Decálogo provisional para un tiempo nuevo

Editorial · Fernando de Haro
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3 enero 2015
1. Nuevo sin concesiones. Entrevista en la radio. El nuevo obispo de Madrid, Carlos Osoro, habla sobre la celebración de la fiesta de la Sagrada Familia. El periodista pregunta: ´Don Carlos, se habla siempre de la importancia de la familia. Pero muchos de los jóvenes piensan lo mismo que los discípulos de Jesús: tal y como se plantea el matrimonio cristiano trae más cuenta no casarse. Las evidencias de siempre se han disuelto. ¿Qué puede hacer la Iglesia en esta situación?´. Osoro no titubea: ´Estamos en un tiempo nuevo. Ahora ya solo sirve comunicar la belleza de una vida en común´.

1. Nuevo sin concesiones.

Entrevista en la radio. El nuevo obispo de Madrid, Carlos Osoro, habla sobre la celebración de la fiesta de la Sagrada Familia. El periodista pregunta: ´Don Carlos, se habla siempre de la importancia de la familia. Pero muchos de los jóvenes piensan lo mismo que los discípulos de Jesús: tal y como se plantea el matrimonio cristiano trae más cuenta no casarse. Las evidencias de siempre se han disuelto. ¿Qué puede hacer la Iglesia en esta situación?´. Osoro no titubea: ´Estamos en un tiempo nuevo. Ahora ya solo sirve comunicar la belleza de una vida en común´.

Un tiempo nuevo. La descripción de los rasgos de la novedad se ha hecho en muchos sitios. Vivimos una sociedad líquida (Bauman), solo confiamos en lo que fabricamos y por eso hemos perdido la capacidad de percibir las cosas como un don (Finkielkraut). Semejante actitud ha destruido el vínculo con la realidad (Zambrano) y por eso nos hemos convertido en un experimento de nosotros mismos (Scola) y estamos condenados a la soledad. En este ambiente los valores cristianos se han transformado en una pura referencia sentimental (Guardini), también el ideal ético y universal de la Ilustración (Ratzinger) ha fracasado. La descripción podría ser más detalla pero cualquiera que mantenga las normales relaciones sociales que impone la vida laboral, familiar y social sabe documentar el signo dominante: la falta de estima por uno mismo que lo invade todo. No conviene enseñarse. En los mejores momentos de los más lúcidos aparece la necesidad de un abrazo que socorra la indigencia. En la mayoría domina una cerrazón violenta que ahonda la oscuridad.

En esta situación las proclamas éticas se convierten en piedras atadas al cuello del condenado que intenta no ahogarse en las aguas del voluntarismo. Llevamos cien años releyendo a Péguy y todavía nos sorprendemos al toparnos con que el pronóstico del poeta francés se ha cumplido: somos la primera y auténtica generación no cristiana de la historia. A los abuelos les quedaba el recuerdo del bello museo en el que Jesús y su madre, junto a cierto personaje bíblico les decoraban algún rincón de la mente y del corazón. Para los padres y para los hijos esas imágenes han desaparecido. Hay ya dos generaciones a las que no llegan ni los últimos restos del naufragio.

2.- No sirven las viejas soluciones.

No, no sirven. Entendámonos con lo que queremos decir al hablar de las ´viejas soluciones´. No nos referimos a la tradición afirmada sin examen crítico ni a la identificación de una determinada nación o cultura con el credo. Tampoco al ´naturaliter cristiano´ con el que se reconstruyó la Europa de la postguerra en la que no había que discutir el fundamento de las certezas compartidas. Se han quedado viejas las soluciones que hasta hace poco tiempo nos parecían perfectamente válidas incluso a los más modernos. Desde mediados de los años 70 entre las mentes más brillantes del mundo católico se desarrolló una interesante reacción a la colonización cultural de matriz laica, liberal y marxista. Frente a la tormenta del postconcilio y al predominio de la deconstrucción sesentayochista hubo quien alzó la voz y construyó no solo un discurso sino una forma de presencia que tenía las cosas claras. Tuvo fuerza. Más tarde, casi dos décadas después, también ciertos sectores de la cultura y de la política laica, no sin ciertos excesos maniqueos, revindicaron el valor de la mejor herencia occidental. Pero a estas alturas del siglo XXI esas soluciones se muestran inútiles. En parte esa inutilidad se explica porque las fórmulas de los 80 y de los 90 han ido simplificándose y alejándose de la realidad. Donde había el deseo de recuperar una experiencia sólida ha quedado solo la repetición de buena doctrina, donde había el propósito de superar el dualismo entre vida espiritual y vida política ahora nos encontramos con el sueño de una hegemonía política y cultural que no tiene en cuenta las circunstancias. Donde había una lucha con vigor para que se oyera una voz diferente en una sociedad plural, y también mucha originalidad, ha quedado el lamento por lo pérfidos que son los tiempos. Las fórmulas de hace dos décadas se han quedado añejas también porque las personas no son como antes. Siglos de secularización han acabado por destruir lo que era cristalino y diáfano para el ciego que mendigaba compasión a la entrada del ágora griega, antes incluso de que apareciera el cristianismo.

