El Proyecto de Ley de No Discriminación e Igualdad de Trato

Cultura · Francisco José Contreras
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10 abril 2011
Los aspectos más inquietantes del Anteproyecto de Ley de No Discriminación e Igualdad de Trato han sido ya destacados por diversos comentaristas: la interferencia gubernamental en la libertad de contratación y en las asociaciones privadas (con la excusa de velar por la no discriminación); la clara amenaza a la libertad de expresión representada por el art. 22; la inaudita inversión de la carga de la prueba introducida por el art. 28; la institución de un(a) Gran Inquisidor(a) anti-discriminación, etc.

Podría resultar más interesante el análisis de las raíces ideológicas de este tipo de regulación. Por ejemplo, algunos han hablado de la posible influencia del "republicanismo" de Philip Pettit (que pasa por ser el filósofo de cabecera del actual presidente del gobierno). El republicanismo es una venerable tradición filosófico-política, que se remonta a Tucídides o Cicerón, y encuentra después nuevas formulaciones en los siglos XVII y XVIII (Harrington, Milton, Jefferson, etc.). Su nota diferencial más importante quizás sea la idea según la cual para que subsista la libertad no basta con cierto marco legal, cierto entramado de instituciones y procedimientos; es imprescindible también que ciertas virtudes morales sean cultivadas por los ciudadanos. El republicanismo, por tanto, no reconoce la estricta separación entre esfera pública y esfera privada propugnada por el liberalismo. El Estado no puede limitarse a ofrecer una parcela de libertad individual a cada ciudadano, para que éste la gestione con arreglo a su propia concepción del bien; el Estado asume, por el contrario, una función pedagógica o moralizadora, fomentando las virtudes de cuya vigencia depende la subsistencia de la libertad.

Ahora bien, para el republicanismo clásico, las virtudes en cuestión eran, por ejemplo, el patriotismo, la sobriedad, la laboriosidad, la prudencia… Pettit, en cambio, es un republicano postmoderno al que estas virtudes republicanas clásicas le resultan sospechosas.  Pettit concibe también al Estado como un educador moral, pero espera de él que inculque otro tipo de "virtudes": el non-judgmentalism (es decir, la prevención frente a toda valoración o comparación moral entre diversos estilos de vida) y la no-dominación. Según Pettit, aunque los ciudadanos sean iguales ante la ley, subsisten muchas otras formas de "dominación" en las relaciones de los ciudadanos entre sí. El Estado debe, pues, escrutar todos los pliegues de la sociedad, en busca de entuertos discriminatorios que desfacer y dominaciones que revertir. Esto implica un Gobierno orwelliano que mete las narices en los hogares, en los contratos de trabajo, en las asociaciones privadas…

Esta inspiración pedagógica sobrevuela sutilmente la Exposición de Motivos del proyecto de ley. Se habla allí de "avanzar en la lucha contra la discriminación"… dándose por supuesto que la sociedad actual sigue siendo muy discriminatoria. El legislador presume que la sociedad, abandonada a sí misma, tiende naturalmente al racismo, al sexismo, a la homofobia, etc. El gobierno ilustrado tiene que vigilar y reeducar constantemente al populacho reaccionario.

Por lo demás, creo que esta obsesión por la no-dominación y la no-discriminación tiene su origen en cierto desquiciamiento del principio de igualdad que tiene lugar a partir de los años 60. El principio de no discriminación, tal como fue entendido por el liberalismo clásico (igualdad de todos ante la ley, con independencia de la raza, el sexo o la religión), es totalmente razonable y posee además raíces cristianas ("ya no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay varón ni mujer", escribió San Pablo [Gal. 3, 28]). Pero, en mi opinión, este principio de igualdad ante la ley alcanzó su plena realización en los países occidentales a mediados del siglo XX, cuando fueron abolidas las últimas discriminaciones legales que pesaban sobre las mujeres (por ejemplo, las limitaciones de la capacidad jurídica de la mujer casada) y sobre los negros en EEUU (leyes de derechos civiles de los años 60). Hubiera cabido esperar que desapareciese entonces el anti-discriminacionismo, una vez alcanzados sus últimos objetivos. Pero ocurrió exactamente lo contrario: siguió creciendo, convertido ya en una ideología destructiva.

Por ejemplo, el llamado "feminismo de segunda ola" (Betty Friedan, Shulamith Firestone, Carol Hanisch), no satisfecho con la igualdad de varones y mujeres ante la ley, considerará a partir de los años 60 que los roles de esposa y madre son alienantes, y que la mujer debe ser liberada de ellos mediante el desmantelamiento de la familia y el derecho al aborto. Las minorías étnicas, no contentas con haber conseguido la igualdad ante la ley, irán más allá y exigirán derechos "diferenciados en función del grupo" y medidas de "acción afirmativa" dirigidas a compensar las injusticias de hace décadas o siglos… mediante nuevas discriminaciones de signo inverso. Se potencia así una actitud victimista y revanchista en los miembros de las minorías: se les acostumbra a atribuir todos sus problemas y fracasos a una "discriminación" imaginaria, se les anima a exigir reparaciones y tratos de favor, en lugar de confiar en su capacidad para prosperar con su propio esfuerzo. Se potencia también su dependencia respecto del poder público: papá Estado es el redentor que viene a salvar a la minoría supuestamente discriminada, a protegerle frente a una sociedad malvada. 

