¿No me echas de menos?

Carrón · Julián Carrón
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11 septiembre 2024
www.paginasdigital.es publica el texto de una asamblea en la que Julián Carrón conversa con un grupos de amigos que han pasado unos días de vacaciones en Galicia.

Comentaba el otro día con unos amigos lo que muchas veces me sucede: tras un encuentro bonito –unas vacaciones, una cena–, pasadas unas horas, a veces días, e incluso semanas, hay un momento en que acabo llena de soledad, vuelvo a sentir una tristeza última. Muchas veces está de fondo. A partir de este dolor te pregunto: primero, me interesa saber si tú la experimentas; si, a pesar de la vida que tienes, haces esta experiencia de soledad última y, si la experimentas, cómo la vives. También me pregunto si se puede llegar a un momento en la vida en el que se pueda llegar a experimentar una plenitud que nos arranque de esa soledad definitivamente, también cuando estamos físicamente solos y en cualquier circunstancia de la vida.

Julián Carrón: sí, yo experimento esta soledad y esta tristeza. La cuestión fundamental es cómo cada uno de nosotros percibe esta soledad y esta tristeza. Cuando os escucho, para vosotros estas experiencias son una desgracia y un dolor; para mí, sin embargo, son la ocasión de reconocer cuál es mi grandeza, cuál es la naturaleza de mi yo, del deseo que me constituye hasta la médula de mi yo. Por eso, para mí esta tristeza y esta soledad son la expresión más profunda de mi yo. Es lo que me hace darme cuenta, como dice Giussani, de que la tristeza es el signo de un bien ausente y la soledad puede convertirse en el reconocimiento de una Presencia original. Para nosotros estas palabras, la mayoría de las veces, son un cuento chino. En cambio, esta experiencia profunda de nuestra persona, es el signo de cómo el Misterio nos ha hecho. Nos ha hecho tan grandes, tan deseosos de algo infinito que, como dice Leopardi, todo es poco y pequeño para la capacidad del alma. Y por eso siempre falta algo. ¿Esta falta de algo, este deseo no del todo colmado, es signo de que estamos mal hechos o es signo de aquello para lo que el Misterio nos ha hecho? Por tanto, cuando me falta, cuando siento esta tristeza o esta soledad, es como si el Misterio, desde dentro, desde las entrañas de la experiencia, me preguntara: ¿pero no me echas de menos? Suelo contar el ejemplo de la nostalgia. La nostalgia aparece como una desgracia para muchas personas, pero ¿quién querría un amor sin la nostalgia de volver a él constantemente? Un amor así sería una contradicción porque significaría que no nos ha sucedido algo hacia lo que sentir nostalgia. Esta experiencia muestra la diferencia radical de lo que ha sucedido respecto a cualquier otra cosa.

Si no entendemos las cosas más elementales de la vida, no podremos entendernos a nosotros mismos. En el fondo estaremos soñando siempre con un tipo de experiencia humana donde nos pueda bastar algo, donde algo pueda anular esta nostalgia. No podremos  entender, porque las cosas más radicalmente humanas se juegan en este nivel. Pero, sobre todo, no podremos entender jamás a Cristo. Porque Cristo se ofrece como respuesta a esta tristeza y a esta soledad. Fijaos cómo mira Jesús esta tristeza y esta soledad, qué diferencia de modalidad en la mirada: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed [de esta plenitud], porque solo ellos serán saciados” (Mt 5, 6). Jesús llama a estas personas “bienaventurados”, felices, porque solo los que tienen hambre y sed podrán descubrir quién es Cristo. Si no, podremos cambiar a Cristo por cualquiera de las imágenes que nos hacemos de la vida y después quedaremos decepcionados. Cristo entra en la vida, entra en la historia, para responder a esta hambre y a esta sed. El Evangelio de ayer era un ejemplo de esto. El hambre es la imagen que usa la Biblia, la experiencia humana de la que parte Jesús, para abrir constantemente la espera de Él. Por eso Jesús no se contenta con darles el pan para saciarles. Se da cuenta de que este pan no basta: “Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53). Y esto es un camino que ofrece y que cada uno puede hacer. A este respecto, me conmueve siempre pensar en Pedro. Había encontrado a Jesús, le había fascinado hasta el punto de dejar las redes para seguirle y, en un momento de la relación con él, le pregunta: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué recibiremos, pues?» (Mt 19, 27). Ya me asombra la pregunta misma porque si Pedro, que está conviviendo con Jesús cotidianamente, no entiende en su experiencia que vivir con Él es la novedad de la vida, lo que le llenaba de plenitud, ¿qué otra cosa le puede convencer? Por eso Jesús le repite: quien me siga “recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna.” (Mt 19, 29). La vida eterna comienza ya aquí como signo en el ciento por uno. Cuando las cosas se ponen crudas, después de la multiplicación de los panes y de que todos abandonen a Jesús porque alza el nivel del desafío (“El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” Jn 6, 56), Jesús insiste ante Pedro y no le ahorra nada: “pero [tú] vosotros, ¿también queréis marcharos?”. Es en ese momento cuando se ve el camino que ha hecho Pedro. Pasa de preguntarse “¿qué recibiremos nosotros a cambio de seguirte?”, a que su respuesta inmediata sea: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). Pedro ha tenido que hacer un camino para descubrir que la respuesta a su pregunta está contenida en su convivencia con Él. Si nosotros no entendemos esto, tendremos que esperar como Pedro a reconocer en la experiencia si la promesa de Jesús de que quien lo sigue tendrá el ciento por uno y la vida eterna, se cumple, se verifica en la vida, como ha hecho Pedro. Solo quien tiene la audacia de seguirlo podrá verificarlo.

