El vacío del alma que el progreso no puede llenar

Cultura · Joshua Nicolosi
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30 septiembre 2021
Nadie como T. S. Eliot y su “Tierra baldía” ha sabido expresar el fracaso de las utopías materialistas. Pero también el espacio que queda para que suceda un milagro

Un paisaje lejano y selvático, escrutado desde la ventanilla de un tren que avanza progresivamente, a medida que el contorno se va difuminando, indefinido, inaferrable. Los detalles se vacían de sentido, pierden su sustancia, englobados en una variedad indistinta de la que no queda más que un pálido rastro de color.

Si hubiera una metáfora perfecta para describir los rasgos que definen al hombre moderno, sin duda la del pasajero y su aislamiento en el vagón que lo transporta se prestaría a reflejar el frenesí y la confusión en al que este vive diariamente. Parábola existencia de una fusión ausente, de un diálogo siempre tambaleante entre artificio y naturaleza, un esfuerzo titánico en busca de la armonía, pero condenado habitualmente a quedar incompleto. Probablemente le habría gustado a Thomas Stearns Eliot, fundador de ese modernismo de principios del siglo XX, capaz de sondear con meticulosidad quirúrgica el ánimo de una civilización que se precipita hacia el abismo de sus fundamentos resquebrajados. Por otro lado, La tierra baldía (1922) no es solo el manifiesto de una generación que, dejando atrás el inusitado drama de la primera guerra mundial, contempla los restos humeantes de algo en lo que siempre creyó, sino también una confesión de impotencia, una oración murmurada ante un futuro sordo, una toma de conciencia de cómo la insatisfacción y la infelicidad se han convertido en los sentimientos dominantes de nuestra época.

La obra poética de Eliot parece tener los rasgos de un cementerio delicadamente decorado, lleno de citas y reminiscencias de la gran tradición occidental –de Sófocles a Dante, de Petronio a Baudelaire, de la Sagrada Escritura a la literatura de caballerías– releídas a la luz de una realidad nueva e impactante. Es un mundo de fragmentos y signos tal vez imposibles de decodificar que Eliot nos invita a explorar, armados tan solo con el inagotable deseo de conocer la fuente de nuestro malestar.

En este desierto de la espera, gestos y miradas se repiten con la monotonía de un rito ya obsoleto, mientras leyendas, mitos e instancias renacentistas ceden el paso a una prosa de connotaciones siniestras. En este sentido, resulta elocuente el marco narrativo que el autor dedica a la multitud de paseantes que se alterna anónimamente por London Bridge: “Ciudad irreal, / bajo la parda niebla del amanecer invernal, / una muchedumbre fluía sobre el puente de Londres, ¡eran tantos! / Nunca hubiera yo creído que la muerte se llevara a tantos. / Exhalaban cortos y rápidos suspiros / y cada hombre clavaba su mirada delante de sus pies. / Cuesta arriba y después calle King William abajo, / hacia donde Santa María Woolnoth cuenta las horas / con un repique sordo al final de la novena campanada”.

Utilizando de trasfondo un prodigio de la técnica y la audacia que desde la antigüedad distingue al genio humano –iluminándolo transversalmente con un toque infernal de matriz dantesca– Eliot esculpe en el mármol de la historia y de la memoria el epitafio solemne del siglo XIX, animado por la ilusión y el orgullo positivista, y por una confianza ilimitada en las ideas de progreso, orden, socialización, dominio material y epistemológico de la existencia. Agrietando el monumento erigido por Walt Whitman, apasionado juglar de la tecnología y de sus combinaciones infinitas en el mundo natural, el poeta de Saint Louis entona un contrapunto decisivo y tremendamente actual. Si Whitman se inmoló para dar voz a la melodía hechizante y cautivadora de una sirena, Eliot hizo lo mismo con el canto desgarrador y desesperado de un cisne.

En esos amasijos de cemento y cristal que tantas fantasías despertaron en el siglo XIX, La tierra baldía dibuja la línea objetiva de un malestar sutil pero tangible. En la sofocante alternancia de los rascacielos, en la peligrosa suspensión del puente que se prolonga hasta que se pierde de vista, en la simetría totalizadora cada vez más frecuente que caracteriza nuestros espacios y ciudades, se oculta un profundo sufrimiento por la modularidad y repetitividad del hacer, el decir y el pensar, que poco a poco se van apagando como una llama que se queda sin oxígeno. De este modo, Eliot parece decirnos que el tiempo también ha perdido su significado, reducido a un ciclo que se aleja de aquel presagio de renovación continua de los griegos y expresa más bien una trampa invisible que nos relega al anonimato, a esa autoextrañeza de la que hablaba Camus.

Pero entre los testimonios rocosos de imponentes erupciones del pasado, o bajo el limbo de arena caliente, también puede insinuarse la frágil flor de la vida. Si bien el poemario de Eliot, parafraseando a Balzac, es el mayor reflejo de la tragedia humana y tristemente profetizara los grandes males de nuestro tiempo, nos queda un hueco incierto al que aferrarse. En esa conclusión de tonos casi místicos, donde espera con ansia un refrescante rugido de lluvia, una nueva fortaleza espiritual que pueda sanar las heridas de una larga búsqueda infructuosa, parece perfilarse en el horizonte.

Sin embargo, la obra no otorga al lector el consuelo de una respuesta unívoca. Deja solo la duda de que ese evento milagroso, en el fondo, pueda realizarse realmente. Tal vez porque, como Godot, sea mejor no descubrir la dura verdad. O tal vez, sencillamente, porque no existe una respuesta unívoca. Cada uno de nosotros, artífices de nuestra propia sensación de vacío, que ninguna construcción por gigantesca e improbable que sea es capaz de aplacar, debe buscar el camino más apropiado para alcanzar la felicidad.

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