Cómo se suscitan las preguntas últimas
El drama de vivir es algo que todos llevamos en las fibras de nuestro ser. Y muchas veces el drama se expresa en la normalidad de la vida, en lo cotidiano, como dice, por ejemplo, la canción Un giorno dopo l’altro de Luigi Tenco. ¿Cuál es este drama? Que «un día tras otro pasa el tiempo. Las calles siempre iguales, las casas iguales. Un día tras otro y todo es como antes, un paso tras otro, la misma vida (…). Alguien esta tarde vuelve lentamente a casa decepcionado. (…) Y la esperanza es ya una costumbre [uno ya no espera nada]». Todos podemos reconocernos en estas frases, sorprendiéndonos en lo cotidiano. Entonces, la pregunta es: ¿estamos condenados a esto o hay otra posibilidad de vivir la vida, de vivir este día a día, «un día tras otro»? ¿Es posible vivir de otra manera para que al final no prevalezca la decepción? ¿O simplemente debemos contentarnos?
En el recorrido que hicimos al tratar El sentido religioso[1], pudimos ver lo que entendemos por «sentido religioso». El sentido religioso, como describe la canción, coincide con ese compromiso radical de nuestro yo con la vida, con la vida cotidiana, con el «día tras día» y se documenta en ciertas preguntas. ¿Cuál es el sentido último de la existencia? ¿Por qué no todo acaba en decepción? ¿Por qué existe el dolor, la muerte? ¿Por qué merece la pena vivir después de todo? O: ¿de qué y para qué está hecha la realidad? Así pues, el sentido religioso nos interesa porque nos interesa la vida; ¡porque nos interesa no perder la vida viviendo!; porque no tenemos miedo a mirar de frente esta experiencia cotidiana y ver si hay una posibilidad de vivir el día a día sin que termine en decepción. Por eso, el sentido religioso coincide con este nivel de lo humano, de ciertas emociones dramáticas, inevitables, que encontramos dentro de nosotros. Y si uno ve que «todo» lo que le rodea «conspira para silenciarnos», para acallar este drama, entonces –dice Rilke– casi se avergüenza de tener esta «esperanza inefable». Las preguntas que abordamos en el capítulo quinto de El sentido religioso pueden vaciarse, como se explica en los capítulos siguientes. Cuando se vacían y pierden su dramatismo, eso tiene consecuencias para la vida. Es el origen de esa desilusión, que estudiamos en el capítulo octavo: se impone la aridez como algo inevitable: la incomunicabilidad con las personas más cercanas, la pérdida de la libertad, hasta –así concluye ese capítulo– la pérdida del gusto por vivir. Si estas cuestiones son tan decisivas para vivir y vaciarlas hace que «un día tras otro» todo sea plano, ¿cómo volver a empezar cuando se pierden, cuando se vacían? ¿Estamos condenados a que prevalezca la decepción, a que por haber vaciado estas preguntas la vida se haga plana? Esta es la gran pregunta que aborda el capítulo que vamos a comenzar ¿Cómo se despiertan de nuevo estas preguntas? Esto nos conducirá a una comprensión sintética del itinerario del sentido religioso.
La realidad, íntimo sustento
Don Giussani -el autor del libro- tiene una percepción clara y aguda: afirma que el capítulo décimo de El sentido religioso es «la clave de bóveda» de nuestro modo de pensar, del modo en que queremos experimentar la realidad, precisamente para que la vida no se convierta en una decepción. Esta urgencia es particularmente relevante para una filósofa española, María Zambrano, cómo expresa en una observación que siempre me ha llamado la atención sobre nuestro tiempo: «Lo que está en crisis es ese misterioso nexo que une nuestro ser a la realidad, algo tan profundo y fundamental que es nuestro íntimo sustento». Si la relación con la realidad cotidiana es tan decisiva que es nuestro sustento –hasta el punto de que, si se pierde, la vida se aplana, se vacía, decepciona–, entonces no hay mayor urgencia que reconstruir la relación verdadera con la realidad. No huir de la realidad para buscar (una solución) en los sueños –como dice la canción– que «siguen siendo sueños» y son incapaces de responder a la urgencia de vivir. Así pues, enfrentémonos a la pregunta: ¿cómo es posible que la vida, en cualquier situación en la que uno se encuentre, pueda volver a despertarse constantemente por la relación con la realidad? ¿Cómo se despierta la vida con sus preguntas?