Por eso, sí, yo creo que es posible vivir esta plenitud. Pero es una plenitud distinta de la que nosotros imaginamos. Nosotros la pensamos como algo físico, es decir, como llenar el vaso hasta ya no quepa más agua en él. No, se trata de una plenitud como la de la nostalgia de la persona amada. Con la persona amada se renueva siempre esta sed de encontrarla y reconocerla. Si hubiera un momento que bastara completamente y ya no sintiera la nostalgia de esa persona, sería como borrar todo el atractivo, que es, precisamente, por el que sientes la nostalgia cuando experimentas la soledad o la tristeza. La imagen que tenemos de plenitud es que Cristo ha venido a borrar la nostalgia, la tristeza y la soledad. No nos damos cuenta de que ha venido para exaltarlas porque, cuando falta Él, la nostalgia, la tristeza y la soledad son el recurso más grande para volver a Él. Como el hijo pródigo: se va y en un momento determinado siente la nostalgia de su padre. Entender estas cosas en la propia experiencia es la clave para entender quién somos y quién es Cristo.

Jamás tranquilos

Estos días estoy viviendo hastiada. Me harto de mí misma, de los demás, y las cosas que tengo que hacer me aburren. Desde hace unos días ha emergido en mí con mucha potencia la pregunta de por qué merece la pena vivir, que pasen los días. Quería encontrar una respuesta que resolviera el problema y cerrar la pregunta. Pero veo que vuelve a emerger. Hacer como si no estuviera me produce hastío, me impide estar delante de las circunstancias siendo yo misma. Pero me he intentado dar hipótesis y ninguna me parece suficiente para responder.

Julián Carrón: Y esto, ¿qué te hace descubrir de ti misma y de la realidad? Porque si cualquier cosa te bastara, Cristo habría perdido el tiempo y tú podrías resolver el problema de tu vida con cualquier imagen que puedas tener sobre el cumplimiento. Por eso os decía antes que uno puede aprovechar esto para preguntarse: pero yo, ¿quién soy?, ¿cuál es el misterio de nuestro ser, que desea tanto –como decía Leopardi–, que nada le puede colmar verdaderamente? ¿Quién soy yo? Porque en el fondo querríamos que nos hubiera hecho un poquito menos deseosos, con una exigencia un poco menos grande, manipular nuestra exigencia de tal modo que pudiéramos reducirla a aquello que conseguimos alcanzar. Pero a mí no me interesa esto porque el camino que yo he hecho ha sido precisamente darme cuenta de la naturaleza de mi yo. El Misterio nos ha hecho… dice san Agustín: “Nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti”. Si vosotros tenéis otra hipótesis, ¡verificadla! Verificad todas las imágenes que tenéis, como el hijo pródigo, ¡verificadlas! No estéis aquí lamentándoos. Verificadlo, haced todo lo que os venga a la cabeza, porque Cristo no tiene miedo a ningún contrincante. Nos ha hecho con tal grandeza… aunque nosotros nos lamentamos y pensamos que sería mejor ser como perros que se contentan con ser perros. ¿Qué le habría costado a Dios crear otro perro? ¿Otro pájaro? ¿Otro pez que se contentara con su naturaleza reducida a ser lo que es? ¡No le habría costado nada! Pero ha querido hacer un ser que pudiera participar de su propia plenitud. Por eso el cristianismo es solo para audaces. Para aquellos que no renuncian a toda la exigencia que ven vibrar en sí mismos. A mí no me interesa nada que sea menos que esto. No me interesa porque, aunque me interesase, no me bastaría. Y tampoco me va a bastar porque decida buscar otra cosa. Cada uno tiene que verificar lo que sucede en la vida cada vez que lo hemos buscado en otra parte. Entonces uno, reconociendo en su experiencia, la grandeza de su deseo, la grandeza de su humanidad usa cualquier circunstancia para volver a Él. Si yo no sintiera esto, ¿cómo podría sentir el deseo de volver a Él? Es como el niño. Si el niño no sintiera toda la nostalgia de la madre, no volvería a ella. En cambio, el niño no se bloquea: puede llorar, sentir soledad, tristeza, ¿y qué hace? No se lo piensa ni un instante: vuelve, vuelve, vuelve a su madre. La única cuestión es si nosotros deseamos ser niños, hijos que vuelven a su Padre.

