El Fastitocalón

Sociedad · GONZALO MATEOS
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27 octubre 2022
Se puede amar la patria, la iglesia, el planeta, tu pueblo y la Agenda 2030 sin caer en la tentación de idolatrarlos. La aventura moderna es la de vivir una identidad común sin exclusiones.

El nombramiento de Giorgia Meloni como jefe de gobierno de Italia me ha recordado un episodio ocurrido en 2018 en una reunión del Comité de Representantes Permanentes de la Unión Europea, conocido en el argot como COREPER, o lo que es lo mismo, el sanctasanctórum de los eurotecnócratas de Bruselas. En medio de un debate sobre una Recomendación un embajador de uno de los cinco grandes afirmó: “El populismo sufre de una inmerecida mala fama en Europa. Hay un populismo bueno que no debemos desatender. Debemos recuperar el buen nombre del populismo”. El silencio posterior y el escándalo generalizado fueron elocuentes. Se supo luego que había hecho esas declaraciones en contra de su opinión y siguiendo instrucciones de su Gobierno. Gajes del oficio de los altos funcionarios.

¿Es tan peligroso el populismo? ¿Exageramos los que lo tememos? ¿no se le puede dar el beneficio de la duda? Chantal Delsol en su libro Populismos: Una defensa de lo indefendible (Ariel 2015) intenta acercarse a una respuesta. A juicio de la escritora estaríamos presenciando una batalla entre dos bandos: los partidarios del arraigo y los de la emancipación. El arraigo es el partido formado por aquellos que viven en las periferias y pertenecen a grupos cerrados y cohesionados que se sienten protegidos por sus raíces y tradiciones, defienden la familia, los valores, y la vida heroica llena de deberes. Son los que valoran las identidades fuertes de la nación, la religión o de cualquier otro grupo de pertenencia. En el otro bando, los del partido de la emancipación lo forman los progresistas capitalinos, cultivados, hedonistas, políglotas y viajeros que participan en los círculos del poder y la cultura cosmopolita, que desprecian a los nuevos demagogos aferrados al pasado. Son aquellos que viven separados de las obligaciones comunitarias, pero movilizados en las campañas del pensamiento único. Lo que caracterizaría a nuestra era sería la emancipación, la de una imposición de una ideología globalista abstracta que promulga un mundo sin fronteras ni culturas específicas, relegando las identidades de los pueblos a una dimensión folclórica.

Meloni habla claro: «Soy mujer, soy madre, soy italiana, soy cristiana… y no me avergüenzo de ello». ¿Quién le hace avergonzarse? Una vez más la identidad como victimismo y el resentimiento como instrumento ideológico de batalla contra la izquierda globalista, los ateos, los lobbies LGTBI, los burócratas de Bruselas y los que promueven la inmigración masiva que está sustituyendo a los italianos de toda la vida. Muy preocupante. Y todo ello en nombre del pueblo, que como bien explica el editorial de Paginas, vuelve a ser un claro ejemplo de principio mutado. Hasta las palabras más sagradas pueden ser objeto de manipulación y de colonización ideológica. Ya sean utilizadas por los de un bando o por los del contrario.

El problema de origen es una antropología negativa y una concepción de la política en términos maniqueos. Arraigo y emancipación, aunque opuestos, no son dos términos contradictorios. Las identidades no son excluyentes.  Se puede amar la patria, la iglesia, el planeta, tu pueblo y la Agenda 2030 sin caer en la tentación de idolatrarlos. Nadie tiene el monopolio de los elementos identitarios. No hay partidos ni opciones más españolistas, ni más cristianas, ni más progresistas o conservadoras que otras. La identidad es siempre un proceso, siempre es histórica y compleja, en permanente estado de construcción sin que nadie pueda poseerla completamente ni encapsularla. La aventura moderna es la de vivir una identidad común sin exclusiones.

La experiencia italiana también nos advierte contra la tentación de la mera tecnocracia, una solución desencarnada que también elimina el dialogo político como instrumento de convivencia. La gran amenaza tecnopopulista la hemos podido presenciar estos días con la celebración del Congreso del Partido Comunista Chino, la confirmación de que el totalitarismo nunca fue del todo destruido. Hemos de volver a la primacía de la política con mayúsculas. Un ejercicio de la gestión de lo común pegado a la realidad, basado en la amistad social y en una fraternidad de facto que vaya más lejos que la afirmación nacionalista o del puro crecimiento económico sin límites. Los tiempos nuevos piden identidades abiertas e integradoras que abracen la diversidad sin traumas, ejerzan la fraternidad y afronten lo imprevisto sin una concepción preestablecida de la realidad.

Y es Europa la que está en mejor posición para poder liderar este proceso. Hoy constatamos que el auténtico vencedor de 1989 no fue la democracia sino el capitalismo. Por eso Europa debe enfrentarse a la tarea de establecer una relación operativa entre los dos, preservando la combinación fructífera de solidaridad social y libertad política. La promesa de paz y prosperidad sobre la que se basa el proyecto europeo se encuentra hoy en cuestión por la guerra y la inflación. Estamos desconcertados sin tener nada claro qué somos y nuestra posición ante los dos nuevos bloques hegemónicos. Ni la mera economía ni la democracia formal por ellas mismas pueden liderar un cambio real a la altura del momento. El Alto Representante Borrell lo expresó muy bien hace unos días en su discurso a los diplomáticos europeos: “Nuestra lucha es intentar explicar que la democracia, la libertad, la libertad política no es algo que se pueda cambiar por prosperidad económica o cohesión social. Ambas cosas tienen que ir juntas. De lo contrario, nuestro modelo perecerá, no podrá sobrevivir en este mundo”.

En su libro de los seres imaginarios Borges nos relata la existencia, mencionada en un bestiario anglosajón, de una criatura llamada el Fastitocalón, una poderosa ballena a la que temían todos los navegantes. Tolkien le dedicó un poema a una bestia del mismo nombre que habitaba en los mares de la Tierra Media, pero en sus versos era una imponente tortuga de mar. El enorme lomo de esta criatura sobresalía como un gran montículo rugoso cubierto de arena similar a la de las playas, y que, al pasar largo tiempo en la superficie, también mostraba árboles y vegetación reforzando su falsa apariencia de isla. Algunos marineros necesitados amarraban sus navíos de alta proa en ellas y desembarcaban sin temor alguno. Tras acampar y encender un fuego dormían rendidos. Era entonces cuando el traidor se sumergía en el océano, buscando su hondura y dejando que el navío y sus hombres se ahogaran en mitad de su sueño confiado. Habrá que tener cuidado del sitio en donde dormimos.

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