La respuesta a esta pregunta nos obliga a identificar la estructura de la reacción del hombre ante la realidad. Es decir, no hay necesidad de complicarse con pensamientos extraños: ¡observemos la vida, observemos cómo reaccionamos ante la realidad! Canciones como la que hemos escuchado, lo dicen de forma muy sencilla, también lo dice Shallow, de Lady Gaga: «Dime una cosa, chica, ¿eres feliz en este mundo?». Viviendo, no haciendo un curso de filosofía ni unos ejercicios espirituales, sino desde las entrañas del vivir surge esta pregunta: pero tú, ¿eres feliz? ¿O necesitas algo más? ¿Buscas algo más? ¿No estás cansado de intentar llenar ese vacío que surge constantemente en la experiencia de vivir? ¿Necesitas algo más? O esta otra canción de Billie Eilish, que utilizamos el año pasado: «Solía flotar, ahora sólo caigo. Solía saber, pero ahora no estoy segura. ¿Para qué fui creada? ¿Para qué fui creada?». ¿Para qué fui creado? ¿Cuál es el sentido de mi ser? Son reacciones que nos sorprenden en la vida real.
El año pasado, al llegar a Grumello[2] a la hora de clase, una persona me contó un incidente que había ocurrido en el aula a la que yo debía entrar. Lo que había sucedido era que los chicos se rebelaban cuando no se sentían mirados por la expectativa que había en sus corazones. Entonces respondí a la persona que me lo había contado: «Ahora vamos a tratar esta cuestión, porque me interesa que los chicos puedan entender. ¿Por qué nos interesa abordar el tema del sentido religioso? Precisamente para que puedan comprender, a través de la experiencia ¡quiénes son!». Entré en el aula y pregunté a los chicos: «¿Qué os dice de vosotros mismos el no haberos sentido mirados, escuchados? ¿Qué dice eso de vosotros? Que tenéis necesidad de ser amados, de ser estimados, de ser escuchados y de no ser invisibles; y esto no surge parándose a pensar, ¡surge de la experiencia de vivir! ¿Qué dice esto de ti? ¿Quién eres?». Entonces se dieron cuenta, observándose a sí mismos en acción, de que tienen esa urgencia, igual que la siente cada uno de nosotros. El hombre se da cuenta de los factores que constituyen su verdadera naturaleza observándose en acción: es necesario observar la dinámica humana en el impacto con la realidad, solo se revela en el impacto con ella, ¡viviendo la vida! Sucede cuando uno no es mirado, o cuando a uno no le basta lo que tiene y se pregunta: «¿Pero esto te basta?»; y no sucede cuando uno se detiene y dice: «Tengo que pensarlo…». No, ¡le viene de vivir! De hecho, leemos en este capítulo: « Un individuo que haya tenido en su vida un impacto débil con la realidad, porque, por ejemplo, haya tenido que esforzarse muy poco, tendrá un sentido escaso de su propia conciencia, [el sentido de cuál es la urgencia dentro de él, no podrá comprenderse a sí mismo] percibirá menos la energía y la vibración de su razón». Por lo tanto, podrá disfrutar menos de la vida porque, cuando la vida es plana, árida, nada interesa realmente, llega la decepción, como oímos en la canción. No es que la realidad no esté ahí delante de él, ¡pero no le asombra, no le hace vibrar! Y toda la relación con ella se vuelve plana, árida, sin sentido. ¡Imaginad lo que es la vida vivida así!
