El sueño (ortodoxo y católico) de una presencia con autoridad
La crisis de la Iglesia Ortodoxa Rusa institucional está a la vista de todos, y el reciente (27 de marzo) Documento Final del «Concilio Mundial del Pueblo Ruso» es una nueva y, yo diría, chocante confirmación de ello. Es un testimonio histórico desconcertante y doloroso: documento de un organismo que no puede confundirse con la Iglesia Ortodoxa de Moscú, pero que tiene como presidente al Patriarca Kirill, y que ha sido publicado en el sitio web oficial del mismo patriarcado. Este texto sanciona explícitamente el paso a la «guerra santa» de lo que hasta hace poco era «sólo» una operación militar especial.
Y no contento con ello, indica el enemigo contra el que hay que librar esta guerra santa, identificándolo con el satanismo del que ha sido presa Occidente, y precisando que hay que derrotar a este «Satán», entre otras cosas, llevando definitivamente «todo el territorio de la Ucrania contemporánea a la zona de influencia exclusiva de Rusia».
¿Por qué hablar de un hecho tan doloroso y desalentador? Debe quedar claro, en primer lugar, que no se trata de subirse a una cátedra para pretender enseñar a nadie lo que es el auténtico cristianismo; y, sin embargo, por mucho que se quiera considerar este documento y el espíritu que subyace en él, por muy gravemente erróneo que se considere, lo cierto es que sanciona una ruptura de la unidad mucho más dramática y fatal que un grave error.
El ecumenismo no es un capricho del pasado, una preocupación confinada ahora al final de la lista de prioridades. Nadie podrá convencer jamás a un cristiano de que la unidad no es más que una forma de «generosidad» para tiempos felices y no la clave con la que mirar a la Iglesia, la nuestra y la de los demás, confrontándonos con la unidad de todos en Cristo, en una fraternidad que exige sinceridad y com-pasión. No se puede olvidar que hay también una crisis en la Iglesia católica, muy distinta pero no menos dramática.
Como decía Yves Hamant, eslavista francés con un largo y profundo conocimiento de Rusia, no subirse al caballo ante la situación que atraviesa la Iglesia ortodoxa rusa tampoco significa ignorar su crisis. Hay que mirarla «en su justa medida, es decir, sin espíritu polémico, para afrontarla juntos y encontrar respuestas a los desafíos del mundo contemporáneo (…). Para dar un nuevo impulso al ecumenismo», prosigue Yves Hamant, «los católicos no deben ignorar las crisis de la ortodoxia y los ortodoxos no deben ignorar las del catolicismo».
Y esto vale no sólo para la crisis de la Iglesia, sino para las múltiples crisis que afectan al mundo entero, incapaz también de unirse, de encontrar una palabra autorizada y un conjunto de verdades fundamentales que lleven a reconocer la primacía del bien común sobre los intereses particulares.
Tenemos la impresión de que se trata de crisis diferentes, pero en realidad son una serie de crisis interrelacionadas que afectan a la comunidad mundial y, por tanto, también a la fe. Tal vez sea la crisis de fe la que da lugar a la crisis mundial. En cualquier caso, la consecuencia es que, junto a la crisis de las instituciones del mundo, el cristianismo institucional también se ha visto empujado a los márgenes de la vida, se ha vuelto poco incisivo, anquilosado, rezagado, no preparado para asumir los retos del presente y, sobre todo, para afirmar humilde pero luminosamente la fuerza de su anuncio, que es el anuncio de Cristo y no de nuestras ideas sobre Cristo.
Navalny, como observador laico que confesaba ser «el típico creyente postsoviético» que no iba a la iglesia, pero que sabía mirar la realidad a la cara, dijo: «Me gustaría mucho que la Iglesia Ortodoxa Rusa tuviera una posición tal que todas las partes en conflicto buscaran y aceptaran su mediación. Pero no creo que esto sea posible ahora en nuestro país».
Y de hecho hoy no sería posible; la crisis de la Iglesia rusa se identifica con el sueño de restauración y de poder que persigue con su guerra santa, y este sueño, mientras dure, hace imposible toda mediación. Frente a esta deriva, hay quienes ven incluso a la Iglesia institucional como una reliquia histórica irrecuperable; los más sabios confían en la fuerza del Espíritu, aunque nadie se haga la ilusión de que el Espíritu vaya a intervenir desde el exterior con una acción mágica que desatienda la responsabilidad de los individuos y su libertad.
