Doce horas detenido

Mundo · Fernando de Haro
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5 febrero 2025
Fernando de Haro, en un trepidante relato, cuenta lo ocurrido durante las doce horas que estuvo detenido por Hezbolá mientras rodaba su último documental en Beirut.

Habíamos fijado nuestra cita con Vincent a las nueve de la mañana. Vincent es el responsable de la Œuvre d’Orient en el Líbano, una organización francesa dedicada al apoyo de los cristianos de Oriente Próximo. Tiene una gran implantación en el país. Cuando comenzaron los bombardeos del ejército israelí sobre Beirut, a finales de septiembre del año pasado, llamé a Vincent para que contará a los oyentes de la COPE, la radio en la que trabajo, cuál era la situación. Me detalló que casi un  millón de personas habían abandonado sus casas (una de cada cinco) y que muchos de los habitantes del sur, chiitas, habían encontrado refugio en colegios cristianos.

El chiismo es la segunda confesión más importante del islam, por detrás de los sunníes. Tienen algunas diferencias relevantes en su modo de interpretar el legado de Mahoma y en su organización religiosa. Son mayoritarios en Irán. En el Líbano representan un 30 por ciento de la población.

Semanas antes de coger el avión le pedí a Vincent que me organizara una visita para poder grabar lo que se había vivido en los colegios que habían acogido a los desplazados. La cita era a las nueve. Como siempre se hace en Beirut, me había mandado la localización a través de un mensaje. Después de la guerra civil (1975-1990) en la capital del Líbano muchas calles quedaron sin nombre. Y así siguen. Como los navegadores no suelen funcionar bien, primero te acercas al punto de encuentro y luego llamas a la persona con la que has quedado para que te de indicaciones más precisas. Entonces le describes qué comercio o qué cruce tienes cerca y con esas referencias te explica hacia dónde debes torcer o dónde debes buscar aparcamiento. Si la cosa se complica, esa misma persona baja a la calle o te manda a alguien de confianza. Hay que salir con tiempo.

El navegador decía que desde el Beverly Hotel, donde estábamos alojados, hasta el colegio en el que nos encontraríamos tardaríamos catorce minutos. Para ir con tiempo, le pedí a Rony Rameh, nuestro enlace local, los periodistas ahora lo llamamos fixer (es la persona que conoce el país y  que sabe cómo moverse), que nos recogiera a las ocho y media. Rony es un cristiano libanés maronita, sus hijos son amigos de una de mis hijas y había tenido algún contacto con él hacía años.

Rony fue durante el viaje mucho más que un fixer al uso. Había combatido en las milicias cristianas de Gemayel y había recibido instrucción militar a escondidas de sus padres. Cada piedra de Beirut tienen para él un nombre y una historia. Al poco de aterrizar, en cuestión de horas, nuestra amistad había alcanzado esa vibración que algunas relaciones solo consiguen con los años. En los dos días que llevábamos juntos ya había dado muestras de una gran paciencia con mi mala costumbre de no parar de trabajar ni para comer si eso supone perder una buena entrevista o un buen plano. Rony es un hombre sabio y discreto que ha sufrido más con la crisis económica que empezó en 2019 que con la guerra. Detuvo una semana su tratamiento de quimioterapia para ayudarnos a grabar el documental que nos había llevado a su país.

Sabía que Rony estaría esperándonos desde las ocho en la puerta del hotel y me adelanté algunos minutos para encontrarme con él. Ignacio Giménez Rico, operador de cámara, director de fotografía, compañero de múltiples aventuras en muchos rincones del planeta desde hace más de diez años, apareció enseguida. Repasamos la ruta. Rony dijo: ”el colegio está en Dahieh”. Después de esas palabras, escuchamos el silencioso paso de un ángel antes de volver a hablar.

Dentro de  Beirut hay diez, quizás veinte beiruts, veinte ciudades diferentes. Cuando el avión se acerca a la pista que se asoma al mar, la ciudad parece homogénea. Se antoja una boca con dientes de muy diferente tamaño que tiene por lengua la bahía de un mar fenicio. Un mar alegre, casi siempre festivo bajo una luz que a pesar de su antigüedad, o quizás por eso, parece una luz niña.

Cada una de las ciudades de Beirut está en sus barrios. El Beverly Hotel, el que fue nuestro hotel durante algunos días, por ejemplo, se encuentra  en el Distrito Central, cerca del puerto deportivo, rodeado de modernos y altos rascacielos. A unos pasos, el elegante y siempre delicioso paseo marítimo (conocido como La Cornise). A pocos minutos en coche, Ahsrafieh, uno de los barrios cristianos en el que conviven rincones pobres con apartamentos elegantes y  automóviles de lujo de un tamaño que no se ven en Europa. Algunos de esos vehículos los conducen mujeres jóvenes que visten como en las mejores avenidas de París, muchas de ellas adictas a una cirugía estética que no les hace falta. Y algo más lejos Burj Hammoud, donde llegaron los armenios huyendo del genocidio de los turcos a principios  del siglo XX. Sigue siendo el barrio de la gente con pocos ingresos, donde varias familias con muchos hijos comparten un apartamento y donde los tenderos te hacen viajar a un mundo que ha desaparecido. Burj Hammoud, durante la guerra de Siria, acogió a decenas de miles de refugiados. Muchos no han vuelto.

Dahieh es otra cosa. Dahieh es un Estado dentro de un Estado. Una república chiita, regida por Hezbolá y por Amal, el otro partido de la misma confesión aún más radical, que se mueve también en la órbita de Irán. Al sur de Beirut, confina con el aeropuerto y con el barrio de Hadath, una zona cristiana donde en cada rotonda y en muchas farolas hay imágenes con la  vida de Jesús, de María y de algunos santos. Dicen las crónicas que los chiitas, desde el siglo XIV, habitaban en las calles de Dahieh. Eran entonces, y lo fueron hasta la revolución de Jomeini, en su mayoría gente sencilla, muy poco fanática en lo religioso y desentendida de la política. El barrio en los años 60 y 70 fue mixto, recogió a musulmanes y cristianos que emigraban del sur a la gran ciudad. Pero los bautizados se fueron marchando. Hezbolá es un fenómeno relativamente reciente. Nació en 1984 al calor de la invasión israelí del país de esos años y tomó fuerza con la guerra civil. Ha ganado apoyo en los últimos 20 años, especialmente tras la nueva invasión que se produjo en 2006.

Hezbolá significa “partido de Dios” y es muchas cosas a la vez: una formación política con mucho peso en el parlamento,  un ejército, una milicia que ha participado en guerras como las de Siria e Iraq. La Unión Europea y muchos países lo consideran un grupo terrorista. Hezbolá ha usado Dahieh como refugio de sus principales líderes. Cuando comenzó la última guerra, el pasado 27 de septiembre, uno de los  bombardeos  de Israel ejecutó a Nasrala, su máximo dirigente, y a siete de sus líderes. Hasta el alto el fuego de finales de noviembre las bombas cayeron casi a diario sobre algunos de sus edificios.

El colegió estaba en Dahieh. No teníamos intención de ir a Dahieh. El lunes y el martes habíamos tenido ración sobrada de Dahieh. Un amigo de un amigo de Rony nos había acompañado a grabar en sus estribaciones. Quería disponer de algunas imágenes para ilustrar qué reto suponía la situación creada por la guerra. No estaba en el Líbano para contar la guerra. Mi documental va del futuro de los cristianos en ese país,   que no están perseguidos y que representan la comunidad porcentualmente más numerosa de cristianos en un país de mayoría musulmana. El amigo del amigo de Rony nos había acercado a varios edificios aplastados por los proyectiles. Obedecimos en todo momento sus indicaciones. Nos bajamos del coche solo cuando nos dijo que era prudente hacerlo para volver rápidamente a subirnos. Ahí escuchamos por primera vez el zumbido del dron, de una de esas aeronaves no tripuladas que se usan ahora en la guerra. Israel las utiliza para bombardear, para espiar, para ejecutar. Irán hace lo mismo o lo intenta. El zumbido del dron es como el canto de un grillo metálico: zrtzrtzrtzrtzrztzrtzrztzrztzrztzrzt… taladra la cabeza.