Pero lo sorprendente, cuando se está atento a lo que sucede, es que no hay situación, ni siquiera la más dramática, que no pueda ser una ocasión en la que la vida pueda volver a despertar a la persona, como hemos visto que le ha sucedido este año al músico Giovanni Allevi[3]. Ante la enfermedad, podría haber dicho: «Mira, esta es la confirmación de la total decepción de vivir». Pero, al contrario, afirma: «De repente, cuando todo se vino abajo para mí –perdí mi trabajo, perdí el pelo, perdí mis certezas, ¡fue cuando descubrí la esperanza que tenía! Porque es como si la enfermedad no lo fuera todo y constituyera la oportunidad para darme cuenta de los regalos inesperados, ¡que estaban ahí delante de mí! [pero que él antes no los reconocía, no los veía]». Y así, incluso en una habitación de hospital, empezó a reconocer que cada individuo es único e irrepetible, a sentir agradecimiento por la belleza de las cosas, de la creación. Dice en su intervención: «No se pueden contar los amaneceres y atardeceres que he admirado desde esa habitación de hospital». Y lo mismo sucede con el reconocimiento a los médicos, a las enfermeras, a todas las personas que le cuidaron. La provocación de la realidad, en lugar de ser una decepción, le llevó a darse cuenta de que todo era un «regalo». No es que la realidad tenga que cambiar, puede ser la que él vivió en el hospital, o la cotidiana que viví ayer. Pero, en un momento dado, si uno la mira de frente, puede hacer estallar esa plenitud que vemos en el testimonio de este músico o de muchas otras personas. Pero ¿tenemos que esperar a que suceda un acontecimiento tan dramático para que nuestra humanidad vuelva a despertar? ¿O podemos educarnos para vivir la realidad de tal manera que sea ella misma la que nos despierte continuamente y no permita que todo se vuelva plano?
Partir de la realidad no de Dios
Este es el intento que don Giussani hace en el capítulo décimo. Comienza recreando una imagen, que cada uno intente hacerla suya ahora mientras la explico: «Imaginaos –les decía a los chicos– que salís en este momento del vientre de vuestra madre con la conciencia que tenéis ahora –que tenemos cada uno de nosotros– y lo primero que os encontráis delante, al abrir los ojos, es el Mont Blanc. ¿Cuál sería la primera reacción ante la realidad que os encontráis?». Todos estuvieron de acuerdo: «Asombro. Uno no puede evitar el asombro ante la realidad». Al explicar el capítulo, he relatado este episodio muchas veces. Un día, un amigo brasileño me contó que había estado en una estación de montaña del norte de Italia, en La Thuile, acompañando a un grupo de brasileños y mozambiqueños en una excursión al Col de San Carlo, lugar desde el que podían ver el Mont Blanc. Estaban allí charlando, mientras caminaban, y este amigo pensó: «Ahora, cuando lleguemos frente al Mont Blanc, desde donde se puede contemplar la vista, les diré que se callen para que les impacte ese espectáculo». Acababan de llegar y, antes de que él dijera nada, todos se quedaron sin palabras, prendados de aquella belleza, de aquel espectáculo, que les impactó tanto como cuando uno dice: «¡eh!», y se queda sin palabras de lo impresionante que es la realidad. Como si no hubiera visto lo que había pasado, pensando en el grupo que se había quedado atrás, se dijo a sí mismo: «Ahora cuando lleguen los demás, les diré que se callen también». Pero volvió a ocurrir lo mismo, la misma reacción. No tuvo que decir nada porque, en cuanto se toparon con el espectáculo, todos callaron, absortos en la realidad. Imaginad que al abrir los ojos por la mañana pudierais percibir todo el impacto de la realidad que os llena de asombro. Basta darse cuenta, preguntarse. Pero si os preguntara ahora a los que estáis hoy aquí: ¿quién se ha asombrado esta mañana al abrir los ojos? ¿O al ver a la persona amada o a un hijo? Empezamos a comprobar que, con los mismos ingredientes, las personas, las cosas, la realidad puede darse por supuesta .