Me asombra que hasta Jesús se sorprende del método de Dios. Dice el Evangelio: “Te alabo, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y los entendidos, y se lo has revelado a la gente sencilla” (Mt 11, 25). Porque para los sabios, para los entendidos, este método de Dios es demasiado sencillo como para creérselo. Solo los sencillos lo entienden. Que todo pueda consistir en una relación con Otro más grande que nosotros no lo entienden los sabios, sino los sencillos. El método de Dios es demasiado sencillo para los sabios. Y Jesús continúa: “Ninguno conoce al Padre sino el Hijo, y aquellos a quienes el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11, 27). Toda la vida de Jesús como hombre, como hijo, era vivir de esta relación. Dice: “Venid a mí, todos los que estéis cansados y agobiados, y yo os consolaré” (Mt 11, 28). ¿Dónde encontraba Jesús este consuelo, esta ternura consigo mismo? En la relación con su Padre. Si nosotros no entendemos esto, no entendemos la vida. Jesús se ha hecho carne para mostrarnos qué significa vivir como hombres y mujeres en la historia. Ha mostrado en su humanidad cómo, viviendo todo lo humano como nosotros, usaba todo –los lirios del campo, los pájaros, cada pelo de la cabeza–, todo le habla de su Padre. Como dice Guardini: “en la historia de un gran amor, todo se convierte en acontecimiento”. Cualquier detalle de la persona amada es un regalo. Así vivía Jesús. Esta es la propuesta de vida que Él nos ha testimoniado. Cada uno de nosotros puede ver si, cuando le ha dejado entrar, se ha estremecido su corazón, ha tenido esta impresión de agradecimiento, de plenitud, de haberse despertado del letargo en el que vive y puede decir: ¿qué es esto?, ¿quién es Este, que hasta el viento y las olas le obedecen? ¿quién es Este que despierta todo mi ser? Porque solo uno como Él hace vibrar toda la persona. “Este sí que habla con autoridad y no como los escribas” (Mc 1, 22). Esta es la modalidad con la que Jesús, acercándose a nuestra humanidad, nos ha puesto delante una posibilidad de vivir. Como veis, el que la ponga delante no resuelve el drama. La pone delante y ahora cada uno tiene que responder: estar con el drama delante de esta Presencia, respondiendo a través de cada cosa que nos pasa, cada soledad que sentimos, cada tristeza que percibimos, cada insuficiencia o aburrimiento que tengamos. Puedo usar todo esto como ocasión para la relación con Él. Si todo lo que veo no me habla de Él, cada uno verá qué experiencia hace sobre las cosas. Pero esto depende de la libertad de cada uno. El que Él lo haya puesto delante de los ojos de todos nosotros no significa que nos ahorre el drama; lo introduce constantemente. Nosotros queremos una vida tranquila y Jesús ha venido no a traer la paz, la calma chicha, sino la guerra, el despertar constante de la persona. Por eso, como decía Giussani: “deseo que no estéis jamás tranquilos”. Es como san Agustín: espero que viváis siempre con esta inquietud. Si queréis una vida más tranquila, a lo mejor os habéis equivocado de lugar y tenéis que buscar otro sitio en el que su Presencia no despierte de nuevo el drama.

