Argentina, entre las urgencias y las esperanzas
¿Qué se pone en juego en estas elecciones generales que coinciden con el 40° aniversario de la recuperación de la democracia?
Un contexto socioeconómico alarmante. Argentina está, en efecto, nuevamente ante la inminencia de un acto electoral decisivo. La grave situación económica y social condiciona particularmente el sufragio, en un contexto dramático: sobre una población total de 46 millones de habitantes, el 40% es pobre y el 10% indigente (es decir, más de 20 millones de personas vive hundida en la marginación). 25 millones de planes sociales –muchas personas reciben más de un plan de ayuda estatal- intentan mitigar la urgencia del hambre y el desamparo. Teniendo presente que hay casi 9 millones de niños (de los cuales 6 millones son pobres) y unos 6 millones de jubilados y pensionados, el universo de los que trabajan se reparte entre 3,5 millones de empleados públicos y 6 millones que lo hacen en el sector privado. Todo ello se traduce en una verdadera inecuación fiscal, por la que menos de diez millones que trabajan sostienen con sus aportes a casi el quíntuplo de personas y que, en definitiva, sumando planes sociales y empleo público, más de 28 millones de personas dependen del Estado. Una inflación galopante en torno al 150% anual precariza aún más la situación social y pone en jaque a una economía en la que no hay precio para los bienes y servicios, resultando imposible hacer planes para el futuro y poniendo al 2024 en terreno de ciencia ficción.
Es lo que causan cuarenta años de una democracia de “baja intensidad”, en deuda con la sociedad, como denunciaba el por entonces Cardenal Bergoglio en 2010 (“Hacia un Bicentenario en Justicia y Solidaridad 2010-2016”, Nosotros como ciudadanos, nosotros como pueblo, pto. 1.2). El uso político de la pobreza degeneró en un aberrante clientelismo por el cual a los profesionales de la política les conviene mantener a la gente en estado de necesidad permanente, de modo de poder practicar en continuado un paternalismo lacerante y oprobioso. Durante décadas, tal vez más de un siglo, los argentinos crecimos creyendo en dos “verdades” que difícilmente, incluso hoy y pese a las evidencias, son puestas en discusión: que la Argentina es un país rico y que la Argentina es un país solidario. Ambas sentencias, en cambio, se ven seriamente cuestionadas por el mar de pobreza e indigencia ya descrito. Poseer abundantes recursos naturales no es suficiente para generar riqueza y la ocasional ayuda masiva ante eventos catastróficos –sean naturales, sean sociales-, si no se entrelaza con la práctica cotidiana de la justicia y la caridad, no resulta en una identificación vigorosa y consistente con la necesidad del otro, cuyo destino es también el mío.
Una sociedad fracturada. La consolidación del kirchnerismo en el poder durante doce largos años profundizó una penosa división en el seno de la sociedad argentina, que recibió en los medios y en el lenguaje coloquial la denominación de “la grieta”. En rigor de verdad, la Argentina es hija de una historia facciosa. La lucha fratricida es un dato que acompaña el devenir del país desde la Independencia: unitarios vs. federales, régimen vs. causa, ilustrados vs. populares, liberales vs. revisionistas, peronistas vs. antiperonistas, K vs. antiK, etc., etc. La pugna de las facciones y una sucesión interminable de revoluciones políticas y sociales hicieron de la violencia un recurso político que tiñó de sangre la historia argentina, y si bien hace cuarenta años las armas regresaron a sus estuches, perduran el odio, el resentimiento, el desprecio y, sobre todo, la falta de juicio y de superación reflexiva de los grandes desencuentros nacionales.
Como explica Jorge Castro, en un país de inmigrantes como es la Argentina, la ausencia de un pasado común hace que el proyecto nacional no resulte ser una herencia histórica, sino necesariamente el logro de un propósito político compartido, o al menos consensuado. La Argentina es una sociedad masivamente movilizada con tendencia a la acción directa, lo cual se traduce en un bajo nivel de institucionalidad. El sistema presidencialista de su Constitución, imaginado como mecanismo político idóneo para dotar de mayor poder al gobernante (“América del Sur necesita reyes con el nombre de presidentes” repetía Simón Bolívar), paradójicamente hoy es fuente de debilidad y precariedad institucional.
