#creercontratodaesperanza

Cultura · Antonio Martínez Illán
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9 abril 2020
“–¡Es un Viernes Santo frío, éste –le dijo una mujeruca que estaba allí, a la puerta de una de las primeras casas del pueblo, como esperando a alguien o algo, mirando al cielo raso” Así termina el cuento de José Jiménez Lozano ‘La flor del almendro’ y me pregunto si toda su escritura y nuestra vida no se cifra en esa esperanza del que se pregunta mirando al cielo raso.

“–¡Es un Viernes Santo frío, éste –le dijo una mujeruca que estaba allí, a la puerta de una de las primeras casas del pueblo, como esperando a alguien o algo, mirando al cielo raso” Así termina el cuento de José Jiménez Lozano ‘La flor del almendro’ y me pregunto si toda su escritura y nuestra vida no se cifra en esa esperanza del que se pregunta mirando al cielo raso.

En el cuento un hombre que vuelve del campo pasa por delante de unos almendros en flor y ni los mira, luego vuelve y se fija en ellos, piensa en arroparlos con unos plásticos y se da cuenta que no podría cobijarlos todos. Sigue su camino, pero no apesadumbrado sino “como si el frío y la noche ya no le importasen, dando vueltas a sus recuerdos de cuando tampoco pudo hacer nada por su hija de veinte años, cuando él sabía que iba a morirse, y ella se sentía tan contenta y descansada, y como una flor blanca después de las hemorragias que tenía”. Qué difícil entender para nosotros en estos momentos que la muerte puede engendrar algo de esperanza. Miramos y remiramos el mundo que parece haberse hecho más pequeño, no podemos ver el mundo más que a través de las pantallas o las ventanas.

José Jiménez Lozano falleció hace un mes, era una tarde fresca que anunciaba una noche fría y al salir del cementerio de Alcazarén me paré en la puerta de su casa, los almendros estaban en flor y seguí mi camino. Cuando cayó la tarde una luna inmensa se puso en el centro del cielo, no era normal y en la radio hablaron de que se veía más grande por estar más cerca de la tierra. Supe que era otro regalo de esos que se nos dan y no nos merecemos. Un mes justo después de nuevo luna llena que nos recuerda que es la noche que va del Jueves al Viernes Santo. Un campesino le contó a Jiménez Lozano cómo en su infancia ese día no se encendía el fuego “porque Dios había muerto” y la impresión de la lumbre muerta le acompañó toda su vida. El mundo, más que pararse, parecía haberse muerto y en el viejo oficio de Tinieblas en las iglesias se cantaba el miserere. La experiencia de la noche acompañaba el temor de que todo quedara ahí. ¿Cómo podía convertirse la derrota, el sufrimiento y el abandono en luz? En la obra de Jiménez Lozano la presencia del Viernes Santo es una interrogación constante, en muchos cuentos se descubre que todo sucedía en un Viernes Santo, vinculando así la experiencia de la nada con la esperanza, la muerte de Cristo con la vida. ¿Cómo se puede tener la certeza de una incertidumbre?

Ahora nos toca creer, esperar a pesar de todo. La vida se ha convertido en un viaje al interior de nuestro vecindario, de nuestra casa, de nuestra habitación y de nuestros almarios. La muerte se nos ha hecho familiar. Se ha abierto una herida en nuestro mundo y en nuestros adentros en forma de preguntas de respuesta incierta. Cuando la muerte se alimenta de nuestra esperanza cabe preguntarnos cuánta esperanza es necesaria que tengamos. Contra toda esperanza nos toca creer. La flor del almendro, la belleza del mundo y la vida parecen ahora durar y valer menos. Jiménez Lozano anotaba en sus diarios: “la flor es abatida una y otra vez, pero sigue relumbrando cada año; y, según Darwin, ya debía haber mudado, si esa helada siempre ha supuesto su muerte. Pero, entonces, ¿quiere decir esto que incluso el ser siempre abatidos no puede matar nuestra esperanza?”. Tal vez sí, compartimos en algo nuestra naturaleza con la del almendro.

Confesaba Jiménez Lozano que las memorias de Nadiezhda Mandelstam tituladas ‘Contra toda esperanza’ habían sido una de las cosas más hermosas que había leído jamás. Nadiezhda Mandelstam, una maestra de escuela casada con el poeta Ossip Mandelstam, cuenta cómo mantuvo su voluntad frente el poder soviético. Mataron a su marido y no se sabe cierto dónde falleció, en los archivos del KGB solo se encontró confirmación de su muerte en 1937 tal vez en un campo de tránsito. El libro es la crónica de los últimos años de su marido y también de cómo el estalinismo aniquiló la bondad entre los rusos. “Esta mujer –escribe don José en 1981– me ha ayudado a vivir: el sentido de la dignidad y de la libertad, del amor humano y de la amistad, de la poesía y de la seriedad de la existencia transparece en estas páginas como una herida profunda”. Jiménez Lozano nos ha enseñado a mirar el mundo. Hay un sentido de la libertad y de la dignidad en sus personajes que se eleva sobre el destino trunco que el mundo les ofrece. Son personajes cuya piedad y compasión les permite comprender al otro. Muestran una humanidad excepcional próxima a la que estos días descubrimos en las personas que trabajan en los hospitales, en las residencias de ancianos o en los que siguen trabajando con miedo y con entrega.

Esperamos cada día que nos digan que el número de muertos es menor, les preguntamos a los científicos y a los médicos. Y hemos aprendido que la muerte es obstinada y, también, que junto a la muerte duerme la esperanza. Miraremos estos días la cruz, signo de la muerte y de la vida. Es algo que desasosiega y, a la vez, puede reconfortar. Tal vez eso sea el misterio. Este Viernes Santo José Jiménez Lozano no irá a Bercianos de Aliste de cuya visita nacieron algunos cuentos de ‘El santo de mayo’. Le echarán de menos en la Trapa de Arévalo pero notarán su presencia. Hace dos años me decía que tal vez no pudiera volver allí porque quedaban ya solo cuatro monjas y se amenazaba cierre. Vuelvo a leer ‘La flor del almendro’, vuelvo a mirar la luna llena esta noche y a intentar entender que nada tan humano como la muerte y como la esperanza. Siendo niño Jiménez Lozano encontró el cadáver de un gorrión en un cepo, lo soltó y lo tuvo en sus manos, el pajarillo aún tenía el cuerpo caliente. La experiencia del dolor lleva aparejada también la de la esperanza. No es un señuelo si reside en la confianza de que existen personas con la dignidad del niño que libera al gorrión del cepo, aunque ya esté muerto, y lo entierra. Seguiremos leyendo y amando sus libros y no olvidaremos quién los escribió porque son libros nacidos de los adentros. Descansa en Paz José Jiménez Lozano mientras la luna llena y las calles vacías nos avisan de un Viernes Santo que nunca habíamos vivido. “La luna –escribe en un poema– va ascendiendo húmeda,/ el alcaraván va tardío hacia su nido. /Tú no estarás, un día/ seguirá el prodigio.”

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