Te quiero libre

He visto en mi historia cómo en los momentos de necesidad, de precariedad existencial y material, siempre el Señor me ha sostenido de forma misteriosa y muy creativa. Desde que vine a vivir a Madrid hace casi tres años con mi esposa, ha sido aún más abrumadora la evidencia de este ciento por uno. Muchos de los que están aquí han sido testigos y protagonistas de ello. En Venezuela hemos vivido mucha vulnerabilidad; yo he llorado delante de una mesa sin tener qué comer. Ahora la vida es más estable, las necesidades materiales básicas están cubiertas y hasta nos permitimos algunos lujos. Tenemos grandes amigos, estamos acompañados, tenemos una bebé hermosa y sana. Sin embargo, al pensar en las elecciones de Venezuela, me vence el temor. Al pensar en dar un sí de nuevo para un hijo más, me vence la incertidumbre sobre el dinero y el trabajo. Al pensar en la renovación de nuestros documentos de residencia y que algo pudiera salir mal y que tuviéramos que volver a Venezuela, me vence el temor. Me veo frágil cuando algo amenaza esta sensación de seguridad. Siempre pienso: ¿cuánto más necesito verLe para que determine todos mis intentos? No para que me quite de raíz la inquietud, pero para no verme tan frágil. ¿Cómo no perder de vista que todo lo que soy y, por tanto, todo lo que tengo, me es dado? Quiero sentirme más libre cada vez de todas estas cosas. Sé que estarán ahí y son inevitables, pero no quiero que me pesen y determinen tanto.

Julián Carrón: ¿Y si fuera este el camino que te está haciendo recorrer el Señor para llegar a lo que estás pidiendo? La respuesta a tu pregunta solo puede suceder en la experiencia. Ya lo has visto en tu vida: has tenido que cambiar de país, poner patas arriba todo para darte cuenta de esto. El problema es que nosotros, olvidándonos de esto, podemos volver al punto de partida a pesar de la experiencia que ya hemos hecho, poniendo nuestra seguridad en ciertas cosas que, como ves, son por naturaleza inseguras. Tú no puedes cambiar la situación de tu país, ¡no puedes cambiar nada! En cambio, ninguno puede arrancarte de las entrañas la experiencia que estás haciendo. Y a esto no has llegado a darte cuenta pensando en tu cabeza, haciendo un razonamiento, sino en tu experiencia. El Señor nos educa en la historia, a través de la historia. Si no, no aprenderíamos. Si ya nos cuesta tanto, a pesar de todo lo que vemos, someter la razón a la experiencia… Como los discípulos, que han visto todo viviendo con Jesús y preguntan: “¿qué recibiremos a cambio?” ¿No nos damos cuenta de que la única compañía real que no se nos puede arrancar de las entrañas es Él? Esto es la única cosa que te podrá dar la consistencia para mirarte a ti mismo, a tu mujer, a tu hija, abrirte a la posibilidad de la vida. Si todo el mundo hubiera esperado en la historia, en 2000 años de historia cristiana, a tener las condiciones óptimas para tener un hijo, no estaríamos nosotros aquí. Pensad en ciertos momentos de la historia como las guerras, cuando se ponía todo patas arriba. ¿Qué es lo que ha hecho posible a la gente abrirse a tener un hijo? Ahora vivimos infinitamente mejor que en épocas precedentes o en las que han vivido nuestras familias, pero estamos determinados por el miedo o la inseguridad.

A través estas cosas, el Señor nos educa. Es como si nos dijese: “¿no te das cuenta de que tu seguridad, que lo que tú estás buscando, solo te lo puede dar la relación conmigo?”. Me asombra siempre san Pablo, a quien no se le había ahorrado ninguna dificultad: las persecuciones, el hambre, la sed, las palizas que le habían dado. Todo ello es lo que le ha permitido llegar a la certeza que tú quieres: “Estoy persuadido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni presente, ni futuro, ni criatura alguna, podrá apartarme del amor de Cristo” (Rm 8, 38). Pero esto no sucede pensando encerrados en nuestra habitación, sino que crece –como para san Pablo– atravesándolo todo. El Misterio no te ahorra estas cosas, ninguna tempestad, para poder ver a Cristo emerger con toda su potencia y dejarte con la boca abierta como a los discípulos. “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?” (Mc 4 35). Se quedan todos con la boca abierta delante de aquel emerger de Jesús que calma el mar y las olas. “Pero ¿quién es Este, que hasta los vientos y el mar le obedecen?” (Mt 8 27) En este sentido, ¿por qué yo agradezco que no se me haya ahorrado nada? Porque si no hubiera tenido que afrontar, como tú, tantos desafíos que el Misterio no nos ha ahorrado, no le habría podido ver emerger delante de mis ojos con toda su potencia. Si Jesús hubiera llegado aquel día al lago y hubiera dicho a los vientos y al mar “no toquéis las narices, no molestéis hoy que vengo a pescar con mis amigos”, se lo habría ahorrado a sus discípulos. Pero tú, ¿hubieras preferido que te lo ahorrara o haber visto emerger toda su potencia venciendo las olas y el mar para saber de quién te has fiado? ¡Menos mal que el Misterio no nos escucha en esto! De otro modo, le impediríamos a Él mostrar quién es.

