El dedo de la blasfemia

Mundo · Fernando de Haro, Islamabad
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25 junio 2019
Basharat es un hombre fornido, con una amabilidad reservada. Vive en una casa de dos pisos en un barrio pobre de Islamabad. En realidad la planta baja es un garaje acondicionado. Llamamos a la puerta de metal. Varios vecinos nos miran con curiosidad desde los balcones cercanos. Basharat nos hace pasar con prisa a una sala cerrada a cal y canto.

Basharat es un hombre fornido, con una amabilidad reservada. Vive en una casa de dos pisos en un barrio pobre de Islamabad. En realidad la planta baja es un garaje acondicionado. Llamamos a la puerta de metal. Varios vecinos nos miran con curiosidad desde los balcones cercanos. Basharat nos hace pasar con prisa a una sala cerrada a cal y canto. Es costumbre en esta ciudad mantener algunas estancias cubiertas con pesadas cortinas para que no entre ni un rayo de luz durante el verano. Nos pide que no le tomemos imágenes en la calle y que escondamos la cámara, que es demasiado grande para su voluntad de pasar inadvertido en el barrio. “En esta zona casi todos son musulmanes”, nos dice Basharat mientras abre la palma de la mano y se la pone delante de la barbilla para simular una barba larga.

Basharat enseguida nos saca un gran aperitivo, con hojaldres salados. Se acomoda en uno de los grandes sillones de sala, sillones de invierno para un verano con un calor que desde muy temprano es una especie de mazazo. En la parte alta se oye ajetreo de chiquillos. Durante nuestra conversación irán apareciendo hasta cuatro. El más pequeño de poco más de un año, una fuerza de la naturaleza, tiene pasión por los videos musicales que escucha y baila en el móvil de su padre. La hermana mayor, espigada, seria, intentará meterlo en cintura. La segunda, coqueta, será la única que consiga dominarlo. Basharat trabajó con Shahbaz Bhatti, el ministro cristiano asesinado en 2011 por oponerse a la ley de la blasfemia. Cuando le menciono el nombre del mártir casi se le humedecen los ojos. “Su sangre corre ahora por mis venas”, me dice.

Basharat conoce en su propia piel qué significa sufrir una acusación falsa por la ley de la blasfemia, modificada por el General Zia en 1987 y utilizada como una herramienta de persecución. “Habíamos puesto en marcha un proyecto para la construcción de una iglesia a las afueras de Islamabad. Conseguimos el dinero y compramos el terreno”, me explica Basharat. Cuando iban a empezar las obras, un grupo vinculado a los talibanes formuló una falsa acusación de blasfemia. La policía se presentó en el lugar donde se iba a construir la iglesia y se llevó preso a Basharat. Estuvo cinco meses en la cárcel sin que se precisara cargo alguno contra él. “El período en la cárcel fue duro, pero para mí significó un cambio. Me pasaba el día con la Biblia, la leía a todas horas, dormía con ella, comía con ella, me hacía compañía y eso me transformó”, explica. “En una ocasión decidí ayunar varios días y los carceleros que me vigilaban se conmovieron con ese gesto porque lo hacía por Dios, para mí fue todo un signo”, añade.

Basharat estaba bien relacionado y eso le permitió contar con un buen abogado. Pudo salir pronto de la cárcel. No es normal. Lo más frecuente es que los letrados rechacen ocuparse de estos casos porque suponen marcarse para siempre. No hay datos oficiales de cuántas personas están prisión en Pakistán a causa de la ley de la blasfemia. En los últimos 25 años se han registrado oficialmente 250 procesos, ninguno de ellos ha acabado en pena de muerte. Pero se han producido más de 50 ejecuciones extrajudiciales. Es frecuente que los acusados queden marcados socialmente y que sean objeto de ataques incontrolados. Cuando un miembro de la familia es acusado, toda ella queda marcada. Lo más normal es que tenga que abandonar su pueblo.

El hijo pequeño de Basharat nos vuelve a interrumpir gritando con frecuencia el nombre de su padre. Grita, como Basharat, en presión a quien puede escucharle.

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