En la taberna de Amal

Los edificios bombardeados en Dahieh tienen un aspecto diferente a los que hemos grabado en otras guerras. En Alepo, ciudad del norte de Siria que visitamos después de la batalla que terminó en 2016, los bloques de apartamentos parecían esqueletos desencarnados. Solo quedaban en pie las estructuras y algunas paredes. Las picaduras de las balas de fusil salpicaban las fachadas. En el norte de Iraq, en la zona de Mosul, dominada por el Daesh durante cierto tiempo y reconquistada por los kurdos con la ayuda de la aviación estadounidense, a un lado y a otro de las calles solo quedaban escombros. En la periferia de Dahieh muchos de los bloques de pisos estaban en pie, en torno a ellos se hacía vida normal. Los bombardeos israelíes habían destrozado dos o tres plantas o habían arrancado una esquina. Solo en algunos casos las estructura completa de hormigón habían cedido como aplastada por la mano de un gigante destructor. Era un lunes y ese lunes me pareció que la intervención de Israel había sido selectiva.

Foto: Cortesía Ignacio Giménez Rico

El martes habíamos acabado también en una de las entrada de Dahieh. Buscábamos en la iglesia de Mar Mikhail (San Miguel), en Chiyah, a una de las personas que había atendido a las víctimas de los bombardeos. Los fieles de Mar Mikhail de más de 50 años vieron  durante la guerra civil demasiada sangre frente a sus muros. Ahora ese mismo templo se había convertido en un espacio de reconciliación. Al llegar al aparcamiento de la parroquia nos dijeron que nuestro contacto ya se había marchado. Era tarde y todavía no habíamos comido así que nos acercamos a un puesto callejero de bocadillos que quedaba a unos metros. Se encontraba al otro lado de un control de seguridad (check point) semejante a los que se montan en las carreteras de la zonas de conflicto. En realidad la parroquia se encuentra al borde de una especie de frontera interior. La calle estaba cortada con bloques de hormigón que sostenían una barrera. Había varios hombres barbudos sentados sobre el cemento armado. Junto a sus motocicletas, fumando, devoraban con un ojo ansioso las pantallas de sus móviles y con el otro vigilante cualquier movimiento que se registrara en la zona de control. Rony nos informó de que hasta el pasado mes de septiembre la barrera siempre estaba cerrada, era una suerte de aduana. Pero la guerra les había obligado a abrirla. Por la noche esos mismos hombres, armados, mantenían su sistema de control.

El puesto de bocadillos estaba adornado con la foto de un clérigo chiita y con las banderas verdes de Amal. En el Líbano todas las milicias, todos los partidos, marcan su territorio con las enseñas de su color. Amal, verde manzana. Hezbolá, amarillo limón. El Estado libanés contrarresta cuando puede con la bandera nacional, dos bandas rojas con una banda blanca central en la que crece un gran cedro verde. El zumbido del dron seguía sobre nuestras cabezas:  zrtzrtzrtzrtzrztzrtzrztzrztzrztzrzt…

El cocinero lo tenía todo limpio. Ni rastro de grasa en la plancha, los cubos con los ingredientes para las ensaladas ordenados, los botes de las salsas sin churrete alguno. Cosa rara en la zona. El cocinero exhibía una barba larga y cuidada. En el cuello, un tatuaje. Gastaba  pantalones de montañero con un logotipo de una conocida marca europea. Los brazos fornidos. Para mi gusto era demasiado lento para preparar un simple bocadillo con pollo y algo de verde. Elogiaba sus recetas y sus ingredientes como si fuese el chef de un restaurante de alta cocina. El ambiente en torno a nosotros, espeso. Éramos observados por los hombres del control, por los amigos de los hombres del control que se acercaban en moto a darles un recado. Éramos observados por todo el mundo. El cocinero sonreía. Y yo pedí algo para tragar con más facilidad el clásico pan de pita. Nos dijeron que si queríamos beber además de comer teníamos que pasar al bar anejo al puestecito. Era un local oscuro en el que solo servían agua, té, tisanas varias, café libanés (un café tan denso que parece café para mascar) y bebidas con mucho azúcar. Nos sentamos en una de las mesas metálicas del local. Enfrente quedaron otros tres clientes que pasaban la tarde despatarrados en unos pequeños divanes. Fumaban con ansia, devoraban contenidos digitales en sus pantallas y me dio la sensación de que nos miraban como si hubiéramos secuestrado a sus hijas. Pedimos permiso para grabar y nos lo dieron. Le solicité al cocinero un café solo. Al punto me lo trajo y lo describió con una palabra en árabe que no retuve. Le pregunté a Rony que significaba y me dijo:  “fuerte”. Intenté repetir el sonido y el camarero me hizo un gesto soez con el que simuló realizar el acto sexual. No era difícil comprender la metáfora.

Un joven entró en el local después de haberse bajado de forma precipitada de una moto. En Beirut todo el mundo se sube y se baja precipitadamente de las motos. Llevaba una bolsa en la mano y con mucho misterio se la entregó al camarero que había detrás de la barra. Un hombre también con barba, con gorra y con una cicatriz en la cara. Pude ver que la mercancía era un fusil al que le faltaba la culata. Luego Rony me contó que habían estado hablando del asunto y que el arma les había costado 50 dólares.

A los pocos minutos apareció un personaje muy diferente. Usaba gafas de sol como todos. Pero era joven, no calzaba zapatillas de deporte sino unas botas de piel caras e impolutas. Se abrigaba con una cazadora térmica negra y elegante. Portaba un maletín y en la mano izquierda lucía un anillo con una gran piedra semipreciosa de color malva. Sin duda el sello en el dedo representaba algo. Rony y yo hablábamos en italiano. Lo que resultó una gran ventaja en esa ocasión y en las siguientes. Si lo hubiéramos hecho en inglés podrían habernos entendido. Le pregunté si el nuevo cliente había venido a controlar lo que estábamos haciendo. Me contestó que no lo sabía, que probablemente era un líder de Amal y que todos le llamaban “abogado”. Después de algunas preguntas el ambiente se relajó y acabamos hablando, cómo no, de fútbol y de las últimas derrotas y victorias del Real Madrid. Nos hicimos una foto juntos.

