El banco

Sociedad · Ángel Satué
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30 octubre 2023
Hay un banco que me dice “hola”, otro que “te espero”, otro que dice “vuelve”. Es una campaña de marketing turístico. Lo hicimos cuando fui alcalde de Sanmontemares y apareció después en Benidorm. Tal vez fue al revés.

En realidad, estos bancos no hablan. No son bancos animados como en el mundo de Harry Potter. Son bancos “muggle”, que no tienen ninguna habilidad mágica. Tampoco se adaptan a la espalda ni al trasero de uno. Son bancos de plástico, de un verde reciclado más bien feote, pero los mensajes que acunan al que se deja mecer por ellos son de otro mundo. Son caricias en un mundo muy solo, muy rápido, muy necesitado de un abrazo (o de dos).

Acunar es un verbo en desuso. Las cunas ya no se balancean. Tampoco hay tantos niños como antes. Pero estos bancos acunan. Ayudan, y mucho. De todos ellos, hay uno especial. Ayuda, y mucho, que al banco le cobije una sombra, ¡qué digo!, una umbría de pino carrasco del Mediterráneo. Una sombra sobre la cuál acechar el olor del verano, que en el calor del día es pino, adelfa y sequedad húmeda, y en sus atardeceres, jazmín, galán de noche y, según la estación, azahar fresco.

Yo soy yo y mi banco verde. Y el banco dirá que es él y su entorno y sus vecinos. El banco es la herramienta más barata y eficaz del Ayuntamiento para hacer la vida más fácil a los vecinos. Es un instrumento a favor del estar juntos para hacer algo, para pasar el rato, contra la soledad. Es la vida de un trozo de calle, y la manera de medir el tiempo, de medir el paso de las horas.

Mi banco, porque es mi banco cuando lo veo, cuando me siento, cuando lo busco con la mirada, no será mágico, pero sí es especial. Todos deberíamos tener un banco, como todos deberíamos tener un lugar especial al que ir cuando cerramos los ojos.

No hay mañana que no pare un taxista, o una furgoneta de esas de reparto. Tampoco es infrecuente ver a un par de instaladores o fontaneros o electricistas parar junto al banco. A veces, son dos ciclistas. A veces, un jubilado que mira a lo lejos el Puig Campana, de la Sierra de Aitana. Tantos son los picos que circundan Sanmontemares, que el atardecer es una escala de grises dorados hacia poniente y, cómo no, siempre hay un espectador sentado en el banco. Un banco que deja a las parejas de novios un lugar reservado en la noche. Un banco que es escenario de encuentros, reencuentros y rupturas.

Y en este banco, las conversaciones se hacen en el mismo idioma, porque es importante sentarse para entenderse, comprenderse, yacer desnuda el alma, entregada esta al otro. En este banco, lo normal es el sentarse juntos, y no en los extremos del banco. En este banco, la soledad es acompañada. En este banco sucede la vida, que sabemos se escapa por los segunderos que miden el tiempo. Espacio y tiempo en nuestra dimensión, pero cabe una intuición de otra, eterna. Por eso, el banco, este banco, los bancos de Sanmontemares, los de todos los lugares, son creadores de algo nuevo. Caen las leyes del espacio y del tiempo. El mundo pasa a regirse por una relación distinta que atañe a los que se sientan. Ese es el banco. Esa es su importante función.

En frente de él, de mi banco verde feote, la casa de Juan y de Mercedes. Bueno, ya es solo la casa de Mercedes, porque Juan no está. Se ha ido. Antes, Juan mira por entre las plantas del jardín y el viejo tapial lo que acontece en el banco. Y los del banco, se sentían también acompañados por un jardín que se adivinaba intramuros y que cuidaba Juan. Y el ciprés, ya en el romper del crepúsculo, acompañado de la primera estrella, realmente Venus, apunta al cielo. Gracias Juan por cuidar de mi banco, y de todos sus dueños.


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