Vuelvo al hijo pródigo, lo hago desde la perspectiva del padre. El hijo le hace una petición absurda y el padre ama totalmente la libertad del hijo y lo deja ir. Veo que esto es algo bellísimo. Pero si me ensimismo con el padre en las situaciones que vivo, advierto todo el sufrimiento que el padre ha vivido con la petición del hijo. La pregunta es: ¿cómo amar la libertad del otro y no censurar mi sufrimiento, mi necesidad de justicia, de sentido? Intuyo, porque lo he visto en la experiencia, que con una persona que quiero es diferente, pero me descubro deseándolo también con aquellos a los que no quiero.

Julián Carrón: La cuestión es cómo podemos entender el camino del otro. La cuestión es si nosotros hacemos nuestro camino viendo cómo el Misterio ama nuestra libertad y prefiere, como el padre de la parábola, dar la herencia al hijo porque no quiere esclavos en casa, sino hijos. El padre le da todo aun sabiendo que no le corresponde, pero no quiere imponérselo. Si se lo impone, el hijo podría quedarse en casa, pero enfadado como una bestia como el mayor. El padre ama tanto la verdad como la libertad de su hijo porque sabe que solo si el hijo descubre lo que le cumple a través de su libertad, podrá verdaderamente convencerse de que el padre no quiere someterlo, no quiere un esclavo. Solo quien tiene esta experiencia puede entender y amar la libertad del otro y dar tiempo al otro para que la haga la suya. Si no, es como si tratásemos al otro pensando “yo ya sé lo que te conviene”, “yo ya sé quién eres tú”; no, el otro es un misterio. No sabemos cuándo y en qué momento podrá descubrir lo que le corresponde, todo lo que necesita descubrir para poder responder a su exigencia. Si nosotros no damos el tiempo al otro y no nos damos el tiempo en la relación con el otro para que lo descubra, en el fondo querremos imponérselo. Como dice Giussani, aunque le diéramos la respuesta al otro, no le bastaría.

Tengo un amigo sacerdote al que, en un momento dado, a pesar de haber encontrado unos amigos que le habían fascinado para vivir su sacerdocio, le viene a la cabeza que su vocación es la vida monástica. A pesar de todos los signos que tenía delante, de que ninguna otra cosa hasta entonces le había dado más certeza, más entusiasmo, más ganas de vivir su vocación que la relación con aquellas personas que había encontrado, él va detrás de la imagen que se hace de su vida y se va a un monasterio. Ha estado en él diez años. Diez años después, ha vuelto. Estaba claro desde el principio lo que le había pasado, pero ha necesitado diez años para verificar la imagen que se había hecho de sí mismo en vez de secundar lo que había vivido. El Misterio no le ha quitado la libertad, le ha dejado ir como al hijo pródigo: ¡verifícalo! Diez años, ¿entendéis? ¡Diez años para verificar la imagen del cumplimiento! Ni siquiera la evidencia del inicio le había permitido reconocerlo. El Misterio tiene tal ternura por nosotros que nos dice: ¿quieres verificarlo? ¡Verifícalo! ¡Diez años! Impresiona que ni siquiera la anticipación de la respuesta convence hasta que uno no la verifica. Por ello, o uno se fía de los signos que te da el Misterio o secunda sus imágenes. El Misterio no tiene ningún problema porque sabe que nosotros tenemos un detector dentro que si se usa, percibe que no cualquier cosa corresponde. Por eso, no tiene ningún problema en dejarnos libres. Y por eso nosotros tenemos que dejar libre al otro. Tenemos que amar su libertad como la ama Cristo. Como dice Péguy: “he entregado todo para ser amado por hombres libres. Para ser amado por hombres libres he sacrificado todo” (Ch. Péguy, EI misterio de los santos inocentes). No quiere esclavos. No quiere personas sometidas. Quiere hombres libres que tengan las razones adecuadas para reconocerlo.