Nos despedimos y nos dirigimos  a la puerta de Mar Mikhail. No podíamos irnos sin tirar unos planos de la fachada. El zumbido del dron sobrevolaba nuestras cabezas: zrtzrtzrtzrtzrztzrtzrztzrztzrztzrzt… Cuando Ignacio trabaja jamás le doy indicaciones. Llevamos mucho tiempo juntos y sé que graba bien lo que hay que grabar. Tomó algunas imágenes de la fachada blanca del templo, de la torre que tiene aneja, de unas bonitas vidrieras; y, como era lógico, de  las calles en las que estaba la iglesia para situarla. Calles anchas con mucho tráfico y con postes en los que competían las banderas verdes de Amal y las amarillas de Hezbolá. Postes donde también se disputaban el espacio los rostros de los conocidos como ”mártires”, milicianos muertos en combate. Mientras volvíamos al coche se nos acercó un joven vestido por entero de negro. La mirada febril, los gestos violentos, el rostro duro, el movimiento de las manos y el cuerpo invasivo. Las palabras, que solo comprendía Rony, como las alas de una pájaro predador que tiene prisa en dar cuenta de su presa. Dos días después entendí que esas pupilas encendidas por un resentimiento oscuro, esos ojos que buscan revancha ante una vieja ofensa, ese agitarse sin sentido, ese ir y venir ante una urgencia que parecía existir solo en la cabeza del agente o del miliciano eran similares a las de otros miembros del partido, quizás lo más fervorosos, quizás los que estaban empezando y tenían que demostrar mucho celo. Acaso todo aquello no era sino el fruto de un largo entrenamiento. El zumbido del dron sobrevolaba nuestras cabezas:  zrtzrtzrtzrtzrztzrtzrztzrztzrztzrzt…

El muchacho se identificó como miembro de Hezbolá y nos obligó a borrar las imágenes de la iglesia con órdenes contundentes. Nos volvimos al coche con esa tensión que solo reconoces cuando te has librado de ella, cuando pasados algunos minutos o pasadas algunas horas puedes respirar de forma pausada y profunda. “Podría haber sido peor” -nos decíamos-. “Podría haberse quedado con la cámara o habernos obligado a borrarlo todo”. Cuando ya estábamos en el parking de la parroquia aparecieron abrazados el miliciano de Hezbolá y el cocinero de Amal. Con grandes sonrisas el chef callejero nos explicó que le había contado a su amigo que éramos gente de fiar. Los dos nos pidieron disculpas por lo que había sucedido. ¿El hombre que nos había dado de comer había avisado al miliciano? “No lo creo. Hezbolá y Amal siempre están a la gresca” -me respondió Rony-. “Hezbolá actúa siguiendo un orden muy precisa, Amal es un caos” – añadió-.

Foto: Cortesía Ignacio Giménez Rico

A cuatro minutos

El colegio estaba en Dahieh. A Rony no le gusta usar los navegadores porque dice que en Beirut no sirven. Insistí en recurrir a uno de ellos. Yo iba delante. Si hay posibilidad de grabar algo desde el coche nunca ocupo el asiento que hay al lado del conductor, es para Ignacio. Google Maps nos decía que íbamos a llegar con casi veinte minutos de adelanto. Pero junto al aeropuerto me equivoqué al indicarle a Rony qué salida debía de tomar. Fue una de las pocas veces en las que le vi ligeramente enfadado. Sabía que el error nos obligaba a dar una vuelta en la que perderíamos al menos un cuarto de hora. Mandé una nota de voz a Vincent avisando de nuestro posible retraso y escuche cómo Rony se recetaba así mismo paciencia. Utilizó una expresión muy italiana.

Llegamos a las primeras calles de Dahieh. El barrio chiita cambia radicalmente de aspecto a medida que te acercas al corazón de la república de Hezbolá. Los primeros edificios casi no se distinguen de los de otros barrios. Quizás son algo más sucios, quizás están algo más descuidados. Todos albergan demasiados vecinos. En pocos minutos las calles se estrechan, el asfalto desaparece disuelto por el descuido, los bloques de pisos que en otro tiempo fueron los propios de una zona bien urbanizada ahora aparecen torturados: las fachadas plagadas de churretes viejos, los cables de la luz como grandes lianas negras enlazan balcones, cuelgan amenazantes sobre las muchas gentes que van y vienen sorteando el tráfico de decenas de motocicletas que no respetan regla alguna. El ruido se hace más intenso, aparece basura sin recoger. Y luego casas bajas semiderruidas/semiconstruidas, coches desguazados, fruterías y carnicerías con una mercancía que no parece ni limpia ni fresca. Tuve la impresión por algunos momentos de que habíamos vuelto a Gaza City o alguno de los barrios más modestos de El Cairo que habíamos visitado Ignacio y yo años atrás. Con una diferencia: el velo de las mujeres. El velo de las mujeres chiitas es una ancha túnica negra liviana y de una sola pieza que  deja ver la cara. El  zumbido del dron parecía escucharse más que nunca: ZRTZRTZRTZRTZRZTZRTZRZTZRZTZRZTZRZ

Ignacio le había preguntado a Rony si podía grabar con la cámara pequeña. Es una cámara que aparentemente solo sirve para hacer fotos, como las que usaban los turistas hace tiempo. La habíamos utilizado en otros sitios comprometidos, por ejemplo en la Plaza de Tiananmen en Pekín.

Estábamos a cuatro minutos del colegio. Nos equivocamos otra vez. Había que girar a la izquierda y nos pasamos. Seguimos recto. Volvimos al cruce. Torcimos entonces en la dirección adecuada. La calle se estrechó. A la derecha apareció un gran cráter, rodeado de escombros, donde antes debía haber un edificio. Las casas que lo circundaban habían sufrido la onda expansiva, tenían los toldos rasgados y los cristales rotos. Era martes y ya no me parecieron  tan quirúrgicos los bombardeos de Israel. Rony exclamó: “!guarda¡”. Ignacio entendió que le estaba diciendo que ocultara la cámara, la escondió  y preguntó: “¿entonces no puedo seguir grabando?”. Le explique que en italiano guardar significa mirar y que Rony estaba llamando nuestra atención para que mirásemos el socavón. No le estaba diciendo que guardara la cámara. Ignacio la volvió a sacar y tiró un par de planos. No dio tiempo a más.

Se nos acercaron dos motoristas. Uno de ellos nos indicó, como si fuera un guardia municipal, que nos detuviéramos un poco más adelante para no entorpecer el tráfico. Era un hombre más joven que viejo, gordo sin llegar a obeso, con la barba todavía completamente negra. En la frente exhibía una pequeña herida que podía ser la izbiba, la marca producida por el roce repetido de los más piadosos contra la alfombra de oración. Se agitaba como el miliciano del día anterior pero con más inquietud aún, con la mirada más enfervorizada, con más resentimiento. Iba y venía, nos miraba y nos dejaba de mirar como si fuéramos la encarnación del mal, se mantenía en guardia como si estuviéramos a punto de atacarle. Parecía haber consumido algún tipo de sustancia que lo mantenía hiperactivo. Fumaba compulsivamente, con caladas profundas, como quien se encuentra ante una decisión que compromete su vida. Estaba claro que nos consideraba parte de un enemigo muy peligroso al que debía hacerle pagar graves delitos. Se sentía orgulloso de haber encontrado y descubierto esa mañana a tres representantes de la serpiente de infinitas cabezas que había devorado la felicidad y el bienestar de los suyos.

Durante las más de dos horas que estuvimos detenidos en la calle, el Febril apareció ante mí de muchas maneras: como “la cosa estúpida que me estaba haciendo perder un tiempo precioso”, como “el fanático imbécil, incapaz de disfrutar de la belleza del mundo, de la dulzura de la buena música, de la emoción inteligente que suscita un buena novela, de la relación con un Dios misericordioso”, como la “victima cómplice de una ideología nihilista que instrumentaliza la religión”, como “el idiota que encuentra respuesta a su inconsistencia personal en el radicalismo” y también, como “el pobre diablo, malo sí, pero también instrumentalizado, utilizado”.

Por los gestos se entendía que Febril estaba a las órdenes del segundo miliciano, más reposado, de cara redonda y afeitada. Reposado parecía no estar muy interesado en lo que estábamos haciendo. Pero Febril presionaba a Reposado para que se tomara en serio la amenaza que suponíamos. Reposado cedió ante Febril. Nos obligaron a mirar a la cámara de un móvil con el que nos hicieron fotos.