No nos detengamos tampoco mucho en este punto. Ni siquiera las comunidades de buenos amigos que se defienden de la tormenta con un afecto sincero y en las que intentan afirmar los valores verdaderos resisten el azote. Tampoco sirven ciertas mediaciones sociales y políticas. La política, aunque de forma circunstancial arroje mayorías parlamentarias dispuestas a recuperar ciertos principios mínimos que harían más humana nuestra sociedad, tampoco es la solución per se. El derecho, por más que se revindique su valor educativo, no tiene efectos milagrosos. Un partido puede con la mejor de las intenciones sacar adelante la tutela legal de un valor fundamental pero esa protección será ineficaz y probablemente contraproducente si el soberano (el pueblo) se niega a aceptarla. Todavía es necesario indagar más el valor que le damos a la libertad como criterio al que la verdad debe someterse para ser reconocida del modo en que merece.

3.- Sirve la alegría, sirve la persona.

El papa Francisco ha sabido entender con una inteligencia que pocos tienen qué respuesta es útil en los nuevos tiempos. Por eso asegura desde la primera línea del número uno de su carta su carta Evangelii Gaudium que solo sirve la alegría. ¿Ingenuidad frente a la complejidad de la encrucijada? Dice Francisco que es la experiencia de haber sido ´primereado´, preferido, la que permite a la Iglesia estar en salida (núm. 24). Todo ese movimiento tiene su origen en un encuentro personal que se convierte en ´feliz amistad´ y plenitud de lo humano (núm. 8).

Esta insistencia en la dimensión personal de una fe verificada racionalmente y de forma gozosa como origen de una presencia novedosa en un mundo diferente recuerda una de las intervenciones de Giussani, en 1976. El discurso que entonces hizo en la ciudad italiana de Riccione el fundador de Comunión y Liberación (luego se titularía “De la utopía a la presencia”) ofrecía una corrección a sus amigos universitarios que dieron una respuesta al ambiente laicista con obras e iniciativas. Sin duda muchas de ellas hoy nos seguirían pareciendo muy meritorias. Una presencia católica en los nuevos tiempos, que ya entonces se iniciaban, no tiene posibilidad de ser incisiva y original si no es la expresión de una identidad nueva. Todo se apoya en una autoconciencia nueva, en un modo nuevo de entendernos a nosotros mismos, a los otros y a la realidad entera. De ahí el interés por estudiar una y otra vez cómo se producía la transmisión de la fe en los primeros siglos cuando no había más apoyo que la relación personal. Giussani lo sintetizaba con una expresión muy contundente: ´ha llegado el tiempo de la persona´. Toda obra que no sea generada, mantenida y juzgada sistemáticamente en sus objetivos y en sus métodos por el criterio del testimonio –testimonio de una plenitud personal, no de una coherencia ética– que ofrece la persona se antoja inadecuada. Este criterio obliga a reconsiderar muchos empeños que la inercia ha considerado necesarios. De tal modo que puede darse la paradoja de una mayor fecundidad en quien sin el apoyo de una gran estructura da noticia de su alegría que en una construcción que ha perdido su origen o que no está diseñada para la gramática del momento. El testimonio, cuando es auténtico, sorprende al testigo y al que lo recibe. Es algo inesperado. Aquella intervención de Giussani terminaba con una afirmación categórica: no se construye una presencia nueva a través de discursos ni de proyectos alternativos sino de gestos de humanidad nueva. ¿Cuáles pueden ser esos gestos en las actuales circunstancias?

4.- Lo que nos une es la herida.