Me ha sorprendido un escrito de De Gasperi que he comentado en un encuentro al que me ha invitado un amigo. En una de las cartas a su mujer, De Gasperi le dice (¡en los años veinte!): “te quiero como una compañera libre, amiga de igual iniciativa e independencia que la mía. Nada me repugna más que hacer de maestro contigo –de sabelotodo– y entrar en tu conciencia” (A. Polito, Il costruttore. Le cinque lezioni di De Gasperi ai politici, 2024). ¡Qué amor a la libertad de su mujer! ¡Qué modalidad de entrar de puntillas, de estar ahí, en el umbral del misterio de su mujer, con este sentido del misterio y del respeto sacrosanto, como quitándose las sandalias delante del misterio del otro! ¿A quién no le gustaría esto? Pero ¡qué amor al destino del otro tiene que tener cada uno para poder mirar así a su mujer, a su marido, a sus amigos, a su padre, a quien sea, con este sentido del misterio del otro! Por tanto, con la conciencia de que yo no soy capaz de entrar en todas las profundidades de este misterio y que solo puedo estar ahí, esperando a que el misterio del otro se revele y que pueda hacer su camino para descubrir qué es lo que le cumple. Sin esto, creamos solo grupos de sabiondos que piensan saber lo que al otro le conviene y sustituimos el misterio del otro por el proyecto que tenemos sobre él. Pensamos saber mucho mejor lo que al otro le conviene. Siempre hay algún listo que te quiere decir lo que eres. Que cada uno vea.

Empuñar la razón

Ayer por la mañana, después de los laudes, hemos trabajado una parte de los ejercicios. En un momento dado me ha venido a la cabeza una cosa que me pasó hace un tiempo y que me provocó una herida grande. No conseguía escuchar nada de lo que se decía. Tenía toda la voluntad de escuchar, pero mi mente estaba llena de esta herida, que me cubría los oídos y el corazón. Era consciente de que esta herida en otras ocasiones ha sido un recurso, pero ayer por la mañana me bloqueaba completamente. Yo quería escuchar, quería vivir, estar presente, pero me daba cuenta de que la herida se comía la realidad que tenía delante de los ojos. Después, en el coche, un amigo me ha preguntado qué pensaba de lo que se había dicho. Y yo he tenido que decir sinceramente que no había escuchado nada. He tenido que admitirme a mí mismo que la herida había vencido. Yo quiero vivir. La pregunta que te hago es: ¿qué habrías hecho tú? ¿qué haces tú cuando te suceden estas situaciones?

Julián Carrón: Es muy interesante tu pregunta porque nos hace descubrir cuántas veces permanecemos bloqueados. A mí también me pasa a veces: leyendo una cosa que en otro momento me ha llamado la atención o me ha hecho sentir todo el atractivo, puedo estar determinado por una preocupación, una herida, etc. No tenemos que asustarnos de esto. Nos sucede, somos humanos. Y, por tanto, nada de lo que es humano, nos es ajeno. Somos humanos hasta en esta situación que has descrito. Pero no acaba todo ahí porque, cuando te recuperas de esto, ¿qué queda todavía en ti incluso en el momento en el que estás determinado por la herida? Te queda empuñar tu razón y decir: ¿es esto toda mi vida?, ¿todo está determinado por esta herida?, ¿esta es la verdad última de mí?, ¿esta es la verdad última de la realidad?, ¿estoy condenado a vivir sometido a esta herida?, ¿o existe otra cosa, como has visto en otros momentos?, ¿existe otra Presencia? Si no usamos todas estas cosas como un recurso para volver a hacer un uso pleno de la razón y desafiar la modalidad racionalista con la que tantas veces nos dejamos encerrar sin poder respirar, nos debilitamos cada vez más y acabamos percibiendo la realidad dentro de nuestro esquema mental. Esto forma parte de nuestra educación. Si yo no hubiera hecho esto cada vez que me pasaba lo que te pasa a ti, yo no estaría aquí, haría tiempo que me habría despedido de vosotros. En cambio, yo no sería yo, si no hubiera hecho el camino que cada momento de la vida te pide hacer, como a ti. A partir de un cierto momento de mi vida, yo ya no he podido vivir sin juzgar este tipo de fenómenos: pero, esta herida, ¿es la última palabra sobre mi vida? Este error que he cometido, esta circunstancia que no se me ha ahorrado, ¿es la verdad última sobre mí? Si nosotros no aprovechamos cada desafío para aprender a usar la razón según su naturaleza, es decir, apertura a la realidad según todos los factores, sucumbimos al racionalismo insoportable. ¡Porque el problema no es si esto es verdad, es que la reducción con la que tantas veces nos conformamos no es verdad!

