Después del #jesuisCharlie, ¿qué hacemos con los musulmanes?

Mundo · Maria Laura Conte
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20 enero 2015
Tras la indignación viral y global que ha llevado a la calle a millones de personas para expresar su identificación con las víctimas de París, ¿qué nos queda? La urgencia de dar un paso necesario y comprender el islam y la provocación radical que representa para Occidente.

Claro, impactante, clamoroso. Así debe ser para el terrorista yihadista el mensaje vinculado a su acción. No tiene tiempo que perder, debe obtener el efecto más espectacular posible y alcanzar cuantos más objetivos mejor: golpear al enemigo, obtener la victoria y glorificar a Dios. Apunta al paraíso, a la recompensa que premiará su valor.

Los daños colaterales, las víctimas inocentes que deja en el camino no constituyen un problema, pues sobre todo vence la intención de la acción del yihadista: afirmar la verdad de Dios eliminando a los incrédulos. En este designio, la cuestión “comunicativa” es central para los terroristas del islam radical global. Así lo demuestran sus periódicos digitales, sus páginas web, los video-comunicados que propagan, su habilidad en el uso de las redes sociales, lugares ideales para el reclutamiento de nuevos militantes. Tal vez, dentro de esta “sensibilidad mediática”, se puede leer también la elección del objetivo del pasado 7 de enero, un objetivo capaz de suscitar una reacción global como la que han registrado en los grandes periódicos occidentales: irrumpir en la redacción de un semanario, en el momento de la reunión de redacción, cuando todos están presentes, y causar una masacre. Asesinar a las firmas de un periódico conocido (y además amenazado) por su sátira corrosiva, controvertida y polémica en Francia, pero también defendido como símbolo de la libertad de expresión, orgullo de la “laicité” francesa.

Que era un objetivo óptimo lo confirmó la manifestación oceánica del domingo siguiente por los bulevares parisinos: sus dimensiones y su transversalidad, la presencia de decenas de jefes de estado, incluidos los de algunos países donde los periodistas disidentes se pudren en la cárcel, ha marcado un hito en la historia de Europa, un punto de inflexión de manual. Millones de personas de toda clase social y procedencia cultural y religiosa unidas para decir “yo soy Charlie”. El hashtag #jesuisCharlie es la quintaesencia del deseo universal de estar juntos para alzar la voz y gritar al unísono “yo también soy uno de los que han muerto asesinados”. Un eslogan perfecto, que remite a la identificación colectiva con las víctimas de un atentado bárbaro, a las que alguno quisiera elevar ahora a la categoría de héroes de la patria en el panteón parisino.

Pero hay algo más: una reacción así, además de nuestros estándares, confirma también que atacar a esa revista (hasta poco antes de la tragedia uno de los más odiados por varios ámbitos de la sociedad francesa) ha sido más escandaloso e inaceptable para la mayoría de los medios europeos que el mismísimo ataque a las torres gemelas o la destrucción de 16 pueblos nigerianos donde mataron a 2.000 personas de las que seguramente nunca sabremos su nombre. El 11-S africano no ha merecido ni una línea en nuestros grandes medios.

Entonces, ¿será cierto que los periodistas se han convertido para Occidente en algo intocable, en templos sagrados de la religión civil, la libertad de expresión, fundamento de nuestras democracias? Los hermanos Kouachi han dado verdaderamente un golpe maestro “en el camino de Dios”, como prevén los martirologios yihadistas. Osama Bin Laden declaró en diciembre de 2001, a propósito de los ataques a Nueva York y Washington: “Aquellos jóvenes hablaron con los hechos, que oscurecían cualquier otro discurso pronunciado en cualquier otra parte del mundo. Discursos de árabes y no árabes… Hablaron más allá de todos los medios (…) este acontecimiento hace reflexionar (…) es algo que ha servido enormemente al islam”.

“Más allá de todos los medios”. El ataque de París tampoco necesitó mediaciones ni traducciones para indignar al globo de una forma viral. Pero al mismo tiempo también ha inyectado en el cuerpo occidental una nueva inquietud, una pregunta radical: ¿cuáles serían estos valores de Occidente, hoy más amenazado que nunca? De estos valores se habla con gran fervor estos días, cayendo a veces en una retórica entre fascinante y aburrida: ¿en qué pensamos cuando los nombramos? Resuenan y llenan las plazas, ¿pero en qué consisten? ¿Qué esencia y límites podemos reconocer, por ejemplo, en la tan evocada libertad de expresión? ¿Tiene una dimensión solo personal o también social? La sátira es una “trinchera de humanidad”, una inteligencia de la realidad heredada por los grandes autores clásicos griegos y latinos, ¿pero quién establece hoy el límite, en una sociedad plural, entre sátira, polarización e instigación al odio? El kalashnikov no, ni el terror, eso es seguro. Pero en esa trinchera se advierte la urgencia de una lealtad por parte de los europeos hacia su propia tradición y su propio presente. De París puede renacer una reflexión sobre la consistencia de la libertad de expresión, sobre las raíces del terrorismo y sobre su relación con eso que el Papa Francisco ha llamado “tercera guerra mundial”. Pero sobre todo sobre el islam. El islam tiene muchas caras, repiten todos. Pero eso no puede convertirse en pretexto para no conocer ninguna de ellas. Igual de manidas son las reducciones contrapuestas: la identificación del islam con las manifestaciones violentas, por una parte; y la reducción de quien sostiene que el islam es paz y que los ataques yihadistas (del Isis a Boko y otros) no tienen nada que ver con el islam. Quien haya estudiado las fuentes de la yihad desde sus orígenes hasta hoy, como David Cook, puede documentar la existencia de apoyos textuales evidentes que ofrecen justificación, cuando no praxis, al menos al principio de la acción violenta.

La indignación y el grito “no en mi nombre” pueden ofrecer una inmediata satisfacción colectiva, pero no sacian. Mientras nos introducen en la hora de la lealtad, del despertar de nuestro yo, que ya no puede aceptar la agenda dictada por los medios ni contentarse con explicaciones fáciles: ¿qué dice de mí y a mí el musulmán que ha entrado en mi historia, sacudiendo mi identidad y mis valores de referencia? ¿Qué me dice la presencia de este vecino y qué paso hay que dar? Responder puede ser un trabajo interesante para hacer juntos. Como cuando uno se manifiesta en una plaza pero decide ir más allá de un eslogan.

Oasis

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