Una vez, estaba explicando estas cosas en la Universidad Católica y, apenas terminada la primera hora, un chico se acercó a mi escritorio y me dijo: «Profesor, yo no necesito imaginar –como usted decía– “Si yo naciera en este instante y viera la realidad…”, porque a mí me pasó». «¿Cómo que te pasó a ti? ¿Tú has nacido ahora con la conciencia que tienes?». «Sí, porque tuve un accidente de coche y estuve en coma durante meses. Me desperté con la conciencia que tengo ahora. Tiene usted toda la razón. Todo era nuevo, todo era bello, todo me impactaba, no daba nada por hecho como antes, cuando estaba acostumbrado a verlo» «¿Por qué?» «Porque, como había estado en coma, no podía darlo por supuesto. Pero ahora, al escucharle, me doy cuenta de que desde hace unos días todo ha empezado a desvanecerse de nuevo: ya empieza a desaparecer el brillo de las flores o de las hojas o de las caras de la gente. La realidad me habla menos que cuando recuperé la conciencia después del coma». Entonces entendí una afirmación de don Giussani que es relevante para el camino que estamos recorriendo en este capítulo: «No esperéis un milagro, sino un camino». El milagro le ocurrió a este chico, es como si él hubiera podido ver la respuesta a la pregunta que Nicodemo le hizo a Jesús: «¿Es posible nacer de nuevo siendo viejo? ¿Y asombrarse como la primera vez ante las cosas?». El chico respondió: «Sí, me ha sucedido, pero después de un tiempo empieza a decaer». Es asombroso que, aunque esto pueda ocurrir a cierta edad, con la conciencia que se tiene de adulto, la vida –que no hace concesiones– nos muestra nuestra fragilidad y, en un momento dado, las cosas ya no nos asombran, todo se da por supuesto. Cuando esto prevalece en la vida cotidiana, reina el aburrimiento porque la realidad ya no nos dice nada.
Por tanto, ¡lo que proponemos es un camino! Porque al decaer solo se puede responder ayudándonos a recorrer un camino en el que nos eduquemos a mirar la realidad sin darla por supuesta. Por eso don Giussani llama a este capítulo «El itinerario del sentido religioso». «Itinerario», ¡para que la vida se convierta constantemente en vida! ¡Para que no se dé por supuesta! ¡Para que no todo sea plano! Para que no todo sea decepción. Quien ha estado en coma puede sorprenderse de nuevo por la realidad, quien está en el hospital puede asombrarse de la salida o la puesta del sol, de las que puede no haberse asombrado antes. Cuando la vida le ha desafiado, ¡las salidas y las puestas del sol le han hecho sobresaltarse en la cama! Y eso es una esperanza: sea cual sea la circunstancia en la que nos encontremos, siempre existe esta posibilidad. Abordamos este capítulo para ayudarnos a no acostumbrarnos a todo. Porque si la relación con la realidad constituye nuestro «sustento» –como dice Zambrano– ¡la vida se llena de vida! Sucede solo si esa relación con la realidad es tan asombrosa como para despertarnos de nuestro habitual letargo, de nuestro constante decaer, haciéndonos volver continuamente a ese primer sentimiento que tenemos ante la realidad: el asombro. ¿Por qué? Porque nos encontramos con algo que es «dado», que nos asombra, no lo damos por supuesto. Lo vemos cuando, por cualquier circunstancia, un día nos asombramos de algo que estaba ahí, pero que antes no veíamos: ¡podemos tocar con nuestras propias manos cómo sería la vida si pudiéramos educarnos, según el deseo que tenemos, para tener una relación con todo lo real que sea tan verdadera como el primer instante! Toda la vida se llena de esta plenitud, como el día en que uno se queda sin palabras y maravillado ante el rostro de la persona amada, ante el Mont Blanc o ante el amanecer desde la habitación de un hospital. No es un esfuerzo, ¡es simplemente una relación con la realidad que hay que aprender! Por ello es necesario un camino, que es posible para quienes no quieren conformarse con menos de esto.