Foto: Cortesía Ignacio Giménez Rico

Nos pidieron los pasaportes. Ignacio y yo hemos estado detenidos en Pakistán y en China. En China, la policía, además de llevarnos dos veces a una comisaría, nos confinó una noche en un hotel y otra noche allanó el apartamento donde dormíamos. Pero nunca habíamos tenido que entregar los pasaportes. Durante los doce horas siguientes vimos cómo iban de mano en mano. Los milicianos de Hezbolá los abrían, pasaban sus páginas, se detenían  en los sellos y en los visados de los diferentes países. Repetían la operación decenas de veces. A veces era la misma persona la que parecía buscar algo que no había encontrado todavía. Lo mismo hicieron los miembros del Servicio de Seguridad del Líbano. Ver el pasaporte en esas manos me producía la sensación de haber perdido intimidad y de haber perdido esa sensación de profunda seguridad que genera estar identificado como un español, como un europeo, como un occidental. “A mí no me podéis tratar como a los demás” -piensas cuando sientes que el pasaporte sigue en el bolsillo-.

Rony, a media voz, me confirmó que los que nos mantenían retenidos dentro del coche, los que manoseaban nuestros pasaportes, eran “del partido”. Decía “del partido” porque eso nos permitía entendernos sin usar la palabra “Hezbolá”.  En árabe Hezbolá significa “partido de Dios”. Con un optimismo sin fundamento pensé que nos tendrían allí durante media hora quizás algo más y luego nos dejarían seguir camino.

Me hubiera debido bastar el que se quedaran los pasaportes para hacerme cargo de la situación. Tenía la suficiente experiencia como para saber que la cosa se estaba poniendo seria. Pero no lo acepté, no me atuve a los indicios. Seguía pensando que nuestro principal problema era que íbamos a llegar tarde a nuestra cita. Admitir lo que estaba ocurriendo requería que superase la imagen que me había hecho de cómo iba a transcurrir ese día, de cómo iba a ser nuestro viaje. Era un viaje programado de modo que nos diese  tiempo suficiente a  grabar sin tener que ir a la carrera como en otras ocasiones. De forma casi subconsciente decidí sin decidir que mi reacción ante lo que estaba pasando era más importante que los hechos que tenía delante de mis ojos. En realidad no estaba dispuesto, al menos de momento, a valorar los acontecimientos con otro criterio que no fuese el que me había formado antes de que esos acontecimientos se hubiesen producido. Ni 35 años de ejercicio del periodismo, ni la experiencia  acumulada como profesional y como persona me impidieron aferrarme a  una valoración equivocada de los hechos.

Apareció un tercer miliciano. Este era mayor, elegante, con la barba blanca y con un anillo como el del abogado del día anterior. Sus gestos eran pausados, respetuosos. Este miliciano, Mayor, chapurreaba algo de inglés. Y pensé, otra vez, que pasados unos minutos nos dejaría continuar la ruta. Rony le explicó que trabajábamos para una organización humanitaria con el fin de generar contenido que se difundía en redes sociales. No era mentira. Nunca he ganado un euro con los documentales y las películas que he hecho están colgadas en you tube. Febril, en un arrebato, le pidió a Ignacio la cámara y empezó a tocarla. Parecía que no sabía hacerla funcionar pero no nos preguntó nada. Se la guardó en el bolsillo izquierdo de la cazadora. Ese fue el primer momento realmente doloroso. Pensaba que los pasaportes nos los iban a devolver más tarde o más temprano. Pero sentí como una afrenta el gesto despectivo de Febril. Se había metido la cámara en el bolsillo como quien manipulaba un pedazo de metal, sin consideración alguna. Esa era la cámara de Ignacio, una cámara cara, una cámara buena, una cámara con la que habíamos grabado muchas cosas. Fue entonces cuando caí en la cuenta de la absoluta impunidad con la que actuaban Febril, Reposado y Mayor. Podían tirar la cámara al suelo en cualquier momento y pisotearla. Tenía incluso la sensación de que ese acto atroz era inminente. Y no nos hubiéramos podido quejar, no hubiéramos podido hacer nada para defendernos. No hubiéramos podido llamar a la policía ni reclamar ante nadie porque la policía eran ellos, la autoridad eran ellos.

Febril y Reposado, ahora también Mayor, hacían llamadas, recibían llamadas, gritaban a sus teléfonos móviles, se mostraban sumisos ante algunas voces que salían de sus teléfonos móviles. Febril vio que Ignacio tenía la cámara grande en el asiento, junto a su pierna, cubierta por un jersey. Le hizo gestos para que se la enseñara. Ignacio se la mostró. Y el Febril se agitó aún más. Hasta ese momento no nos habían quitado los teléfonos. No llamé a Vincent pero le mandé una mensaje en el que le decía que llegaríamos tarde porque nos habían parado los de Hezbolá. Me respondió con una noticia muy esperanzadora: nos mandaba a alguien del colegio para ayudarnos.

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Buscando un baño

Febril y Mayor habían conseguido encender la cámara pequeña y repasaban una y otra vez los planos. Estaba claro que en esas imágenes había algo que les inquietaba. En esos momentos solo podía pensar en una cosa: en la necesidad imperiosa que tenía de ir al baño. Había bebido en el desayuno, como tengo por costumbre, casi medio litro de agua. Y, con las prisas, no había visitado la toilet (es la palabra que se utiliza en el Líbano). Cuanto más acuciante se hacía la urgencia más trabajaba mi imaginación en encontrar una solución. Hacía cálculos de los minutos que me quedaban para poder continuar camino y llegar al colegio. Me veía a mí mismo entrando en una recepción que no conocía y pidiendo perdón por solicitar, antes incluso de saludar, un retrete en el que aliviarme. Pero seguíamos allí. El tiempo pasaba sin que nada se resolviese. Tenía que buscar una alternativa. Por fin me di cuenta de que  nuestra detención podía ir para largo. Puedes empeñarte en negar los hechos pero al final se te imponen de un modo inapelable. Podía pedirle a  Mayor que me dejara salir del coche para resolver el asunto allí mismo, en la calle, en un rincón. Pero eso hubiera sido un insulto a su dignidad, a la dignidad del barrio.

¿Dónde encontrar un baño, cómo llegar hasta él? A la derecha un obrero regaba el cemento con el que había arreglado la entrada de un viejo edificio que parecía abandonado. Podía pedirle a alguno de los tres milicianos que le preguntara al albañil si en el edificio había una toliet. Seguramente había una toliet. Pero caí en la cuenta de que los milicianos podían negarme el permiso a bajar del coche. Era un detenido, tenía unos derechos fundamentales que debían ser tutelados. Me hice cargo entonces de que ese discurso que me estaba haciendo era perfectamente inútil en la situación en la que me encontraba. Recordé entonces una frase que me había dicho un antiguo corresponsal de la BBC que nos ayudó en una grabación que hicimos en el norte de Iraq, cerca de Mosul, cuando Mosul todavía estaba controlado por el Daesh. Le dije que quería ir al baño y me respondió que era imposible. Me recetó una solución aparentemente sencilla: don’t think about it (no pienses en ello). Ni entonces ni en ese momento la fórmula sirvió para solucionar la cuestión. La realidad real, en este caso una necesidad fisiológica, es mucho más contundente siempre que la realidad pensada. Llame por gestos a Febril y por gestos le dije que hablase con el obrero para preguntarle si podían ayudarme. Febril consultó con Mayor. A esas alturas ya nos habían quitado los teléfonos móviles que habían guardado en una bolsita blanca de plástico. Después de las consultas, Mayor le respondió a Rony que me  dejaban salir pero que no intentara engañarles aprovechando la ocasión para hacer una llamada con un posible teléfono móvil que tuviese escondido. Me ofrecí a que me registraran y a usar el baño en su presencia. Mayor dio el visto bueno y Febril me acompañó hasta el primer piso donde encontré un retrete a mi disposición. Mantuve la puerta abierta y Febril se retiró unos pasos para dejarme cierta intimidad.

