Darío Fo, Bob Dylan y Dios

España · Federico Pichetto
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26 octubre 2016
La cultura europea ha desarrollado frente al “poder” y la “justicia” un equívoco extraordinario. De hecho, desde la época moderna estos términos se han convertido en los presupuestos respectivos de la libertad y la felicidad: si yo puedo hacer algo, entonces soy libre; si yo consigo lo que es justo, entonces soy feliz. De modo que ambas palabras van ligadas al comportamiento de los individuos. La libertad es “hacer” lo que uno quiere, y la justicia –habitualmente por medio de la política– debe “hacerse” y “respetarse”.

La cultura europea ha desarrollado frente al “poder” y la “justicia” un equívoco extraordinario. De hecho, desde la época moderna estos términos se han convertido en los presupuestos respectivos de la libertad y la felicidad: si yo puedo hacer algo, entonces soy libre; si yo consigo lo que es justo, entonces soy feliz. De modo que ambas palabras van ligadas al comportamiento de los individuos. La libertad es “hacer” lo que uno quiere, y la justicia –habitualmente por medio de la política– debe “hacerse” y “respetarse”.

La consecuencia más disruptiva de esta mentalidad es la proyección que estas convicciones han generado sobre Dios: Dios es omnipotente porque puede “hacer lo que quiera” y es justo porque “hace justicia” a sus siervos. La tradición patrística y escolástica, por el contrario, hablan del poder y la justicia como dos atributos de Dios, atribuidos a su propio ser. Eso significa que el poder no es tanto un “poder hacer” sino un “poder ser”, un “poder estar” dentro de las cosas, dentro de la realidad. Dios es omnipotente no solo porque puede hacerlo todo, sino porque puede estar dentro de todo, porque no hay situación que pueda frenarlo o detenerlo. La historia no es obstáculo para Dios porque Dios puede atravesar cualquier historia y guiarla.

Este es el sentido de la primera lectura que el domingo XXIX del tiempo ordinario propone en el rito romano. Moisés tiene alzadas las manos para permitir que Israel pueda “estar” en la batalla y, por tanto, no decaer, vencer. La victoria, el resultado, es solo la extrema consecuencia de algo que está antes y que es la capacidad de habitar y morar en la realidad. Desde esta perspectiva, el precioso gesto de Aarón y Hur, que sostienen los brazos cansados de Moisés, no es más que la imagen más poderosa de la amistad humana. Amigo es aquel que te ayuda a estar dentro de las circunstancias, es aquel que te ayuda a morar en el presente mirando hacia el significado misterioso de ese presente. Nunca es amigo uno que huye, siempre lo es quien nos ayuda a permanecer.

Estas consideraciones resultan aún más sorprendentes si nos referimos a la “justicia”. Hacer justicia no quiere decir “resolver” un problema, sino permitir que ese grito llegue a los oídos de quien pueda escucharlo. Al juez de la parábola del Evangelio Jesús lo define como injusto porque selecciona lo que quiere escuchar, porque no escucha y solo toma en consideración el grito de la viuda “por agotamiento”. Dios es justo no porque nos resuelva los problemas son porque en su corazón siempre hay espacio para nuestro grito, acoge nuestro llano y permite que nuestras heridas emerjan y sean curadas.

Durante demasiado tiempo hemos creído en una divinidad que es grande porque hace lo que quiere y se venga de los errores humanos. Los que tengan familiaridad con la cultura griega entenderán muy bien que, si realmente Dios fuera esto, nos podríamos quedar con las consideraciones de Hesíodo sin incomodar a la tradición israelí. El cristianismo ha traído al mundo la posibilidad de “estar” dentro del mundo con la certeza de que “nadie ve mi dolor y tú lo ves, oh Dios”, con la certeza de que el dolor humano y la injusticia puedan encontrar espacio y acogida en el corazón de Dios.

Este estar y este “poder estar” que es donado al hombre por la misericordia de Dios dentro de todas las circunstancias es el presupuesto de todo cambio posible. Hombres como Darío Fo o Bob Dylan han intuido que la del poder era una falsa promesa, que el poder entendido como omnipotencia lleva siempre consigo soledad y mezquindad, y han ironizado o han cantado dramáticamente esta desproporción del corazón humano ante un poder sordo y codicioso respecto a las heridas y la pobreza de los hombres. Cada uno lo ha hecho de un modo distinto, a veces más ideológico o más “onírico”, pero ambos han percibido este envilecimiento de lo humano que el poder ha perpetrado, y lo han denunciado.

Cierto que para ambos la justicia era la vía de salida, ambos buscaban la justicia pero –a lo largo de su carrera– han tenido que admitir muchas veces que la justicia que buscaban, es decir la solución a todos los problemas, no era más que una utopía. Por eso, la pregunta realmente revolucionaria sigue siendo hoy aquella que planteó Jesús: “Cuando vuelva el Hijo del hombre, ¿encontrará aún fe en la tierra?”. Cuando Dios manifieste su presencia, ¿quedarán ojos capaces de reconocerla? ¿Sabrán los hombres, dentro de un tumor, de un campo de concentración, de una masacre o una calamidad, reconocer la presencia desarmada de Dios que –dentro de todo– sigue estando y acogiendo nuestro corazón?

No es poca pregunta. Educar este reconocimiento amoroso de una presencia que está es el verdadero desafío educativo de nuestro tiempo, es el Premio Nobel en el que todos somos candidatos. Con nuestros cantos y con nuestros tormentos.

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