El legado de Benedicto XVI a la Iglesia del tercer milenio

Sociedad · Costantino Esposito
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5 enero 2024
Con motivo del aniversario del fallecimiento de Benedicto XVI recuperamos este artículo de Costantino Esposito. El famoso discurso de Benedicto XVI en Ratisbona en 2006 engloba todo el pensamiento de Ratzinger sobre fe, razón y misión de la Iglesia.

Sin duda, el movimiento más libre de prejuicios a nivel de pensamiento de Benedicto XVI –un nivel que no solo supone una explicación sino más bien una experiencia existencial– es haber comprendido y testimoniado una de las tareas más urgentes, tal vez la más necesaria, que la fe cristiana está llamada a asumir en el siglo XXI: reconocer y despertar toda la grandeza de la razón humana.

En la intensa biografía del profesor de teología Joseph Ratzinger y en las innumerables intervenciones y documentos de su pontificado, destaca sobre todo por su singular importancia su discurso en la Universidad de Ratisbona el 12 de septiembre de 2006. Muchos lo recordarán por el estallido de la polémica que acompañó, con violencia en algunos casos, varias de sus afirmaciones sobre el islam y su Profeta, tomadas de un diálogo que se remonta al siglo XIV entre el emperador bizantino Manuel II Paleólogo y un sabio interlocutor persa sobre la diferencia entre cristianismo e islam. Muchos, también entre los cristianos, se preguntaban en aquella ocasión si era oportuno (en algunos casos hasta lícito) que el pontífice se atreviera a entrar en un juicio teológico tan “políticamente” delicado, corriendo el riesgo de alimentar un prejuicio anti-islámico (justo cinco años antes había tenido lugar el impactante atentado a las Torres gemelas de Nueva York). Otros, entre ellos varias personalidades laicas, vieron en cambio en esa intervención una defensa oportuna y decidida de la cultura occidental, heredera de la tradición griega y cristiana, respecto a las derivas del fundamentalismo religioso.

Hoy, a 17 años de distancia de aquel memorable discurso, ambas reacciones pueden resultarnos insuficientes, cuando no capciosas. Ni un enfrentamiento religioso entre cristianismo e islam, ni volver a proponer la superioridad de la civilización europea sobre el resto del mundo, lo que Benedicto XVI quería señalar era justo lo contrario: el motivo por el que se ha llegado a entender la fe religiosa como una imposición irracional y tendencialmente violenta por un lado, y por otro a concebir al Occidente de matriz europea como el lugar donde la fe ya ha sido expulsada del conocimiento universal, que asume como único parámetro la medida de la ciencia.

Ese movimiento libre de prejuicios al que me refería y que tanto descolocó consistía más bien en desviar el foco del problema: no ya la oposición moderna entre ciencia y religión, con la consiguiente dialéctica a ambos lados –en realidad complementarios– del positivismo y del fideísmo; ni tampoco la oposición entre el conocimiento objetivo del mundo y la ética de la experiencia subjetiva. El problema es más radical, y consiste en volver a comprender cuáles son la naturaleza, las tareas y los límites de nuestra razón. Pero lo que más llama la atención de ese discurso, lo que lo hace “histórico” a su manera, es que esa defensa de la razón sea propuesta por un hombre y por un testigo de la fe cristiana, que a su vez consiste en la adhesión a un hecho de gracia –la revelación de Dios en Cristo– y no en el resultado de una indagación racional o una demostración intelectual.

Esta postura “ilustrada” propiamente cristiana (como decía el propio Benedicto XVI) se desmarcaba con genialidad tanto del estereotipo de una concepción de la fe como algo “más allá” del conocimiento, como del riesgo de reducir la fe a un ímpetu o una conducta puramente moral. Hay que volver a comprender de nuevo por qué “el encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no [era] una simple casualidad”, sino una “necesidad intrínseca”. La experiencia original de la historia cristiana –no solo al comienzo sino aún hoy– es que Dios “actúa como logos”, o dicho de manera aún más radical, “no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios”, citando al famoso emperador bizantino.