Esta debilidad es un signo de los tiempos que exige de todos una seria reconsideración, y ciertamente una metanoia.
El sueño (más un mito que otra cosa) de una presencia con autoridad de la Iglesia en la sociedad (presencia que en la mayoría de los casos se entiende como intervención autoritaria) es un sueño que ilusiona a muchos cristianos incluso en Occidente, de hecho, es quizá la reacción común que se observa tanto en Occidente como en Oriente.
La preservación de los bellos «valores de antaño» justifica el levantamiento de escudos y una defensa corporativa que se aferra a la tradición como único puerto seguro frente a los males de la modernidad. La tentación está en creer que ya tenemos en nuestras manos una salvación preempaquetada y definitiva: una creencia que gusta de desempolvar ciertas formas históricas, ciertos hábitos e incluso ciertas ilusiones piadosas. Se rechaza el riesgo de poner en juego cada vez el significado que la muerte y resurrección de Jesucristo tiene para cada uno de nosotros. Y así, en lugar del reconocimiento de la realidad, nacen mil ilusiones.
La ilusión, por ejemplo, de poder ser todavía, a priori, la aguja de la balanza en los conflictos internacionales; la ilusión de poseer las respuestas adecuadas para resolver todas las crisis posibles; la ilusión de ser mejor que los demás y de poder salvarse del naufragio general construyendo un pequeño mundo aparte. Y luego vienen las tentaciones de autocompadecerse, de sentirse rechazado en un gueto, o de volverse complaciente en una autorreferencialidad ciegamente autosatisfecha.
Sueños de pureza, ilusiones gratificantes y nostalgias de grandeza extravían al cristianismo. Para apoyar este duro examen de conciencia que nos espera a todos, encontramos las lúcidas y fuertes palabras pronunciadas por un heredero espiritual de la gran tradición rusa post-revolucionaria, el padre Alexander Schmemann (1921-1983), hijo de emigrantes rusos trasplantados a Estados Unidos. Es como si el mal testimonio que la Iglesia rusa da hoy de sí misma encontrara un juicio claro en el alma auténtica y profunda de la propia Ortodoxia. Con este juicio que brota de una fidelidad esencial y original a Cristo, el padre Alexander nos habla también a nosotros.
El padre Schmemann afirmaba que el tradicionalismo religioso -que él veía florecer incluso entre los ortodoxos de la América libre, preocupados sólo por conservar la pureza de la tradición- constituía en sí mismo la crisis de la Ortodoxia, porque repudiaba todo esfuerzo de pensamiento crítico, negaba cualquier problema y se condenaba a sí mismo a ser incapaz de descifrar la civilización contemporánea, limitándose -en su pretendido purismo- a rechazarla.
Según el teólogo ruso, el primer síntoma de esta enfermedad es el distanciamiento de la realidad: «La grave esquizofrenia que ha penetrado hasta lo más profundo de la psicología ortodoxa consiste en haberse creado un mundo irreal, inexistente, pero arraigado como si fuera real y existiera». La ortodoxia rusa, dijo, no se ha dado cuenta de «la caída de Bizancio» y de toda una serie de cambios epocales, en definitiva, no se ha dado cuenta de la historia, vive en el cielo sin molestarse en bajarla a la tierra y hacerla apreciar, pero esta «distracción» la está pagando muy cara: «así, en lugar de comprender los cambios y afrontarlos, se ha dejado aplastar por ellos, se ha dejado determinar interiormente por esos mismos cambios que negaba», asustada por la agresividad y el rechazo que le reservaba la modernidad, ha reaccionado con la misma agresividad y rechazo.
De ahí el miedo, el sentido apocalíptico del enemigo inminente, que hoy en Rusia se expresa en la demonización de Occidente y en el deseo de someterlo «a lo que tenemos de peor y más objetable en nuestro pasado».
En Occidente, la relación con la historia y el cambio de civilización es ciertamente diferente, pero ante el desafío de la historia se observa una reacción igual y opuesta: entre los defensores de la fe tradicional afloran el mismo miedo y el mismo talante apocalíptico, sentimientos que se traducen en una idéntica búsqueda del enemigo, con un resultado inverso, que se convierte en un visceral sentimiento de culpa que sólo conduce a demonizarse a sí mismo y no a sugerir un auténtico arrepentimiento y una búsqueda mucho más fecunda del rostro y la misericordia de Cristo.
Artículo publicado en La Nuova Europa
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