El resultado de todo esto es la tribalización de la sociedad, su fragmentación en grupos que compiten por la condición de "víctimas oficiales", merecedoras de protección y reparación. Naturalmente, el número de tales minorías autocompasivas tiende al infinito: más y más colectivos recordarán o descubrirán que padecen tal o cual intolerable agravio (ya se empieza a hablar de los fumadores, las personas obesas, o los cazadores como nuevos aspirantes al estatus de víctimas de la discriminación). Todo ello redunda en la erosión de la cohesión social: las minorías en cuestión se ven unas a otras como rivales, y por tanto se mirarán con poca simpatía.

Por otra parte, la legislación anti-discriminación contribuye a una paradójica perpetuación del racismo y el sexismo. Martin Luther King dijo: "sueño con un país donde se juzge a las persona, no por el color de su piel, sino por el contenido de su carácter". La ideología anti-discriminación, en la medida en que clasifica a la población en función de criterios raciales, de género, o de orientación sexual a la hora de distribuir derechos entre ellos, contribuye a que todo siga girando en torno a la raza, el sexo o la orientación sexual. Contribuye a que los negros, las mujeres o los homosexuales sigan pensando en sí mismos primordialmente como negros, mujeres u homosexuales, antes que como individuos. La identidad individual es sofocada por la identidad grupal; el antidiscriminacionismo ve a las personas como meros representantes de la tribu correspondiente, antes que como individuos irrepetibles.

Querría plantear finalmente una cuestión más específica relativa a la estrategia a seguir por los católicos: frente a los síntomas crecientes de hostigamiento cristófobo, ¿debemos los católicos sumarnos al juego como una minoría querulante más (creando observatorios sobre intolerancia anti-cristiana, etc.)? ¿O deberíamos, más bien, impugnar la lógica tribal del antidiscrimimacionismo en su misma raíz?

La posibilidad de incorporarnos al coro de "tribus" dolientes se enfrenta a una objeción nada despreciable. La ideología anti-discriminación ha sido interpretada por muchos (por ejemplo, David Quinn o Anthony Browne) como la última metamorfosis del marxismo. La tensión entre dominador y dominado, que Marx declinaba sólo en clave de clase social (burgueses contra obreros), es reformulada por el antidiscriminacionismo neomarxista en clave de género, de raza o de orientación sexual: hombres contra mujeres, heterosexuales contra homosexuales, blancos contra no blancos… La lucha de clases es sustituida por la de sexos, la de razas, etc.

Esto implica que la ideología anti-discriminación, nunca acogerá
neutralmente las reivindicaciones de cualesquiera grupos que se digan
discriminados. El antidiscriminacionismo se basa en una serie de prejuicios
invencibles sobre quiénes son los dominadores y quiénes los dominados. En el subconsciente progresista, los cristianos (igual que los varones, los blancos, las familias "tradicionales", los burgueses, etc.) perteneceremos eternamente, ocurra lo que ocurra, al bando opresor y execrable. El guión de la historia está dado de una vez para siempre: el varón blanco heterosexual cristiano oprime al resto de la humanidad.

Esta mentalidad neomarxista se ve puesta en serios aprietos, por tanto, cuandos los grupos supuestamente discriminados empiezan a chocar entre sí. Por ejemplo, es sabido que en los países nórdicos han aumentado de forma notable las agresiones físicas contra homosexuales; en su gran mayoría, son perpetradas por inmigrantes de países musulmanes. Es un fenómeno que rompe totalmente los esquemas al antidiscriminacionismo neomarxista: ¡no estaba previsto que los "oprimidos" fueran a oprimirse entre sí! El neomarxista no puede hacer otra cosa que negar los hechos, en un ejercicio de wishful thinking. Encontramos un ejemplo espectacular de esta negación voluntarista en el caso de la oleada de ataques antisemitas que siguieron a la Intifada de Al Aqsa en 2000 y 2001: en Francia fueron quemadas sinagogas, apedreados comercios de propiedad judía, y se produjeron numerosas agresiones físicas, que culminaron en el secuestro y muerte entre torturas del joven judío Ilan Halimi. El Centro Europeo de Supervisión del Racismo y la Xenofobia encargó un informe sobre el nuevo antisemitismo a un equipo de sociólogos. Las conclusiones fueron terminantes: los desmanes antisemitas eran cometidos por jóvenes magrebíes. El organismo europeo, alarmado por los resultados, presionó a sus autores para que maquillaran estas conclusiones; los autores se negaron. Entonces el Centro Europeo contra el Racismo y la Xenofobia rechazó el informe, y elaboró otro alternativo, carente de cualquier soporte empírico, que atribuía las agresiones antisemitas a grupos de skinheads y neonazis europeos. Quien desee consultar los detalles de este episodio puede encontrarlos en el libro de Anthony Browne, nada inapropiadamente llamado The Retreat of Reason ("La retirada de la razón").

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