Entonces, ¿qué hace falta para dejarse impresionar, como cuando uno se encuentra ante la belleza del Mont Blanc, en vez de reducirlo a: «¡Pero si vemos el Mont Blanc todos los días!»? Uno puede estar en un hospital y ver el amanecer a través de una ventana, puede darse cuenta de que la atención de la enfermera no puede darse por supuesta, como el hijo puede darse cuenta de que su madre le ha traído café y no darlo por supuesto. Esto es lo que llena la vida de plenitud, si nos educamos para experimentar la relación con lo real, en cada detalle, como algo que no se da por supuesto. ¿Cómo sucede esto? Don Giussani cuenta en el capítulo que, en una de sus clases, preguntó: «¿qué es una evidencia?». Y un chico, sorprendiéndole, le contestó: «¡Es el reconocimiento de una presencia inexorable, algo con lo que me encuentro que está presente y me asombra!» Ya sea el rostro de la persona amada, la realidad de un espectáculo como el Mont Blanc, un amanecer o un atardecer en el hospital. Y Giussani, después de aplaudir al chico por la genialidad de su respuesta, añade: «Cada vez que abrimos los ojos vemos la evidencia de la realidad, pero no nos sorprendemos». Parece repetir lo que ha dicho el muchacho, pero añade una palabra: «No sólo el reconocimiento de una presencia inexorable: ¡“darse cuenta” de una presencia inexorable! ¡Darse cuenta de esta presencia!». Por eso, la diferencia entre todos los que se han despertado esta mañana en el mundo es si alguien se ha dado cuenta de que se ha despertado o no. Si lo que ha prevalecido desde que nos hemos despertado es la sensación de toda la pesadez de las cosas por hacer, sin siquiera un instante de asombro, todo el día queda determinado por esta pesadez. ¡Nada más despertarse! Sin siquiera un instante de asombro, ya lo hemos perdido. Porque la presencia de la realidad no suscita en nosotros, no es un registro frío que nos deja indiferentes, sin impactarnos, sino que está llena de un atractivo, ¡es una «maravilla llena de atractivo» que nos despierta! ¡Que nos hace verdaderamente nosotros mismos!
Este es el origen de la religiosidad. La religiosidad tiene su origen en este impacto con la realidad, que nos asombra de tal modo que tomamos conciencia de algo que es «dado» por Otro. Pero la genialidad de don Giussani se ve cuando nos indica “señales” para verificar si para nosotros todo esto es un discurso con una cierta lógica, pero que al final no nos toca, no nos asombra; o si, por el contrario, estamos haciendo verdaderamente la experiencia de la que habla. En un cierto momento del capítulo, dice: «¿Cómo sé que lo que estamos haciendo no es simplemente describir la lógica de lo que ocurre en la realidad?». Como si uno que, poseyendo la lógica, pensara que le sucederá mecánicamente. Giussani nos deja a todos “señales”: «Sé si estoy viviendo este camino como una experiencia si mi yo se despierta del letargo con el que se ha levantado». Como aquellos amigos que caminaban distraídamente hacia el Mont Blanc y, cuando se encontraron ante aquel espectáculo, despertaron de todo el sopor del diálogo a veces vacío entre ellos y se quedaron atónitos ante la presencia de lo real. Primer signo. Segundo signo: si, cuando uno se enfrenta a algo que no esperaba, se siente despertado, siente el cambio que se produce en sí mismo. ¿Qué ocurre en nosotros? Nos invade el agradecimiento porque la vida, sin que hagamos nada, simplemente dándonos cuenta de lo que vemos, nos lleva a un nivel de intensidad humana que ningún esfuerzo nuestro puede darnos. Y esto –tercer signo– nos hace felices. ¡Imaginad vivir lo cotidiano, que tantas veces decepciona, que muchas veces es plano, que la mayoría de los días es árido, con esta posibilidad! Nos interesa tomárnoslo en serio para nosotros mismos y proponérselo a los chavales, por una sola razón: ¡por la pasión, por el afecto a nuestra vida! ¿Dónde se nos introduce a vivir así la realidad? ¿Dónde se nos ayuda a relacionarnos así con la realidad? No es que la realidad no esté delante de nosotros, pero la inmensa mayoría de los días no nos dice nada. En