Y me acordé entonces del “síndrome de Estocolmo”. Recordé vagamente a aquella joven que cuando yo era niño había sido secuestrada y se había acabado identificado con la causa de los secuestradores. Días después puse nombre a ese hilo que había quedado en mi memoria: se trataba de Patricia Hearst. “Febril te ha dejado solo ante el retrete pero eso no significa que lo que esté haciendo esté bien. No te confundas”- me dije-. “Lo que ha hecho solo significa que no te ha obligado a que te hagas pis encima”.

Vuelta al coche. Vuelta a la espera. Rony me anunció que iba a rezar el rosario para pedir el auxilio divino. No suelo rezar para solicitar que la intervención del cielo cambie una determinada situación. Lo he hecho y lo he hecho de forma intensa cuando hemos tenido que afrontar una enfermedad grave en la familia, cuando yo mismo he estado enfermo o cuando un determinado mal me provoca un escándalo que me desborda. Pero suelo rezar de otro modo. No había nada extraño en lo que iba a hacer Rony. Yo mismo comencé a recitar mentalmente un Ave María pero la distracción, seguramente la tensión, me impidió completar la oración a pesar de su brevedad y sencillez.

Febril y Mayor seguían repasando el contenido de la cámara y haciendo llamadas. Apareció, por fin, un enviado del colegio. Era un joven con una gorra azul, con un tatuaje en el cuello y una barba bien cuidada. También el “del partido”, enseñó un carnet que lo acreditaba. “Ya está” -pensé-. “Esto se ha solucionado”. El recién llegado se llevó a Mayor del brazo y mantuvo una conversación a solas con él. Gesticulaba, razonaba. Mayor no se inmutaba. El enviado del colegio hizo después algo de tiempo sentado sobre su motocicleta y se marchó por donde había venido. Un simple miliciano, por muy amigo que fuera de los cristianos del barrio, no podía conseguir nuestra libertad. Los hechos, tozudos, se imponían a la composición mental que me había fabricado.

Febril se acercó a la ventanilla. Intentamos ablandarlo con la expresión mágica: “Real Madrid”. Como respuesta pronunció cinco palabras en inglés: “no like football, like army”. Y me señaló el cielo. El dron seguía ahí: zrtzrtzrtzrtzrztzrtzrztzrztzrztzrzt… Llamé por señas a Mayor, le explique en inglés que no éramos espías, que éramos periodistas. Y con un gesto que quería ser tranquilizador me respondió que era una cuestión de tiempo. Habían encontrado algo muy inquietante en la cámara. Nos preguntaron por qué la esquina de una calle estaba grabada dos veces. Le explicamos que nos habíamos equivocado y habíamos vuelto sobre nuestros pasos. La pregunta se repitió al menos una decena de veces. He repasado los planos que Ignacio grabó en los últimos minutos antes de que nos interceptaran. No los borraron. Se ve una calle en cuesta con una mezquita al fondo, una esquina con las fotos de varios mártires, tiendas, banderas y retratos de clérigos, el socavón dejado por la bomba… no me parece que haya nada especial.

En la primera comisaría

Más llamadas. Febril empezó a agitarse. En algún lugar recóndito se había tomado una decisión. Le dijeron a Rony que se pasara al asiento trasero y Febril se sentó delante del volante. Giró la llave de contacto de forma violenta. Nos llevaban a algún lado. Mayor dio una orden a Febril que puso de nuevo a Rony al volante, me indicó que me cambiara al asiento de detrás. Febril guio a Rony hasta la cancela de un edificio de apartamentos. Había algunos hombres en la puerta. La abrieron, aparcamos e hicieron bajar del coche a Rony. Mayor se lo llevó aparte. Por los gestos de mi amigo me di cuenta de que algo había cambiado, la conversación era mucho más tensa que las anteriores. Pensé, no sé por qué, que era el momento de defender a Rony. Llamé por gestos a Mayor y le dije en inglés que Rony no tenía culpa de nada, que toda la responsabilidad era mía.

Rony volvió al coche y vi que sus ojos estaban humedecidos. “¿Qué pasa Rony?” – le pregunté-. Me pidió perdón por haberse dejado llevar por la emoción y me explicó que le habían dicho que quedaba libre, que podía irse a casa, pero que nosotros dos seguíamos detenidos. No lo había aceptado. Me emocioné yo también por la lealtad, por la amistad y por la valentía de un hombre que estaba enfermo. Pero solo dije tres palabras: “gracias, Rony, gracias”. “No hay que darlas, no podía hacer otra cosa, no os podía dejar solos” -me respondió-. Si, claro que podía haber hecho otra cosa. Ya habíamos tenido un enlace local en China que salió corriendo cuando comprobó que nos seguían.

Subimos por unas escaleras estrechas hasta la primera planta del edificio de apartamentos. Se llevaron las cámaras y todo el material y nos indicaron que esperáramos sentados en una especie de recepción en el que había una televisión encendida y un miliciano detrás de un pequeño mostrador. Volví a pedir ir al baño y esta vez no me acompañó nadie. El baño era el de una casa normal. No estaba especialmente sucio y en el plato de ducha se amontonaban botes con productos de limpieza y latas de pintura. Recepcionista intercambió algunas palabras con Rony y empezamos a hablar de las excelencias de las playas españolas. Recepcionista tenía alguna idea de cómo era nuestro país y recordaba el nombre de alguna ciudad. Pero en un momento determinado debió pensar que estaba siendo demasiado condescendiente. Pensé en Recepcionista como “otra cosa estúpida que me estaba haciendo perder un tiempo precioso”. Empezó a preguntarle a Rony por su origen y por su opinión sobre las imágenes que transmitía la televisión. La pérdida de fuerza de Hezbolá había impedido que siguiera boicoteando, como había hecho en los dos últimos años, la elección de un presidente para el país. Una vez nombrado como presidente Joseph Aoun, este a su vez había designado a Nawaf Salam, ex presidente de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) de la ONU, como primer ministro. Esa mañana estaban teniendo lugar las primeras reuniones de Salam con los grupos parlamentarios. Salam había contado con el apoyo de los partidos  cristianos, drusos y destacados diputados musulmanes suníes. Hezbolá no le había dado su apoyo. Se estaba materializando la derrota política del partido/milicia. Rony respondió al recepcionista con evasivas.

Le pregunté a Rony de qué hablaban, me lo explicó en italiano, se lo expliqué en español a Ignacio. Recepcionista se debió sentir incómodo con tanto lío de idiomas y nos ordenó estar en silencio. A los pocos minutos nos conminó a que nos sentáramos sin cruzar las piernas. No era fácil obedecerle porque los divanes en los que estábamos casi tumbados invitaban a la relajación. En varias ocasiones, sin darnos cuenta, volvimos a cruzarlas.

Pensé entonces que lo que había sucedido le hacía percibir a Recepcionista que la vida tenía sentido, merecía la pena ser vivida. Imaginé a Recepcionista volviendo a casa, haciéndose pequeño ante las recriminaciones de su mujer, sintiendo la humedad y el frío de unas habitaciones mal iluminadas, sufriendo la humillación del casero al que le debía dinero, o la del jefe que lo despreciaba. ¿Qué le permitía no mirarse a sí mismo como un escarabajo con las patas hacía arriba? Podía pensar en sí mismo como “alguien importante”:  él era Recepcionista, una persona con poder, una persona que podía mandar callar a dos extranjeros u obligarles a descruzar las piernas. Quizás para Recepcionista eso era un motivo suficiente, la migaja de poder que le habían otorgado era bastante para justificar ante sí mismo su existencia. Pensé que no había que extrañarse, era una dinámica habitual en lugares donde no hay comisarías de Hezbolá.

