Contra la religión adversativa
Se le hizo tarde. Las celebraciones navideñas imponen muchas obligaciones y ella, como todos los demás, llevaba varias semanas buscando regalos, atendiendo a los compromisos sociales y familiares propios de estas fechas. Así que la tarde del 31 de diciembre todavía no había comprado las uvas con las que los españoles despedimos el año. Con prisa se fue al supermercado. Al aparcar el coche en el garaje le dio un golpe a una de las columnas del parking. Destrozó la carrocería. Lo contaba Luz Sánchez-Mellado en el artículo con el que comenzaba 2025 en el diario El País. “Sin contar con las internas empiezo el año con una herida de pronóstico reservado en la chapa del coche”. Y añadía: es el menor de mis problemas. “Lo malo es ir por la vida atendiendo a lo urgente y no a lo importante, trampeando los obstáculos que te ponen los días por delante, más que viviendo”. La periodista, en cualquier caso, daba gracias de que el accidente pudiera arreglarse en un taller y deseando que en 2025 no haya otras desgracias como “un mal diagnóstico, una pérdida irrecuperable” o una angustia sin medicación para las que no hay reparación.
Alguien podría recetarle a Sánchez-Mellado una mayor dosis de religión o de espiritualidad. Si se trata de buscar un taller para las heridas de la vida hay quien está convencido de que Dios es una especie de mecánico casi mágico. Hace unos años el Pew Research Center hizo un estudio con una conclusión contundente: “la gente que es activa en sus congregaciones religiosas tiende a ser más feliz y a estar más comprometida en tareas ciudadanas”. Otros estudios anteriores habían sostenido que la religión tiene efectos positivos para la salud. Las personas que participan en una comunidad beben menos, fuman menos, tienen menos stress, socializan más, se casan más… todo son ventajas. La vida es dura y en este caso parece que el golpe queda algo amortiguado. La realidad hiere, pero está Dios. La religiosidad como adversativa: me he quedado sin trabajo, pero tengo mi comunidad; la enfermedad me acerca a la muerte, pero puedo rezar; no comprendo nada, pero lo importante es fiarse del cielo.
Los estudios son encuestas y las encuestas no identifican que se entiende por “felicidad”. Esta es la cuestión. Quizás sea sinónimo de tranquilidad, seguridad, sentido, compañía… No hay encuestas, al menos no las he encontrado, que midan cuántos identifican la palabra religión o religiosidad con razón, con inquietud. Lo que sí sabemos es que avanza el fenómeno de la religión sin cultura, de la religión sin conocimiento, de una religión buscada como refugio identitario, como último recurso ante la imposibilidad de comprender un mundo que hiere, que genera perplejidad. No es una reacción a la secularización sino una de sus expresiones.
En el mundo cristiano es difícil que se admita una separación total entre la razón y la fe. En el catolicismo es inaceptable teóricamente. Pero en la práctica crece el divorcio. Se sostiene el principio de que creer es saber, pero la razón a menudo se concibe como una premisa, como una escalera que en el último peldaño requiere cambiar la forma de subir, de andar, de pensar, de sentir. El creyente, recibida la gracia de la fe, deja de usar su capacidad crítica, entra en otra dimensión, las viejas heridas quedan sanadas para siempre.
La religión de los hombres más religiosos de la historia, los magos de Oriente, no era una religión adversativa. Por eso se pusieron en camino. La fe de los magos de Oriente no suspendió su indagación después de haber encontrado al Niño. La búsqueda se hizo más intensa.
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