EL CATALÁN EN SU ENCRUCIJADA
El Preámbulo de la Constitución española, que es el lugar donde reside su espíritu, dice que la Nación española tiene voluntad de “proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones”. El pueblo se protege a sí mismo de las élites, de otras potencias, de otros intereses, del pueblo mismo y de los desmanes del gobierno (que suena mucho a milicia popular norteamericana).
Para ello, la Nación española, se dota de una Constitución que haga posible esto, en el marco de un Estado social y democrático de Derecho cuyos límites territoriales son los reconicos internacionalmente en 1978 -Gibraltar a parte-. Dentro de este territorio, la Constitución “reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de nacionalidades y regiones”.
Como resultado, vivimos en uno de los estados del mundo con más gobierno regional, menos central, más calidad y esperanza de vida, así con mayor capital social. O sea, que parecemos Canadá, referente de país avanzado, pero para los nacionalistas vascos y catalanes (es que son vascos y catalanes los únicos nacionalistas serios –en todos los sentidos-que hay en España) referente también de osito de peluche con el que soñar bien agarrado por las noches.
Con el pasado por referencia para no repetir los mismos errores, el catalán está llamado en pocos días a votar en elecciones autonómicas. Va a tener que responder a unas cuestiones de lo más concretas. Solo ante el peligro, como Will Kane (Gary Cooper), el sheriff del pequeño pueblo de Hadleyville. Ello, en el marco de un proceso que las élites orientales han vestido de secesión, cuando lo que hay es únicamente rebelión y un manejo racional estupendo de la opinión pública y sus sentimientos. Son preguntas que cada uno, en particular, ha de valorar cuando inicia, apoya, favorece, por acción u omisión, la ruptura de un proyecto de convivencia secular. No hay escapatoria. Ni siquiera derecho a la objeción de conciencia. Se trata de tomar partido. Y este es el fatal juego al que el nacionalismo ha arrastrado a la pacífica y laboriosa sociedad civil catalana.
La primera, será la de responder si es consciente que separarse y autodeterminarse del Yo es un imposible metafísico, a parte de una falta de respeto y educación, dicho sea con ironía.
La segunda, qué precio querrá pagar y en qué moneda, bien en dinero, en sangre, en rupturas familiares y sociales, en trabajo perdido,…
La tercera cuestión a valorar será la de, si a pesar de pagar un alto precio, está dispuesto a hacérselo pagar al vecino o familiar o compañero de trabajo, cueste lo que cueste, o si al contrario, daría su vida y su libertad por que el vecino opinase justamente lo contrario.
La cuarta cuestión que deberá afrontar este vecino de Cataluña es la de considerar que a partir de la secesión, democracia no será el respecto a las minorías, en este caso la que se pueda sentir aun española, si no la deificación de la mayoría, que antes o después, le pasará una factura en la forma que sea, pero personalísimamente.
La quinta, si realmente su sentimiento es justo y responde a la verdad, o no ha sido manipulado por políticos y gobernantes y élites económicas durante 30 años.
La sexta, sobre todo la sexta, si estará dispuesto a dar las gracias cuando el resto de sus vecinos de península le dejen marchar, para evitar una guerra, pero dando paso a una separación que durará siglos, los mismos que tardará el vecino catalán en saber que cuando se le travistió de princesa –y digo “se le” con toda intención- no se convirtió en una de cuento de hadas, sino en el dragón sanguinario que comenzó a echar fuego.
Pero estas preguntas que son anteriores a todo, si no se responden con la responsabilidad que exige nuestra propia libertad, darán paso a unas respuestas desgarradoras, terribles, si la Nación inicia el camino de la destrucción y la guerra, otra vez, civil, en vez de la altura de miras de evitar el derramamiento de sangre entre hermanos, amigos, familiares y compañeros.
En el aire queda una pregunta como la de si realmente fue la Constitución española la que vistió a un dragón de princesa, o si la princesa enloqueció, y se creyó dragón. Poco parece importar.
Y aquí mi conclusión, ¿Acaso no debe la Nación defender a los españoles de la manipulación que los vecinos catalanes han sufrido por años? ¿Acaso no es momento de desvestir al dragón y acompañar a la buena princesa a un especialista, tras años de ingeniería social? ¿Acaso no debe el pueblo defenderse de la mentira y la manipulación, con los medios que se dio la Nación, asistidos por la razón de sabernos herederos de la tradición más digna de respeto a los derechos humanos y la libertad? ¿Es tolerable que todo imbécil sentimental envuelto en una bandera hunda las bases de siglos de convivencia, y hacerlo además con una única razón, la de creerse distintos y superiores y más ricos? ¿Es legítimo dejar a las mayorías el destino de unas vidas hasta ahora laboriosas y fructíferas, que respetan y aman la Ley como efecto y causa de la convivencia?
Por mí, si nadie empeorase y todos mejorasen, por unanimidad si así lo decidieran, podría el resto de España aceptar su separación, por duro que fuera, pero no es el caso, ni será el caso, pues la Nación siempre tiene entre sus miembros personas leales y serias, y con palabra y sentido de la Historia y de pertenecer a una de las comunidades de personas más importante del planeta, la hispana, con más de 500 millones de personas. Además, no se trata de mí. Se trata de la oportunidad que tienen los catalanes de saber convivir en la diferencia, y en respetar las leyes, que son expresión de la Justicia y la Verdad.