Recepcionista se dirigió a mí. Rony tradujo. Me preguntó si sabía de quién era la gran fotografía que tenía a mis espaldas. Le dije que sí, que era de Nasrala. Me señaló la que tenía enfrente, la de otro clérigo. Y le contesté que no lo conocía.
Israel había ejecutado a Nasrala hacía casi cuatro meses. Pero Recepcionista quizás pensó que si un español como yo sabía su nombre, en cierto modo, seguía vivo. Y si su líder era inmortal, él participaba en alguna medida de esa gloria, o al menos pertenecía a una organización importante con un líder mundialmente reconocido. ¿Qué había sentido y pensado Recepcionista cuando Nasrala había hecho sus intervenciones incendiarias contra Israel, cuando había proclamado que su plan, como creyente, era establecer un Estado Islámico, cuando había asegurado que no convenía darles a los palestinos asentamiento definitivo en el Líbano (Hezbolá no tiene ninguna simpatía por la causa palestina que es una causa sunní)? ¿Qué había sentido? Recepcionista seguramente había pensado muchas veces que Nasrala estaba a punto de instaurar un paraíso en la tierra, que iba a devolverle a los creyentes la dignidad que les habían arrebatado Occidente, que  era un honor luchar junto a un hombre apasionado pero a la vez práctico e inteligente en defensa de un país invadido por el extranjero, en defensa de una tierra que el cielo había otorgado a sus padres.

Recepcionista seguro que había cantado con gusto la canción de Julia Boutros, titulada  «Ahebba’i». Es una canción inspirada en las palabras que el clérigo había dedicado a los combatientes del partido en el sur del Líbano. “Mis queridos, mis queridos, he leído vuestra carta, que rebosaba orgullo y fe. Porque, como decís, sois los hombres de Dios en el campo” -dice  la letra-. Con toda probabilidad, Recepcionista se había sentido uno de esos amados hombres de Dios en el campo, rebosantes de orgullo y de fe. Y eso le hacía soportable la muerte de los seres queridos, la humillación de los poderosos, el rechazo de las mujeres, la pobreza y muchas cosas más. La lucha política para Recepcionista seguramente era algo mucho más real y concreto que Alá el Clemente, el Santísimo, el Misericordioso y el Guardián. El Recepcionista seguramente no había hecho un ejercicio de sinceridad como el que escuché de boca de una joven después de una fiesta de una formación radical vasca en la que se celebraba que el paraíso terrenal estaba más cerca. “Yo cuando se acaban estos saraos siempre me quedo muy triste”- me dijo-.

Recepcionista me inquirió. Quería saber si había estado en Israel o en Palestina. Mi primer pensamiento fue, al escuchar la pregunta traducida, responder que sí, que había estado tres veces. Hacía doce años en una peregrinación familiar, una segunda vez para grabar un documental y la tercera, hacía un año, para emitir varios programas en directo para la radio con motivo de las primeras Navidades en guerra. Uno de esos programas lo llevamos a cabo paseando por las calles de la Ciudad Vieja de Jerusalén. Estaba a punto de contestar cuando escuche que la traducción de Rony se prolongaba y añadía: “tú no has estado en ese lugar nunca”. “No, no he estado” -respondí-. La pregunta se repitió insistentemente en las horas siguientes y la mentira fue cada vez más rotunda.

Escuchamos ruido en la puerta. Tres jóvenes se presentaron ante nosotros con la cámara y el equipo. Nos dijeron que nos marchábamos. Rony les preguntó quiénes eran. Hezbolá nos había entregado al Servicio General de Seguridad que, junto al Ejército y al Servicio de Aduanas, integra el Sistema de Seguridad de la república creado por la Ley de Defensa Nacional de 1984. Los muchachos del Servicio de Seguridad estaban afeitados, vestían ropa informal y no tenían cara de buenos amigos. Pero eran nuestros libertadores. Pasábamos de estar en manos de un partido/milicia/ejército, considerado como grupo terrorista, a estar en manos de los funcionarios de uno de los Estado más débiles pero en principio más respetables de todo Oriente Próximo.

Nos subieron a un coche sin identificación alguna y pronto nos vimos inmersos en uno de los clásicos atascos de Beirut. Habíamos llegado a una gran avenida que no tenía nada que ver con las calles de Dahieh. Habíamos vuelto a la civilización y nos dirigíamos a una de las oficinas del Servicio de Seguridad cercanas al Museo Nacional, a la Embajada Francesa, a varias organizaciones internacionales y a varias universidades. La pesadilla se había acabado. Cuando nos devolvieran los pasaportes y las cámaras llamaría a la embajada española para informar de lo sucedido. Pasamos un control de personas uniformadas, subimos hasta una primera planta.

En la segunda comisaría

Los muchachos que nos habían “rescatado en Dahieh” nos dejaron en mano de dos agentes de paisano que estaban sentados ante una mesa muy pequeña en medio de un pasillo. Las órdenes fueron, de nuevo,  contundentes. Teníamos que quitarnos los cordones de los zapatos, el cinturón, el reloj, vaciarnos los bolsillos y las carteras, depositarlo todo encima de la mesita y esperar instrucciones. Rony llevaba una bolsa de mano de la que empezaron a sacar mucho dinero en euros, en dólares y en libras libaneses. Los billetes estaban organizados en fajos con tamaños muy variados. Pensé que eran todos sus ahorros y que los llevaba encima porque no se fiaba de los bancos ni quería dejarlos en su casa mientras estaba con nosotros. Luego me explicó que cada paquete tenía un destino preciso: gastos domésticos, estudios de uno de sus hijos, etc. Los agentes, también jóvenes, contaban el dinero con habilidad de banqueros. Anotaron la cantidad, le devolvieron los billetes y se quedaron con la bolsa.

Llegó mi turno. Llevaba encima más de 2.000 dólares para los gastos de producción. Conté el dinero al mismo tiempo que lo contaban ellos. Me lo devolvieron. Luego me vaciaron la cartera y me preguntaron para qué servía cada una de las tarjetas. Se detuvieron especialmente en una blanca que no tiene ninguna identificación y que sirve para abrir el garaje de la sede de la emisora. No les convenció mucho la explicación que les di. Me devolvieron el dinero y las tarjetas. Lo mismo hicieron con Ignacio y tardaron en creerse que llevara encima solo quince euros. Redactaron tres informes en árabe con el inventario de nuestras pertenencias y nos señalaron dónde teníamos que firmar. Antes de hacerlo escribí: “firmo este papel sin saber lo que firmo y no expreso consentimiento alguno”. Era inútil en ese momento hacer una reserva de conciencia para luego reclamar que aquel acto había sido nulo de pleno derecho, pero me sentí aliviado. Los agentes creyeron que esas líneas eran adornos a la firma y me conminaron a que fuera más escueto.

No había ni rastro de nuestros móviles. Los funcionarios manosearon nuestros pasaportes. No los recuperamos. Pedí hacer una llamada. Estaba claro que si aquello era una liberación era una liberación muy rara y quería hablar con la embajada. En realidad no podía hablar con nadie porque se habían quedado con mi mochila y con mis papeles. De memoria solo recordaba el teléfono fijo de mi casa donde no habría nadie. Me dijeron que no podía llamar. Intercedí por Rony. Uno de los agentes tenía algunas nociones de inglés. Le expliqué que estaba enfermo y que su mujer debía sufrir lo indecible porque no había contacto con él en todo el día. Rony me había explicado que intercambiaba con su mujer mensajes y notas de voz cada poco tiempo para tranquilizarla mientras trabajaba con nosotros. Tampoco a Rony le estaba permitido hablar con su casa.

