Doce días con el papa Francisco

Mundo · José Luis Restán
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25 marzo 2013
"Necesitábamos una visión de más allá de Europa", confiesa el cardenal canadiense Marc Ouellet a la revista Maclean's. Según su propia perspectiva Francisco es un pastor que llega de América del Sur; muy cercano a su pueblo, como si fuese un párroco. Un hombre de gran sencillez y radicalidad evangélica, con mucha experiencia y también con capacidad de reforma.

Quien habla es el hombre que fue llamado por Benedicto XVI a la cabina de mando de la Congregación para los obispos, un estupendo conocedor de la situación eclesial en los cinco continentes, pero también de la Curia romana. Por otra parte Ouellet, francófono y de formación muy europea, conoce a las mil maravillas el catolicismo latinoamericano, y lo que es mejor, aprendió a amarlo sobre el terreno, durante diez años como misionero en Colombia. Fino teólogo de la misma escuela que Ratzinger, su entusiasmo por el Papa Francisco descalifica la hipótesis de la ruptura aventada con cierto éxito por determinados medios, dentro y fuera de la Iglesia. Para Marc Ouellet Benedicto XVI es sencillamente "un gran Doctor de la Iglesia" y su impresionante herencia alimentará a la Iglesia durante mucho tiempo.  

Apenas llevamos doce días de pontificado y Francisco no ha pretendido (como tampoco lo pretendió Benedicto) dibujar un mapa detallado de gobierno. Ha sorprendido por una serie de gestos que reflejan más su personalidad que un programa de gobierno. Bergoglio fue siempre un hombre de marcada austeridad, un asceta en la secuela de Ignacio de Loyola. Un obispo al que le gustaba pisar la calle, que disfrutaba entre la gente-gente; con un verbo rápido y rico de sugerencias, a veces como un látigo, otras como una brisa. Siempre fue más un misionero que un intelectual, un hombre que antes de teorizar la nueva evangelización (como hacen tantos pastoralistas) la vive cara a cara desde hace años empujando a sus curas a salir a los cruces de los caminos, a crear nuevas formas de presencia. Esto lo dijo ya a los cardenales en su primer discurso tras la elección: "el Espíritu Santo da a la Iglesia el valor de perseverar y también de buscar nuevos métodos de evangelización, para llevar el Evangelio hasta los extremos confines de la tierra; la verdad cristiana es atrayente y persuasiva porque responde a la necesidad profunda de la existencia humana, al anunciar de manera convincente que Cristo es el único Salvador de todo el hombre y de todos los hombres. Este anuncio sigue siendo válido hoy, como lo fue en los comienzos del cristianismo, cuando se produjo la primera gran expansión misionera del Evangelio".

En estos pocos días Francisco ha dejado ver, eso sí, el principio y fundamento de su pontificado: caminar a la luz de Dios para llevar una vida irreprochable, edificar la Iglesia sobre la sangre de Cristo, confesar su Nombre sin renegar de la cruz. Porque de lo contrario las posibles operaciones de reforma serán cosa de manicura, buscarán el aplauso de las tribunas pero convertirían a la Iglesia en una "ONG piadosa" (Bergoglio también sabía ser mordaz). Y sabemos que lo que más abomina es lo que llama, en frase tomada de Henri de Lubac, "la mundanidad espiritual". Es cierto que en estos doce días Francisco ha prodigado también la predicación de la misericordia, de la bondad y la ternura de un Dios que nunca se cansa de perdonar. Quizás este entretejido de severidad  y dulzura sea uno de los signos de identidad de su pontificado.

También era importante escuchar sus primeros mensajes hacia el exterior de la Iglesia. Y precisamente ahí encontramos sendos juicios de fondo sobre su ministerio petrino.  La denuncia de la visión según la cual el hombre se reduce a aquello que produce y a aquello que consume como una de las insidias más peligrosas para nuestro tiempo; y de la dictadura del relativismo que deja a cada uno como medida de sí mismo y pone en peligro la convivencia porque no puede haber verdadera paz sin verdad. Asuntos en los que también se hace evidente la continuidad de fondo con su predecesor.

Se espera con atención la forma en que Francisco va a concretar el ejercicio de su ministerio de Sucesor de Pedro. Algunos signos (por ejemplo su insistencia en denominarse obispo de Roma) indican el deseo de proseguir y profundizar la senda señalada por Juan Pablo II en la encíclica Ut Unum Sint, en el sentido de encontrar un ejercicio del Primado que sin reducir su exigencia teológica pueda ser mejor entendido y aceptado por las Iglesias de Oriente y las comunidades de la Reforma. Sin olvidar que Benedicto XVI, a lo largo de sus ocho años y sobre todo con su última decisión, ha producido un movimiento en esa dirección cuya magnitud aún no podemos evaluar totalmente.  

Después de una semana de construcciones y contraposiciones virtuales de los medios, y de un entusiasmo a veces contaminado por la frivolidad, la imagen de dos hermanos que han sido sucesivamente llamados a calzar las sandalias del pescador ha quedado para la historia de una Iglesia que sigue caminando entre las persecuciones del mundo y las consolaciones de Dios. Es una imagen que transmite de golpe la certeza serena y pacífica que debería embargar a todo el pueblo de Dios. No sabemos lo que Benedicto y Francisco han hablado. Pero hemos visto su abrazo y su mirada común al que conduce la barca de la Iglesia. Aunque lo hace a través de hombres que elige, "porque así lo ha querido".      

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