Es como si uno estuviese preocupado por tener un tumor y tiene miedo de afrontar la cuestión de si lo tiene o no. O lo tomas en serio para ver si lo tienes o vives determinado por tu preocupación sin comprobar si realmente lo tienes. No se puede vivir sin juzgar, no se puede vivir con la espada de Damocles por miedo a tenerlo. ¿Qué hacemos contra esto, darnos consejos espirituales, hacer gestos sentimentales, darnos una palmada en la espalda? ¿Qué hacemos? Solo una cosa es razonable: verificar si tienes el tumor. ¿Y cómo lo sabes? Te haces todos los análisis posibles e imaginables para ver si lo tienes. Sin ellos no nos libramos de la preocupación y, aunque esta sea equivocada, estamos determinados por ella. Como os he dicho muchas veces: nos asfixiamos, luego somos racionalistas. Cada vez que sucede una cosa así podemos no asustarnos, podemos afrontar la cuestión y juzgarla: ¿es verdad que tengo el tumor o no?, ¿es verdad que todo lo que soy es la herida que siento ahora?, ¿es verdad que todo lo que soy es la soledad que siento ahora?, ¿es verdad que todo lo que soy es la tristeza que siento ahora? Porque en todas estas cosas, como le decía a Nacho y él cuenta siempre: “te doy todos los factores que quieras, pero tú en este momento no te haces a ti mismo, no podrías sentir la soledad, sentir la tristeza, sentir la herida…, si Otro no te estuviera dando la vida ahora”. Por tanto, quedarse en la herida, quedarse en la tristeza, quedarse en la soledad, es dar por supuesto que yo me hago a mí mismo. La cosa más elemental de todas – que nosotros no nos hacemos y, por tanto, Otro está abrazando mi soledad, Otro está abrazando mi herida, Otro está abrazando mi tristeza– es la posibilidad de educarnos en un mundo en el que todo se reduce a la medida de nuestra razón. No al uso de la razón, sino a un uso de la razón como medida de todo. Si yo no desafío constantemente este modo de usar la razón y no me educo a usarla según su verdadera naturaleza de apertura a la realidad según todos los factores, cada vez soy más débil y sustituimos el uso verdadero de la razón con gestos píos y devotos que lo que hacen es incrementar aún más la debilidad. La alternativa es coger el toro por los cuernos y usar la razón. Cristo ha venido para educarnos a usar la razón, no quiere que le sigamos simplemente por compasión hacia Él o por compasión hacia nosotros mismos. “¿También vosotros queréis iros?” (Jn 6, 67) es el desafío de Jesús a Pedro para que mire en su experiencia si es mejor irse o quedarse. La pregunta de Jesús le facilita a Pedro el poder mirar su historia: “aunque yo no entienda esto, ¿me voy o tengo mil razones para quedarme?” Si, cada vez que sucede una cosa como esta, desaprovechamos la ocasión, nos debilitamos cada vez más. Nos hacemos devotos cristianos con la razón dejada en el armario. Un cristianismo así no estará jamás a la altura de nuestra humanidad y de nuestro tiempo, porque nadie quiere vivir sin ser razonable, libre. Un cristianismo así solo vencería a costa de renunciar a lo humano, a lo más humano, es decir, a la exigencia de la razón, de la libertad, del afecto. No quiero saber nada de este cristianismo. A mí no me interesa. Me interesa estar como hombre, con toda mi humanidad, con toda mi exigencia humana de razón. Si esta herida es la última palabra sobre mí, si el miedo que tengo de tener un tumor es verdad o no. ¿Vosotros queréis vivir mirando para otro lado? Mirad a ver si eso resuelve el problema.

