´Damnatio memoriae´ y trazos de unidad
Para mí, es el día más importante del calendario. En la plaza Lubianka, cuando se leen los nombres de los inocentes que fueron asesinados, se siente al mismo tiempo un profundísimo dolor y una honda purificación, como en la tragedia griega. No hay otro evento público que me haga sentir nada parecido.
Es muy importante que los que lean los nombres sean tanto personas para las que estas víctimas forman parte de su propia memoria personal y familiar, como personas que no tengan familiares directos entre ellas. Ninguno de mis familiares directos murió así, pero esto va más allá de la memoria familiar y por eso me gusta que se lean los nombres de estas personas aunque sean absolutamente desconocidos. De otro modo se podría considerar todo esto como una celebración privada: los descendientes de aquellos que sufrieron la represión, los “ofendidos”, recuerdan a “sus” seres queridos. Sin embargo, se trata de algo que afecta al país entero.
Este dolor es común, aunque en tu familia no haya ninguna víctima. Hasta en tres ocasiones me he encontrado con personas que, después de leer los nombres que le habían tocado, han dicho inesperadamente que ellos pertenecían “al otro lado”, que sus abuelos eran los que perseguían y ajusticiaban a esta gente. Y cada una de estas veces he visto un arrepentimiento con tanta fuerza y sinceridad que impactaba a todos.
Las personas que recordamos en la plaza Lubianka es como si las hubieran matado dos veces. La primera físicamente, para inmediatamente después matar también su memoria. Es como si aquí se aplicara la antigua prescripción que había en la Roma imperial de la “damnatio memoriae”, la maldición de la memoria. Cuando se destruía a un enemigo del Estado, a un enemigo del César, se destruía también como un ritual la memoria de esa persona. Su nombre se eliminaba de todos los documentos y de todas las inscripciones, se destruían también sus retratos. Es lo mismo que pasó aquí en el siglo XX. Y debemos recordar que casi todos estaban de acuerdo. Sin ser delatores ni carceleros, nosotros también hemos participado en esta destrucción de la memoria. Al leer y escuchar los nombres de los que murieron, tratamos de expiar esta culpa común. De ahí deriva probablemente esa sensación de purificación, de catarsis.
Admiro el hecho de que durante estas lecturas, año tras año, se perciba una nota de dolor y arrepentimiento. Así como una profunda reflexión sobre lo que sucedió. No hay sentimientos de venganza ni castigo. Todo eso pasa a un segundo plano. Y si alguien intenta proclamar algo como “ni olvidaremos ni perdonaremos”, nadie le sigue, porque no se corresponde en absoluto con el sentir común.
Últimamente estoy leyendo a don Carlo Gnocchi, un santo italiano del siglo XX. Durante la guerra vino a Rusia con las tropas italianas y escribió esto al comienzo de la guerra refiriéndose al pueblo ruso: “El tormento profundo y casi telúrico de este pueblo de inspiración mesiánica está aún muy lejos de haber tomado conciencia de sí”. Me parece que todavía no hemos comprendido que lo que le pasó a este país en el siglo XX fue verdaderamente un tormento casi telúrico, y no solo para los que fueron perseguidos y asesinados, sino para todos en general. Solo a partir de esta incomprensión y falta de conciencia de lo que nos ha pasado, se puede entender por qué entre nosotros se erige una cierta nostalgia de la época estalinista.
Se habla mucho ahora de cómo encontrar algo que una a todos, cómo adquirir unidad popular, y parece que es una tarea imposible de realizar. ¿Cómo, sobre qué base se pueden reconciliar todos?
La unidad verdadera, misteriosa, es la que se percibe en la plaza Lubianka haciendo fila con los que vienen a leer los nombres de los asesinados. Esto une a la gente de verdad. Es una unidad donde hay amor mutuo, confianza mutua, respeto mutuo. Sentimos que estamos haciendo lo mismo, y eso no es solo el deseo de recordar a los que murieron y fueron olvidados. Los que van allí están unidos por una especie de fe compartida, una visión común del mundo, y se reúnen para profesar esa fe. Más o menos se puede definir así: la violencia organizada contra el hombre es inaceptable y no puede justificarse en modo alguno; la crueldad, cometida en nombre de cualquier cosa, resulta odiosa; nadie tiene el derecho de despreciar la vida del hombre. Esta es la verdadera unión entre los hombres, no la que viene inventada u ordenada desde arriba.