cambio, para nosotros puede ser una posibilidad al alcance de todos aquellos que no se conforman con perder la vida viviendo, sino que aman tanto su vida que no quieren perderla. Porque este es el fruto –el cuarto signo de lo que sucede si uno tiene una experiencia– de tomar conciencia de sí mismo: «¡Pero yo… yo nunca he sido tan yo mismo como ahora!». Así pues, lo que hace que un hombre sea cada vez más consciente de sí mismo, es este toparse con la realidad –que no se da por supuesta, que no se da por sentada– que llena de asombro, ¡porque concierne a su propia persona! No es una constatación fría.
¿En qué se ve que estoy haciendo experiencia de lo real? Si siento dentro de mí este despertar del letargo en el que vivo, si estoy agradecido y contento y tomo verdadera conciencia de mí mismo. Si, como hemos oído en la última canción, profundizo en mí mismo y tomo conciencia de mi «yo» y me pregunto: «¿De dónde vengo? ¿De dónde brota este ser mío?». Como si viera un arroyo surgir en ese instante de su fuente. Si el arroyo tomara conciencia de sí mismo, pensaría: «Soy un arroyo que nace de un manantial». O el árbol tomando conciencia de sus raíces. Si voy al fondo de mí, no puedo dejar de reconocer que estoy hecho por Otro, que yo soy «Tú-que-me-haces». Como hemos escuchado en la canción: «Cuando me doy cuenta de que Tú eres, renazco como el tiempo de la memoria».
En el curso sobre el Sentido religioso que imparto a los alumnos de la Universidad Católica, el año pasado, me encontré en clase a una pareja: la chica era una alumna y él era su novio, al que había invitado a clase. Al tenerlos frente a mí, traté de identificarme con ellos para que pudieran comprender mejor –por lo que estaba ocurriendo en su relación afectiva–, lo que les trataba de explicar. Aquel chico y aquella chica podían escuchar «Yo soy “Tú-que-me-haces”», no como un «tú» que uno inventa, imagina o se autoconvence de que está ahí. Ambos podían comprender que la experiencia de plenitud que estaban viviendo sólo era posible porque el «tú» del otro la estaba despertando. Quizá conozcáis la canción Vorrei de Guccini, que lo dice de forma sucinta y espectacular: «Porque yo no soy cuando tú no estás». El «tú» del otro es decisivo para ser yo mismo. Y estos dos chicos, que estaban allí escuchando la lección, no podían pensar en un «tú» en abstracto, no: ¡ese «tú» era el otro que tenían delante! ¡Yo sin el «tú», sin ti, no podría experimentarme como lo estoy haciendo, con la plenitud, con la sobreabundancia que tengo! ¿Cuál es el signo predominante de este «tú» que me hace ser yo? Cuando no está «me quedo solo con mis pensamientos», que es lo que nos ocurre la inmensa mayoría de las veces. Si uno no se da cuenta –porque ya lo da por descontado: ¡qué estás!–, y con el tiempo se levanta por la mañana, ve a su mujer y la da por supuesta, y ya no se da cuenta de que «no soy cuando tú no estás»: ¿qué tiene que pasarle para que vuelva a ocurrir lo que percibía en el pasado? Solo si, atravesando todas las distracciones, se da cuenta de que no se puede dar por descontado. A menudo he puesto este ejemplo para ayudarnos a comprender: ¿cuántas veces le puede suceder a un matrimonio que, a causa de una disputa, de una dificultad, de un momento de oscuridad entre ellos, se encuentran en casa, uno al lado del otro, pero sintiendo al otro a mil kilómetros de distancia? Si de repente, estando tan lejos, al otro le da un infarto, ¿qué haces? Vuelas. Te despierta de tu letargo: ¡el hecho de que puedas perder a la persona amada, a la que das por hecho, te despierta! E inmediatamente llamas a la ambulancia, te apresuras para no perderla. Por eso digo: amigos, o infarto o educación. ¿Hay que esperar a que el infarto nos despierte del sueño o podemos educarnos para ver al otro con esta mirada? Si uno va al fondo de sí mismo, este «Tú» que lo genera es el que puede llenar la vida con su presencia, porque «yo no soy cuando tú no estás». Pero, para poder decir esto, hay que darse cuenta de que el otro está generando en ti esta experiencia de vivir en el ahora.
