Educación para la ciudadanía: ocasión para la laicidad (II)
Es lo que en la tradición bíblica se denomina corazón. Los creadores de la asignatura de Educación para la Ciudadanía y los redactores de sus manuales están convencidos de que hay que cortar el vínculo que une a cada uno de los valores que quieren afirmar con ese deseo, lo consideran subjetivo, incapaz de fundamentar la convivencia democrática. Es, en el fondo, un miedo a la libertad, a la conciencia que busca con obstinación un significado (suena otra vez Joshua Tree: "I have crawled, I have scaled these city walls only to be with you").
Es violento que el Estado rompa el nexo entre valor y sentido. Quiero, por ejemplo, educar en actitudes que prevengan la violencia contra las mujeres; quiero afirmar el valor del respeto hacia el otro y el valor de una diferencia no sometible a mi capacidad de posesión. Bien está. Pero lo que no está bien, lo que constituye un atentado contra la conciencia, es que un maestro no pueda suscitar, responder, considerar objetiva la pregunta sobre el sentido de que yo "esté por mi chica". Es terrorismo educativo constatar ese enamoramiento, afirmar el valor del respeto que le debo a la personada amada y no detenerse en la evidencia de que ese amor tiene que ver con el significado de mi vida, de la suya y del mundo (Joshua Tree: "I can't live").
Cuando se pretenden afirmar unos valores sin ofrecer una experiencia sobre su origen, se firma la condena a un moralismo asfixiante. El Estado haría bien en no sofocar y sí alentar los diferentes modos en los que en la sociedad española expresa la objetividad de esa exigencia de significado. Ésa sí sería una buena educación para la ciudadanía. Sería, como reclama Múgica, plural ("I believe in the Kingdom Come, but yes I'm still running"). El Estado no puede detener la carrera.