Antes de responder a la pregunta quizás haya que hacer una salvedad. Muchos católicos sienten un lógico embarazo porque para las personas con las que se relacionan lo que antes se llamaba ´ley natural´ no significa nada. Los hechos son cada vez más frecuentes: compartes una fiesta de niños en la que el anfitrión tiene un marido también varón, la adolescente con la que has entablado una relación franca recurre con frecuencia a la píldora del día después y el colega heterosexual que aún cree en el amor lleva varios matrimonios a las espaldas y ahora simplemente vive con su pareja. Los ejemplos se podrían multiplicar. Semejantes situaciones producen un cierto atasco porque domina la percepción del desorden. Lo que en teoría es posible, el reconocimiento de la ley natural por el hombre que no conoce la gracia, la historia lo ha convertido en algo casi imposible. Ningún escándalo pues, ningún reproche. La secularización ha borrado el resto de evidencias pero no ha podido ni podrá acabar con lo que sí nos une a todos: una humanidad herida, deseosa de un abrazo rotundo y definitivo.

5.- La Caridad, suprema expresión de la cultura.

Nos une una humanidad herida. Más herida que nunca. Giovanni Testori, dramaturgo italiano que murió en los 90, en un diálogo publicado en español hace unas semanas (El sentido de nacer) es claro: a esta generación nos falta la conciencia de haber sido y de ser engendrados. No biológicamente sino afectivamente. Nos falta el sentido de ese origen amoroso que domina el comienzo de nuestra existencia y de cada instante. Quizás eso explica la febril actividad en la que nos vemos envueltos. Arendt la calificó como una huida hacia adelante para ocultar una inconsistencia con la que no podemos convivir.

Hacer es la droga que nos promete olvidarnos de nuestra falta de estima. Por eso, la caridad como expresión –tanto en quien la hace como en quien la recibe– de estar siendo generado quizás sea una de las formas de presencia más revolucionaria y con más carga cultural en las actuales circunstancias. El que abraza al enfermo de Sida o el que distribuye una caja de alimentos al inmigrante, como expresión y petición de una ternura que te hacer ser, como relato sin palabras de una generación constante y desbordada, se hace testigo sorprendido de una gratuidad que incendia un mundo en el que casi todo está seco de soledad, abstracción e impotencia.

6.- Una nueva inteligencia.

Otro gesto de humanidad verdadera para los nuevos tiempos es un uso de la razón que supere la aridez de la doctrina y el veneno de algunos sistemas. Aunque las viejas ideologías han muerto como construcciones coherentes, la chatarra de sus herramientas de análisis continúa siendo un estorbo. Y en la mayoría de los casos se convierte en un grave impedimento para comprender qué nos pasa. Como también decía Arendt, “lo que quiero es comprender”, lo que queremos es comprender. El racionalismo como esquema habitual de percibir las cosas nos lo impide porque nos las hace entender como necesarias. Y así la razón se queda encerrada en el búnker del que hablaba Benedicto XVI, incapaz de superar la frustración de la apariencia y de la enumeración de las causas que parecen agotar exhaustivamente la realidad.

Sanar y ensanchar la razón, como proponía el papa Ratzinger, tiene poco que ver con la reconstrucción de un discurso coherente sí, pero abstracto, en el que los principios esenciales perdidos a lo largo de las últimas décadas vuelvan a tener su sitio. Antes que una construcción sistemática, a la que no se puede renunciar, es necesario que el agua que riega la delicada planta de la razón sea clara y limpia. Y ese agua solo nace de la fuente ardua de la experiencia, escondida a menudo bajo muchos escombros de preconceptos, algunos de ellos muy santos. No es lo mismo usar la razón para repetir una afirmación que por tradición e incluso por decisión personal nos parece verdadera que someterse a la paciente disciplina de no sostener nada que no haya sido personalmente conquistado en la experiencia. En el primer caso las fronteras del desierto no se mueven ni un milímetro. En el segundo, sin embargo, brota la fertilidad en los lugares más insospechados. Todo se convierte en relación. Surge un universo por explorar donde antes solo había una formulación que no hacía compañeros de camino. Es la dinámica descrita por Benedicto XVI como una inteligencia de la fe convertida en inteligencia de la realidad. Cuando uno se asoma a este método, de pronto cosas, personas y situaciones tienen una profundidad antes no intuida.

Durante demasiado tiempo entre nosotros el molde cultural, racionalista y voluntarista, en el que se ha vertido la experiencia de la fe ha menoscabado ese desarrollo. La explosión de la razón que se produce en el hombre realmente religioso se daba siempre por sabida y las energías se aplicaban a las consecuencias. El campo está sin explorar: en los problemas afectivos, de convivencia, de compresión del pasado, de nuevos derechos, de identidad, de uso de los recursos naturales, de lucha contra la pobreza. En la intelección de los grandes retos del planeta, de las nuevas fronteras de la ciencia. El etcétera es muy largo.

7.- La enfermedad y la muerte.