Cuando empecé a dar clase y explicaba esto a mis alumnos, un chico me dijo en la cola del autoservicio de la cantina del colegio: «Pero, profesor, ¿usted está seguro de lo que dice sobre este «Tú», sobre Dios? [como si yo dijera algo que le molestara]. ¿Es esto real?». Le contesté: «Sí, porque yo parto de la realidad, no de Dios. Y la realidad es evidente incluso para ti. Pero tú la das por supuesta». Por tanto, el punto de partida es siempre la realidad, porque la realidad provoca la razón, la pone en movimiento: es el espectáculo de un niño que, cuando encuentra un juguete, despierta en él el deseo de captar todos los factores para poder utilizarlo y jugar. No se puede experimentar la realidad dándola por supuesta, sin reconocer al «Tú» que la hace, que me está haciendo ahora. Es la conciencia de un hombre adulto, que no da las cosas por supuestas, que reconoce, se da cuenta de Quién nos está haciendo ahora. Imaginad que uno se despertara cada mañana con esta conciencia, ¡disfrutaría de la vida como se disfruta de la presencia amada! La oración no es lo que nosotros pensamos tantas veces, sino reconocer esta presencia. El camino de toma de conciencia de la realidad y de uno mismo tiene como fruto reconocer al Otro –con mayúscula– que me está haciendo ahora. Como una voz, la voz es el eco de una vibración íntima; como el arroyo que tomara conciencia de la fuente o la flor que tomara conciencia de la raíz. Ved que esto –dice Giussani– es el punto de apoyo para el equilibrio último de la vida. Porque, cuando falta, estamos solos con nuestros pensamientos, prevalecen las preocupaciones.
Un Tú real
¿Cómo sabes si este es real «Tú» para ti? Es real si prevalece sobre todos los pensamientos. Si prevalece sobre las preocupaciones. Si no, estamos condenados a vivir invadidos por las preocupaciones y no hay paz. Todos sabemos lo que eso significa, porque no hay nada que nos saque de esta situación. Pero cuando se vive con esta conciencia, es como el niño que entra en una habitación oscura y se asusta: la reacción es normal, pero si la madre le coge de la mano y entra con él en la habitación, puede enfrentarse a cualquier oscuridad. Si uno se da cuenta de esta Presencia que está en el origen de uno mismo, nunca estará solo, habrá vencido la soledad para siempre. Entonces puede entrar en cualquier oscuridad de la existencia, en el hospital o en el momento de soledad, con la profunda tranquilidad de un niño tomado de la mano de su madre, ¡con la posibilidad de que todo pueda llenarse de esta alegría! «No hay sistema curativo que pueda conseguirlo, salvo mutilando algo de lo humano». Cada uno puede decidir si le interesa.