La operación de registro e inventario se dilató. Me miré la muñeca en un acto reflejo y allí no había ya nada que me dijera cuanto tiempo había pasado. La luz del pasillo era blanca, fría. Entraban y salían agentes de paisano, vestidos de modo muy parecido en su condición de “policías secretos”: zapatillas deportivas, pantalones ajustados, jerséis o camisetas ceñidas que ponían en evidencia las horas pasadas en el gimnasio.

Entraban y salían agentes de paisano y personas esposadas. Me demoré quitando los cordones a las zapatillas que llevaba puestas. Nunca me había pasado algo así. ¿Por qué lo hacían? Si buscaban humillarnos, hacernos ver que éramos presuntos delincuentes (no sabía si la palabra “presunto” tenía sentido donde estábamos) peligrosos, que allí no se podía reclamar nada, lo habían conseguido. En un primer momento pensé que lo de los cordones y el cinturón era una medida puramente psicológica. Pero al volver a ir al baño -este sucio, sucio de verdad- me di cuenta de que era difícil correr o caminar rápido mientras se te caen los pantalones e intentas que no se te escape el calzado. Humillación, esa era la palabra. Se trataba de hacernos ver que no merecíamos su respeto, o que no merecíamos ser tratados como los miles de europeos y de estadounidenses que en ese momento visitaban Beirut, que se nos dispensaba el mismo trato  que a los que cruzaban delante de nuestra narices esposados. Pensé que el desafío era grande. No podía reclamar  los derechos que hubiera podido invocar en una comisaría española. Pero había que luchar para que esa humillación quedase lo más lejos posible del corazón, para tomármela  como una especie de juego o, al menos, no intentar darle la importancia que ellos querían darle. No quería  mostrarme airado ni suplicante. El propósito era claro, el desgaste de las siguientes horas lo hizo fracasar. Me dirigí a uno de los pocos agentes que hablaban inglés y le dije que no habíamos hecho nada malo, que solo éramos periodistas. Me contestó que no me preocupara, teníamos que esperar un poco más y podríamos marcharnos.

Uno de los agentes apareció con dos sillas y nos indicó que le siguiéramos. En el despacho había una tercera silla. Rony nos explicó que era el comisario que nos habían asignado. Nos tranquilizó: en un par de horas todo quedaría resuelto. Nos sentamos frente a su escritorio. La ventana que tenía a sus espaldas, de aluminio, estaba rota, no cerraba bien. A través de ella se veían dos edificios bajo la luz de una (¿mañana?, ¿ tarde?) radiante. El comisario escribía en un viejo portátil. Hacia varias preguntas y se detenía. Salía y volvía a entrar. Nuestros pasaportes parecían pájaros muertos sobre la mesa. Los manoseaba y los volvía a dejar donde estaban. Entraba otro comisario y hacía lo mismo. El interrogatorio a Romy se prolongaba. Le preguntaba por sus padres, por sus hijos, por sus abuelos, por sus hermanos, por sus tíos. Ignacio me comentó que tenía hambre. Yo no había pensado en ello. Pero cuando lo dijo, me di cuenta de que sufría un ligero dolor de cabeza. Rony debía comer con frecuencia y sano por su tratamiento. Desde la mañana no habíamos provocado bocado ni bebido un trago de agua. En el país de la hospitalidad nadie nos había ofrecido un café. El comisario volvió a salir. Se dejó el móvil sobre la mesa. Le pregunté a Ignacio que mirase el reflejo del sol en los edificios que teníamos enfrente y que me dijese qué hora era. “Son las tres y media” -me respondió-. Me levanté le di un pequeño golpe a la pantalla del teléfono del comisario: 15.35.

Todavía en ese momento pensaba que, con suerte, llegaríamos a las entrevistas que teníamos programadas para esa tarde. Ya no estábamos detenidos por Hezbolá. El interrogatorio continuó. Rony no se traducía a sí mismo. No sabíamos de qué hablaban. Le pregunté al comisario si no hacían una pausa para comer. Y me respondió con una sonrisa: “¿tienes hambre?”. “No lo digo por mí, lo digo porque no os he visto parar para el almuerzo” -respondí-.

El comisario en algunos momentos hacía bromas que Rony y yo le seguíamos. Daba a entender que todo era un problema de burocracia, que tan pronto como redactara un informe y el juez se levantara de la siesta nos podríamos marchar. El juez se levantaba de la siesta a las cinco.

Interrogado

Supimos que eran las cinco porque era la hora en la que se ponía el sol. La luz parecía tener prisa por marcharse… Me llegó el turno. Me preguntó los nombres de todos los miembros de mi familia. Aquello era un calvario porque se los tenía que escribir uno a uno en un papel y le costaba mucho esfuerzo copiarlos. Quería saber a qué se dedicaba cada uno. Con la ayuda de Rony iba simplificando las respuestas. Luego me preguntó qué había estudiado, en qué empresas había trabajado, qué libros había escrito. Y, de pronto, me sorprendí como un estúpido relatando con un cierto orgullo mi currículo. Cuando me di cuenta me invadió una gran vergüenza, estaba dando una respuesta completa y detallada  sobre mis estudios y mi vida profesional ante un comisario que había faltado a alguno de mis derechos fundamentales solo porque podía hablar de mí mismo. Avergonzado, reduje las respuestas a una o dos palabras: “varios”, “pocos”, “muchos”, “no me acuerdo”. Sin darme cuenta había pensado durante horas que el joven que tenía delante de mí estaba de mi parte.

“¿Pero por qué hacían eso con nosotros?”. El Estado libanés ha estado debilitado por Hezbolá durante años, durante décadas. Ahora podían dejarnos en la calle pronto para demostrarle a Hezbolá que el Servicio de Seguridad era el que mandaba, que ellos decidían quién era o no era un espía. Y entonces me acordé de una conversación que había tenido con Rony el lunes. Le había preguntado por qué el ejército del Líbano no había sido más contundente con Hezbolá durante la guerra. Y me había respondido que no era fácil determinar dónde acababa el ejército y donde empezaba Hezbolá. En teoría los límites eran precisos. Pero había habido casos en los que un oficial había dado una orden para hacer frente a la milicia y uno de sus hombres le había disparado por la espalda.

Pincha aquí para ver el vídeo

La última pregunta del comisario ya la había oído antes: “¿has estado en Palestina o Israel?”. “No”. El interrogatorio a Ignacio fue más sucinto. El comisario seguía escribiendo, hacía llamadas, salía y volvía a entrar en el despacho. Y nosotros habíamos perdido ya la compostura. Ignacio y yo nos habíamos echado sobre la mesa. Intentaba dibujar en el papel en el que había escrito (mal) el nombre de mis hermanos. Pero en realidad no he dibujado nunca y solo sé pintar una margarita, una casa y un coche que parecen haber sido diseñados por un niño de cuatro años. Mi nieta mayor lo hace mejor que yo. Así que intenté escribir algunas frases describiendo con metáforas la luz de Beirut.

