sea un bien: el otro es quien sostiene una ideología diferente a la mía, el otro es un peligro. Como las ideologías intentan explicarlo todo, aspiran continuamente a un mundo cerrado, atrapado y fijado. Para ese propósito, el otro, el diferente, el que no cabe del todo en esa totalidad inventada, resulta incómodo. Se crean así mapas sociales marcados por fronteras que sirven para proyectar temores no reconocidos: lo que cuenta es una nueva solidaridad intergrupal donde el otro no pinta nada. Hay una cierta forma de concebir el Estado de Derecho que apuntala nuestro miedo a que el otro me impida ser yo.

A pesar de todo, en este contexto, no es imposible reconocer que el otro es un bien, que el otro es el único bien. En el comienzo de nuestra vida hay un rostro que nos ha mirado: nuestra madre, nuestro padre, nuestros hermanos. Luego llegaron los maestros y los colegas de clase o los inmigrantes. La dignidad surge cuando yo reconozco al otro y soy un otro para él.

Reconstruir esta experiencia está al alcance de todos. Es necesario reconstruirla en todos los rincones de la sociedad, todos nos relacionamos con otros. Es una responsabilidad colectiva no solo ni principalmente de los políticos.

En nuestra historia más reciente, la Transición, ahora cuestionada, representa un referente para esta tarea. Por desgracia algunos la han interiorizado como algo fallido. Se supo hacer la Transición pero no se ha sabido transmitir su significado.

Subrayar el valor de la sociedad civil para un cambio no supone minusvalorar la política.

La política es muy importante e imprescindible. Pero hay que volver a la vieja definición de la política: el arte de hacer posible en cada momento aquella parte del ideal que es posible. Necesitamos una política que considere al otro como adversario leal y no como enemigo. La política se ennoblece cuando atiende las necesidades, no cuando crea necesidades artificiales fabricadas desde el poder para dar una respuesta predeterminada, cuyo precio es la libertad.

Existen ya ejemplos en el mundo familiar y de la sociedad civil de construcción de una realidad mejor. El Estado es insuficiente y además es enormemente ineficaz si, yendo más allá de las atribuciones subsidiarias que le son propias, invade ámbitos privados. En ese caso se convierte en una rémora para el crecimiento de una sociedad sana en lugar de cumplir su papel de estimulador.

Hacer juntos

La dialéctica del enemigo se puede superar haciendo cosas juntos. Para ello es necesario sentirnos socios, aunque sea desde la más profunda discrepancia; renunciar a la imposición; y abandonar tópicos y prejuicios. Cuando dos personas inteligentes hablan pensando en el bien común, siempre aparece un terreno común y de coincidencia por pequeño que sea.

A ese espacio para trabajar juntos los españoles se le llama España. También podemos hacer cosas juntos con los que no quieren estar en España.

Juntos podemos crear estructuras solidarias y de acogida de los que lo necesitan. Y juntos podemos defender la Constitución y, desde ella, tratar de mejorarla cambiando lo que haya que cambiar. Debería, pues, haber un acuerdo básico entre partidos constitucionalistas.

Ese acuerdo no debe descartar una reforma de nuestra Constitución. Con un consenso no menor que el de 1978.

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