Este encuentro entre la experiencia cristiana, nacida en un lugar y en un tiempo determinados, y la filosofía griega (que aquí apela a la práctica de una racionalidad universal) es lo que ha permitido que la fe se auto-comprenda con toda su razonabilidad, y que la razón deje de ser solo una medida de sí misma, y más aún de encerrarse en sus propios esquemas y prejuicios, para abrirse a reconocer lo que es diferente de sí misma, un acontecimiento histórico que no se puede deducir de un razonamiento a priori, pero que al mismo tiempo tiene un sentido plenamente racional. Y racional no solo por comprensible para la razón humana o por corresponder a sus preguntas y expectativas. Sino racional también por no ser puramente casual o arbitrario, sino por estar cargado de un sentido que podemos reconocer, de una sensatez que no creamos nosotros, pero que se nos ofrece. Como algo que sucede y nos solicita, que es razonable aceptar que nos alcance, nos interpele y nos lleve a reconocer que el mundo es más grande –y más sensato– que nuestra propia medida.

Se trata de “un dato de importancia decisiva, no sólo desde el punto de vista de la historia de las religiones, sino también del de la historia universal”. Lo que está verdaderamente en juego es si la razón es solo un esquema mental nuestro, si es solo un procedimiento demostrativo (que ciertamente también lo es), o si es una auténtica “vida”, una capacidad de encontrarse con el ser y dejarse encontrar por el “sentido”. La cuestión, por tanto, no puede quedar reducida (ni mucho menos resuelta) devaluando las capacidades de conocimiento y acción de la razón humana, sino más bien recuperando en sus procedimientos algo que siempre corre el riesgo de perderse, es decir, su propia capacidad “crítica”. Paradójicamente, es una “crítica de la razón”–insisto, no una crítica a la razón, sino de la razón en sí misma– la tarea y la aportación más fascinante que la experiencia cristiana puede ofrecer al mundo actual.

Nada más lejos de un programa reactivo o doctrinalmente “reaccionario” en defensa de valores religiosos y cristianos frente a las tendencias relativistas y naturalistas de la cultura contemporánea. Esta “crítica de la razón moderna desde su interior no comporta de manera alguna la opinión de que hay que regresar al período anterior a la Ilustración, rechazando de plano las convicciones de la época moderna”. Al contrario, se trata de tomar en serio la pretensión de la modernidad y relanzarla con coraje, casi temerariamente, despertando la racionalidad crítica para que llegue a ser verdaderamente ella misma. Contra la razón “pura” o la razón “práctica”, como decía Kant, a contracorriente de aquellos que ya dan por acabado el ímpetu emancipador del mundo moderno (no en vano póstumo a sí mismo, o sea, posmoderno), hay que retomar su proyecto como solo –he aquí la paradoja– la experiencia del encuentro con Otro distinto hace posible.

Lee también: «A pleno pulmón«

Vale la pena retomar algunas de las palabras finales de aquel discurso de hace 17 años para comprender el desafío actual. “La intención no es retroceder o hacer una crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de razón y de su uso. Porque, a la vez que nos alegramos por las nuevas posibilidades abiertas a la humanidad, vemos también los peligros que surgen de estas posibilidades y debemos preguntarnos cómo podemos evitarlos. Sólo lo lograremos si la razón y la fe se reencuentran de un modo nuevo, si superamos la limitación que la razón se impone a sí misma de reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación [es decir, a lo que entra dentro de nuestra medida a priori], y le volvemos a abrir sus horizontes en toda su amplitud”.

La gratitud a Joseph Ratzinger, al papa Benedicto XVI, por parte de quien –ya sea laico o cristiano– quiera pensar el mundo, también reside en este gusto nuevo por nuestra razón.

 

Artículo publicado en Ilsussidiario.net

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