Seguíamos sin beber nada. En el despacho había una botella con agua de la que me serví en un vaso de papel que compartimos Ignacio y yo. Rony ni se mojó los labios. El comisario trajo impreso el informe y requirió nuestras firmas. Volví a añadir la cláusula de estar sometido a coerción. Ahora solo había que esperar la autorización del juez. La comisaría se había vaciado, también nosotros empezamos a salir y a entrar del despacho. Por la mañana habíamos visto dos cuartos pequeños llenos de hombres esposados y tumbados sobre colchonetas negras. Las colchonetas seguían allí pero ya no quedaba nadie. Entonces me di cuenta de que, en la mitad del pasillo, había una especie de celda de seguridad con una puerta blindada. Estaba abierta, el suelo cubierto con colchón con mantas. Volví la cabeza y vi a su ocupante. Volvía del baño con las manos esposadas y con una capucha negra en la cabeza que el agente que le acompañaba le quitó cuando lo volvió a encerrar.

El comisario nos comunicó la decisión del juez: podíamos marcharnos sin pasaportes, sin las cámaras, sin los teléfonos, sin mi mochila donde estaban mis notas. Nos devolvían los relojes. Le dije al comisario que él sabía que no habíamos hecho nada malo y que necesitábamos el material para seguir grabando. Me respondió que había que revisar todo para certificar nuestra inocencia. El Servicio de Seguridad, concluí, había aceptado la hipótesis de Hezbolá, o simulaba aceptarla: podíamos ser espías. Le repetí que necesitaba seguir trabajando y me respondió con un mal gesto que me comprara un móvil para seguir grabando. “¿O sea que puedo seguir grabando?”. “Sí, no está prohibido que grabes” -me respondió-.

El comisario se marchó y nos dejó con una especie de becario que lucía un tupé teñido de rubio. Había que seguir esperando ahora a que nos trajeran el coche. Fue otra hora larga. El becario nos entregó unos papeles verdes que sustituían a nuestra documentación y nos acompañó hasta el parking. En el cielo estallaron luces que parecían fuegos artificiales. Era fuego real, disparos que celebraban desde los campos de refugiados palestinos el alto el fuego en Gaza. Sonreí ante la ironía del momento. El ansiado alto el fuego en Gaza me había sorprendido a solo 300 kilómetros de la Franja, en manos de uno de los enemigos no reconocidos de los palestinos: Hezbolá.

Cenamos como príncipes en la casa de la suegra de Rony. Quise hacer la primera llamada con el teléfono de su mujer pero me di cuenta de que no me sabía de memoria ningún teléfono salvo el fijo de mi casa que no cogemos casi nunca. Le pregunté a Rony y a Ignacio si estaban dispuestos a seguir trabajando. Y no dudaron un minuto. Esa misma noche le alquilamos al cuñado de Rony, que es fotógrafo profesional, una cámara no tan buena como la de Ignacio pero mejor que la que habíamos usado en otras ocasiones. Al volver al hotel mandé un correo a la embajada y, al día siguiente, viajamos al Valle de la Bekaá donde pasamos un par de días. Entramos en Baalbek, una ciudad controlada por Hezbolá, pero esta vez no sacamos la cámara hasta que no estuvimos en un colegio cristiano que también había servido de refugio para los chiitas. Viajamos al sur, cerca de la frontera, a Tiro, ciudad controlada en gran medida por Hezbolá y Amal, pero tampoco sacamos la cámara hasta que no estuvimos en el delicioso barrio de los pescadores cristianos.

Nos llamaron del Servicio de Seguridad y nos citaron para recoger todo el siguiente lunes. Nuestro avión salía el martes. Esos días, cada dos o tres horas hablábamos entre nosotros de qué podía suceder cuando volviéramos a la comisaría. Todo indicaba que no habría problemas. Pero la incertidumbre permanecía. Ignacio dormía mal y yo alguna noche, a las tres de la mañana, bajé a una tienda de alimentación que había cerca del hotel para comprar un par de bolsas de frutos secos y una botella de agua mineral. Es la medicina que suelo utilizar en otras ocasiones para combatir el insomnio leve.

Había comprado un teléfono tonto con una tarjeta libanesa para seguir haciendo llamadas. Y el lunes, a las 9 de la mañana, a la hora a la que llegamos al Servicio de Seguridad, lo llevaba escondido en un calcetín. Había avisado a la embajada de a qué hora estábamos citados pero quería garantizarme que si la cosa volvía a complicarse iba a poder llamar. En el control nos pidieron que entregáramos lo que llevábamos encima y Rony me dio a entender que debía darles el telefonito. Me lo saqué del calcetín y se lo entregué. Al volver a cruzar la puerta de la segunda planta, al sentir en la cara aquella luz blanca se me revolvió el estómago. El agente sentado  detrás de la mesita nos acompañó hasta una sala que había junto a la celda de seguridad. Las paredes sucias, el suelo pegajoso por la mancha de un líquido que ya se había secado. No quería entrar allí. Volvía a pasar el tiempo sin que nada sucediera. La pesadilla comenzaba de nuevo.

Hablé con el agente de la puerta  para recordarle que estábamos esperando y me dijo que el comisario no había llegado. A la media hora vi entrar a “nuestro comisario” en su despacho. Volví a hablar con el chico de la puerta para que le dijera que estábamos allí. Me respondió que me llamarían en cinco minutos. Entablé conversación con un chico que estaba esposado en la sala de espera. Hablaba inglés. Llevaba allí tres días. Le pregunte sí le habían dado de comer. Me dijo que sí. Me dirigí también a otro joven que resulto ser el fixer de un periodista de The Guardian. Habían conseguido hacer un reportaje en Dahieh con un permiso que les había dado Hezbolá. Desde entonces le llamaban a menudo a la comisaria y se pasaba allí la mañana. Volví a recordarle al agente de la puerta que no nos habían llamado.

Me volví a sentar en los bancos de la sala de espera. Me acordé de Jesús. Pensé en su pasión, llevado -como dice Milosz- “de pretorio en pretorio”, de manos de un poder a manos de otro poder: el Sanedrín, Herodes, Pilato. Detenido, escarnecido, torturado, asesinado… Más libre que nunca. Cuanto más era la humillación más brillaba su libertad, más grande era su Gloria. Él dependía solo del Padre. Y me salió de las tripas una frase de admiración, de adoración, no de piedad, sino de sorpresa humana: “Tú eras libre, Tú eres libre”.

Nos llamó el comisario. No hubo bromas. Volvió a interrogarme. Habían encontrado muchos teléfonos de Israel y de Palestina en la agenda de mi móvil. Empezó a darme los nombres de los contactos y a preguntarme quiénes eran. De unos me acordaba, de otros no. Rony traducía. “Si habéis revisado mi agenda habéis visto que tengo teléfonos de gente de todo el mundo. En mis programas entrevisto a mucha gente” -le dije-. Volvió la pregunta: “¿Has estado alguna vez en Israel o en Palestina?”. Volví a mentir. Era absurdo. Si hubieran metido  mi nombre en cualquier buscador de internet hubieran encontrado un documental grabado en Jerusalén, en Galilea, en Cisjordania, en Gaza. Podían ver los videos que había grabado un año antes.

Nos anunció que nos iban a devolver el material. Intento justificarse: “ahora sabemos que sois periodistas de verdad y no espías de Israel. Teníamos que asegurarnos, somos un país en guerra”. “Nos habéis tratado mal y desde el principio estaba claro que no éramos espías”- le contesté-. “Cuando vosotros detenéis a un árabe en vuestro país hacéis lo mismo que hemos hecho nosotros” -replicó-.

Se levantó para despedirse. Le estrecho la mano a Rony. Extendí la mía y cogí la suya. La apreté. Quería dejarle claro que era un hombre libre, que deseaba ser un hombre totalmente libre y que los hombres libres no guardan rencor. Son también libres del mal que han sufrido.

 

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