Llegados a este punto, Giussani aborda la pregunta decisiva: «¿Cuál es la fórmula del itinerario hacia el sentido último de la realidad [hacia el gusto último del vivir]? Vivir lo real». No es que tengamos que hacer quién sabe qué artificio mental: ¡es toparnos con lo real, dejarnos provocar por él y acompañar la dinámica que pone en marcha sin bloquearla! Experimentar lo real en su intensidad, en su profundidad, sin quedarse en el umbral dándolo por hecho. Porque, si no percibo al otro como «dado», como don, sin darlo por supuesto, el otro no me dice nada, me acostumbro a él. Entonces, ¿qué hace que un hombre sea verdaderamente religioso? No un devoto ni un piadoso, sino un hombre. ¿Qué hace que un hombre sea hombre?¿Con una capacidad de autorrealización que nadie puede imaginar? Solo si vive lo real intensamente. Puede estar en la habitación de un hospital o frente al Mont Blanc, estando delante de esa Presencia que llena la vida de plenitud. Quien se queda en el umbral, se asfixia. Cuando me asfixio, es porque me quedo en el umbral. Me asfixio y el otro me aburre; incluso la persona que me ha maravillado hasta el punto de casarme con ella. Si me acostumbro, todo se vuelve plano y me asfixio. Todos se encuentran delante de esta posibilidad. Si percibimos este itinerario como adecuado al deseo de vida que tenemos, podemos realmente acompañarnos a nosotros mismos y acompañar a los jóvenes que intentan vivir la vida. Y solo podemos introducirlos en ello si nosotros mismos hemos experimentado este camino.
Una Presencia que hace que la vida sea vida
Me ha sorprendido leer, este verano, unas líneas de uno de los más grandes teólogos del siglo pasado, Hans Urs Von Balthasar, que dice: «Pensamos que la vida vive por sí misma, se da por supuesta. Nadie escucha, ni siquiera por un segundo, los latidos de su corazón. Ni ve las horas y horas que le regala». El espectáculo de Allevi es que percibió el «don» de vivir, ¡y esto cambió su modo de estar en el hospital! ¡Cómo puede cambiar nuestro vivir en el mundo real! Estar en la consulta, o en una habitación de hospital, asfixiándose; o tener la oportunidad de vivir respirando. Porque, si fueras plenamente consciente de lo que eres, vivirías únicamente de este don que te llega constantemente. ¿Buscas la prueba de que esto es así? ¡Tú eres la prueba de que Otro te está haciendo ahora! No necesitamos buscarla en otra parte. Somos la prueba de Alguien que nos ama hasta el punto de darnos ahora la vida: «Os he amado con amor eterno y me he apiadado de vuestra nada» dándoos la vida. Por eso, solo podremos vivir con esta intensidad y soportarnos a nosotros mismos si nos educamos en la posibilidad no de vivir fuera de lo real, ¡sino de vivir lo real en su verdad! Sin detenernos en las apariencias, sin quedarnos en el umbral, sino reconociendo el «Tú», esa Presencia que hace que la vida sea vida. Y este es un trabajo que hay que hacer. Porque, como vemos, solo quien lo hace, solo quien acepta recorrer este itinerario y educarse en esta mirada, podrá disfrutar de cada momento con esta plenitud. De lo contrario, tendrá que conformarse con la decepción. A cada uno de nosotros nos toca dar la respuesta a este desafío.
[1] Se refiere a presentaciones precedentes
[2] Localidad de la provincia de Bérgamo donde el autor da clase.
[3] En el verano del 2022, el escritor, director de orquesta y compositor italiano anunció que padecía una dura enfermedad: un mieloma múltiple. En la edición de 2024 del Festival de San Remó contó su experiencia.
- Intervención en la Fundación San Miguel Arcángel donde Julián Carrón realiza desde hace algunos años una presentación sistemática (Texto no revisado por el autor).
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