Te quería hacer una pregunta sobre una cosa sobre la que insistes siempre, y que te dijo don Giussani, la necesidad de un trabajo estable en la vida. ¿Por qué te hago esta pregunta? Porque veo que tú tienes un modo de hacerlo que envidio y en mí percibo una distancia respecto al camino estable que veo hacer en ti y el mío, en el que muchas veces mi experiencia se seca, se queda sin la fuerza y la riqueza iniciales. Esto lo veo en dos cosas. La primera, que me relaciono con las cosas que tengo alrededor por la apariencia, pero no llego a la profundidad de la realidad, no llego a tocar el misterio, no llego a tocar esa Presencia que me invita, que es vibrante, que me provoca. Me fatigo. El segundo aspecto es un dolor porque, viendo que todo el recorrido que hemos hecho estos años contigo, tengo el temor de malgastarlo. Me siento muy afortunada del camino hecho, me siento como invitada a un gran banquete que yo no merecía, pero como si estuviera malcomiendo de ese banquete, sin apreciar todas las viandas y todo lo que se me pone delante y no le sacase todo el partido.

Julián Carrón: sobre la apariencia, es lo que decíamos antes. Quedarse en la apariencia es siempre la gran tentación. El mundo en el que nosotros vivimos es el mundo en el que la mayoría se queda en la apariencia. Por eso parece que es más normal que uno se quede en la apariencia. El problema es que nosotros hemos sido introducidos a un modo de vivir la realidad de las cosas en el que nuestro modo racionalista de vivir ha sido desafiado. Es el modo indicado por Giussani: asesinamos nuestra humanidad y bloqueamos el uso verdadero de la razón si usamos la razón de modo racionalista y no la usamos para ir más allá de la apariencia. Por eso, no hay que desanimarse. Giussani decía: cuando uno se despierta por la mañana, ¿qué desea? Tenemos que hacer el esfuerzo fatigoso de atravesar toda la ganga de pensamientos, de deseos, preocupaciones, todo lo que se acumula en nuestra cabeza apenas nos despertamos para llegar al fondo de todo, a este deseo de su recuerdo, de su memoria. Esta es la oración de la mañana, todo lo demás es sentimental, es devoto, pero no es rezar. Si leéis el capítulo 10 de El sentido religioso, al final del recorrido que hace con toda la razón delante del estupor y delante de la vida hasta reconocer que soy hecho por Otro, Giussani dice: “esto es la oración”. Nosotros convertimos la oración en la alternativa al uso de la razón –no digo que tú lo hagas, sino que podemos correr ese riesgo–. Pero la razón es esto, esta es la oración de la mañana: este atravesar todos nuestros pensamientos, todas nuestras heridas, todas nuestras preocupaciones, todas las cosas que pesan sobre nuestra conciencia. Si uno no atraviesa todo esto, al final queda enredado en la apariencia. ¡No hay que desanimarse! Es simplemente que llegará el momento en que uno deja de malgastar el tiempo porque ya no puede vivir sin usar la razón así. Entonces, cada vez que le sucede esto, es como un banquete. ¡Yo ya no quiero perderme hacer este uso de la razón para encontrarme con Él! Es como si a uno le viene el pensamiento de si quiere o no a su mujer o a su marido. Si no usas esto para ir al fondo –¡¿pero le quiero o no le quiero?!– y miras para otro lado cada vez que sucede esto, no lo juzgas. Si no hacemos esto en cada cosa del vivir, entonces malgastamos el tiempo. ¿Cómo apreciarlo cada vez más, cómo apreciar cada vez más lo que nos ha pasado? Porque cada vez que uno ejercita su ser, su libertad, su razón de este modo, se incrementa su personalidad. Si no, nos convertimos en amebas, dependiendo del pim-pam-pum de las circunstancias. Cada vez más enclenques, cada vez más débiles, cada vez más frágiles. Hace unos días me preguntaba uno: ¿cómo sabemos si estamos caminando? Lo vemos en si estamos aprendiendo. Tengo un amigo que trabaja con Elon Musk y le pregunta a sus colegas: “en los últimos tres meses, ¿qué habéis aprendido?” Uno ve si está haciendo un camino, cuando se da cuenta de que ha aprendido algo. Si yo os preguntara: “vosotros, en los últimos tres meses, ¿qué habéis aprendido?” Respondiendo a esto podemos entender si malgastamos el tiempo o no. Si pasa el tiempo sin que aprendamos nada, entonces sí, malgastamos el tiempo. En cambio, aunque tenga un recorrido infinito por hacer, si sigo aprendiendo, no lo malgasto, aunque me quede una infinidad de cosas por entender. ¡Menos mal! Porque si no la vida eterna sería un aburrimiento permanente.

 

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