El deterioro de la educación y de la cultura, manifiesto tras la pandemia del coronavirus que vació las aulas y desveló las graves deficiencias del sistema educativo, aporta como resultado una enorme cuota de inmadurez cívica por la cual cada cuatro años al momento de tener que elegir Presidente se espera un mesías, en el exacto momento cultural global en el cual los liderazgos están en crisis, no sólo por la carencia de líderes naturales, sino porque en tiempos de redes sociales ya nadie tiene ganas de que otros le digan lo que tiene que hacer o cómo pensar.
Un escenario de pocas opciones. Los movimientos sociales han reemplazado o, mejor, desplazado a los partidos políticos, los cuales –vale la pena admitir- nunca cumplieron un rol demasiado activo en la democracia argentina, más allá de las instancias electorales. En la calificada opinión de Carlos Hoevel –apoyándose en el filósofo alemán Peter Sloterdijk-, los partidos han funcionado hasta el presente como una suerte de bancos en los que la gente deposita su cuota de ira o de bronca, esperando pasar a recoger algún fruto apreciable en el corto plazo. Pero actualmente los partidos políticos están en bancarrota y no logran devolverle a los electores lo invertido. De esa manera asistimos –sostiene Hoevel- a cuatro gravísimas crisis que ponen en riesgo al sistema democrático: crisis de la agencia política (los políticos no hacen nada y no dejan hacer nada); crisis de representatividad (grandes sectores de la sociedad no se sienten ya representados por los políticos y/o por las instituciones); crisis de alianza entre las clases (la globalización generó grandes negocios en torno a los cuales la casta política se alió con los poderosos, a la vez que favoreció a la clase baja para sustentarse electoralmente, generando a los “privilegiados de arriba” y a los “privilegiados de abajo” y excluyendo a las clases medias, habituales agentes del cambio y del ascenso social); y crisis de confianza en el sistema (porque precisamente las clases medias no aprecian en qué las favorece la democracia y la ley).
Los mayores exponentes de la grieta (Cristina Fernández de Kirchner, presidente del 2007 al 2015, y Mauricio Macri, presidente del 2015 al 2019) se bajaron del ring electoral. Cristina ya había decidido hacerlo en 2019, cuando impulsó a su candidato títere, el intrascendente Alberto Fernández, a quien maltrató socavando su escaso poder prácticamente desde que asumió la presidencia. La líder peronista se dedicó a su frente judicial, y desde el fallido y bizarro intento de asesinato por parte de una bandita de marginales culturales carente de todo apoyo político o ideológico hace ya un año, se mostró prescindente y casi desinteresada del proceso electoral. Macri jugó un rol deliberadamente errático en la alianza opositora, la cual acaba de dinamitar al conducir al fracaso –enfrentándolos- a los dos precandidatos de su propio partido y coqueteando con el candidato libertario que se presenta como la novedad, Javier Milei, ganador en las elecciones primarias, pero que en las generales cedió el primer puesto a Sergio Massa. Peronista massista, el actual ministro de Economía es el virtual presidente en ejercicio ante la parsimonia y falta de poder propio y efectivo de Alberto Fernández, convertido ya en un mero elemento decorativo dedicado sólo a lo protocolar.