La vida cotidiana es quizás en el ámbito donde más se percibe que estamos ante una circunstancia sin precedentes. Se ha producido una desconexión inédita entre lo público y lo privado, entre lo particular y lo universal. Sin esa apertura el peso de los días se hace especialmente duro. La vida cotidiana, que obliga a someterse a innumerables límites, a lidiar en unas circunstancias que casi nunca fueran las deseadas, es el gran banco de pruebas de la sociedad postmoderna. En ese terreno, en cuanto despunta un sujeto que mantiene el vínculo entre la fatiga de las horas y el destino general de cualquier hombre se abre un oasis.

Dentro de la vida privada hay dos momentos decisivos. ¿Quién no desea una apertura más allá de lo construido cuando aparece un dolor inesperado o el fin de sus días? Los postmodernos nos revolvemos ante lo que nos parece una injusticia radical. Por eso, cuando ante nuestros ojos se despliega una enfermedad o una muerte vivida con serenidad, ofrecida por el bien del mundo, todos entendemos que estamos ante algo diferente. El desarrollo crítico y sistemático de lo sucedido con ese hecho inesperado es, junto a la caridad, otra fuente de revolución cultural.

8.- Una nueva educación.

Vivimos bajo una emergencia educativa. Los más simples recetan disciplina y reforzar los contenidos. Los más sinceros se preguntan cómo llegar a los jóvenes. Y la inmensa mayoría simplemente se queja de la debilidad de la nueva generación. Como si no fuera precisamente la tarea del educador salir al encuentro de esa debilidad. No se puede educar sin llegar hasta donde se encuentra el joven, sea cual sea ese lugar. Todas las crisis educativas son, como decía Péguy, crisis de adultos. Para llegar hasta donde está el joven no sirven ni los principios sólidos ni los conocimientos correctos. Es necesario que el mismo adulto esté en camino, lejos de las viejas seguridades y dispuesto a hacer un uso de la razón que sorprenda al maestro y al discípulo. Solo de este modo surge una hipótesis para los dos.

9.-La política de otro modo.

Llegamos al punto que podría ser más problemático. Afirmar que estamos en el tiempo de la persona no supone ni por asomo apostar por la que algunos llamaban la ´opción espiritual´ o una solución intimista. Somos relación y por el solo hecho de levantarnos de la cama todos nuestros actos tienen una dimensión pública. Si bien afirmar que estamos en el tiempo de la persona supone ahondar en ciertos criterios. Hasta no hace mucho nos bastaba señalar que el Gobierno no salva –lo que implica rechazar cualquier forma de teología política– o que la política tiene que tener siempre como criterio el bien del pueblo: se hace política para que las obras de nueva humanidad tengan espacio. Del mismo modo se rechazaba cualquier pretensión de dominio para hacer pasar ciertos valores a través de una posición elevada. Todo eso sigue siendo válido pero se antoja insuficiente ante el nuevo tiempo.

Hay al menos dos elementos que cualifican los anteriores. Uno de ellos es consecuencia del realismo que siempre ha predicado la Iglesia. Realismo que es necesario poner en juego de nuevo. Desde mediados de los años 70 y principios de los 80 las comunidades católicas se han visto envueltas en batallas políticas que se han librado para defender valores esenciales. Ahora es urgente sopesar hasta qué punto es conveniente mantener inalterada la agenda cuando las evidencias que permitirían a la mayoría de la sociedad reconocer esos valores han desaparecido. ¿Es realista mantener esa agenda política? ¿Es conveniente identificarse de forma casi exclusiva con la defensa legal de un bien que no es reconocido socialmente? Es cuestión de prioridades y de energías. Sin duda es necesario mantener una batalla por la libertad de los creyentes en una sociedad plural. ¿Pero más allá de esta cuestión cuál debe ser la agenda?

La segunda cuestión es metodológica. Afirmar que estamos en el tiempo de la persona a la hora de hacer política no supone minusvalorarla sino subrayar la prelación absoluta del cómo sobre el qué. Ni la sostenibilidad de las obras ni la defensa de la propia libertad aconsejan un tipo de acción que por la urgencia oscurezca el valor del testimonio, o por la inercia no esté basada en el reconocimiento del valor del otro y el respeto a su la libertad. Vale más un mínimo avance en un bien político –o incluso un retroceso– que me permita encontrarme y provocar la libertad del que piensa diferente que una gran conquista que oscurezca el hecho de que la política es caridad.

10. Amor a la libertad y paciencia.

La belleza del comienzo es posible si se ama la propia libertad y la de los otros. Las conquistas importantes requieren paciencia.

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