Las proyecciones de las encuestas anuncian un balotaje cerrado. Milei es un economista que proviene de la actividad privada, un producto televisivo que ganó popularidad como panelista de programas políticos, dotado de una gran capacidad histriónica, un provocador capaz de afirmar enormes disparates sin filtros morales ni modales. Se presenta como el enemigo de la casta política, e interpreta a un gran sector de la sociedad cansado de pagar impuestos sin recompensa, es decir, la clase media enojada que rememora Hoevel. El dato es que en las elecciones primarias logró concitar el apoyo de sectores populares que usualmente votan por el peronismo. Carente tanto de toda experiencia de gobierno como de estructura partidaria suficiente, es un enigma cómo podrá gobernar sin aparato suficiente ni apoyo de un congreso que ya se sabe dividido y sin mayorías automáticas. Dado que pretende llevar adelante una profunda reforma estatal que requiere de la sanción de numerosas leyes, surge la duda acerca de los mecanismos a los que apelará en caso de ganar la elección para llevar adelante su programa de gobierno, que incluye la dolarización de la economía y la eliminación del Banco Central, es decir, el abandono de la moneda nacional. En definitiva, un candidato que se presenta como la expresión anti-sistema que propugna un liberalismo que no existe en el mundo hace ochenta largos años, al menos desde el New Deal, cuando la sociedad estadounidense comprendió que era necesaria la intervención estatal para recrear el capitalismo, el cual de lo contrario degenera hacia la concentración, la desigualdad, la cartelización y los monopolios.
En el otro rincón, Massa. Inteligente y ávido de poder, es tal vez la figura más camaleónica de la democracia argentina, por lo que no resiste el más mínimo archivo. Se alió con todo lo que vapuleó. Su receta es más de lo mismo ya conocido: un control férreo del poder político mediante el reparto de recursos a provincias y municipios, doble discurso, indefinición en materia de política internacional, economía arbitrada por el Estado, manipulación de los recursos e instituciones políticas y económicas, discrecionalidad absoluta en el manejo de lo público, condicionamiento de los restantes poderes del Estado, consolidación de la fisonomía corporativa de la sociedad argentina, mediante la cual los privilegios recaen en los beneficiarios de las estructuras sindicadas (gremios, asociaciones empresarias, movimientos populares que participan del reparto de la ayuda estatal, sindicatos) en perjuicio de los ciudadanos que no gozan de la protección de las corporaciones (pequeños y medianos empresarios, profesionales independientes, empleados no incluidos en convenciones colectivas de trabajo, cuentapropistas, emprendedores independientes).
Es complejo elegir en tal contexto, exige un enorme esfuerzo de discernimiento a través del cual privilegiar lo esencial sobre lo meramente coyuntural o secundario. Y no garantiza acertar, por un esencial déficit de mercado: se trata de una oferta electoral escuálida que no está a la altura de una demanda política alimentada por necesidades y urgencias casi infinitas (estabilidad política y monetaria, salud pública suficientemente garantizada para todos, empleos dignos, poder adquisitivo del salario, decencia mínima en el ejercicio del poder, representación eficaz de los intereses legítimos de sectores y clases, paz social, acceso a la vivienda, financiamiento de la producción, crecimiento económico, solvencia y rentabilidad empresarial, fin del déficit público, control de la inflación, seguridad en las calles y en las redes sociales, recuperación del prestigio internacional, educación de calidad para todos, investigación y desarrollo, independencia judicial, reglas de juego claras y estables, persecución de la corrupción, respeto a la familia, promoción social, abandono del clientelismo esclavizante, participación ciudadana, elevación cultural del pueblo, espacios de creatividad y ocio, reconocimiento de la labor de las sociedades intermedias, razonabilidad normativa, respeto de las libertades, etc., etc., etc…)
Qué cabe esperar. En un contexto tan complicado como el argentino es ilusorio esperar un milagro, sino apenas una práctica del poder –en el mejor de los casos- que siente las bases para iniciar un necesariamente largo camino hacia la recuperación y la prosperidad. En lo inmediato, evitar una hiperinflación como las que lamentablemente hemos conocido en el pasado reciente y que nos colocaron en el borde del abismo. En segundo lugar, que haya lugar para una libertad –definida y vivida no como ausencia de vínculos, sino como capacidad de relación- sin que se vean sofocadas las iniciativas libres de las personas y de los cuerpos intermedios de la sociedad. Luego, que los políticos se conviertan en verdaderos mediadores de los desacuerdos, dejando de ser los intermediarios que son hoy persiguiendo su cuota de poder y sus ventajas, y se vuelvan capaces de colaborar con la construcción del bien común. Y que comprendan –como siempre enseñó Bergoglio- que el tiempo es superior al espacio, la unidad lo es al conflicto, la realidad a la idea, y el todo a la parte.
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