Anulación matrimonial: falta el yo

Mundo · Federico Pichetto
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10 septiembre 2015
El ojo ideológico impide a muchos comprender, en toda su dramaticidad, lo que el Papa y la Iglesia nos están diciendo sobre el matrimonio y la familia. Los cánones del derecho canónico reformados estos días por el Santo Padre con dos documentos “motu proprio” no se refieren ni a un proceso breve y gratuito para “anular” el matrimonio (como pretenden los exultantes progresistas), ni a una vía católica hacia el divorcio (como leer los conservadores más obstinados), sino que narran –para quien quiera escucharla– otra historia muy distinta.

El ojo ideológico impide a muchos comprender, en toda su dramaticidad, lo que el Papa y la Iglesia nos están diciendo sobre el matrimonio y la familia. Los cánones del derecho canónico reformados estos días por el Santo Padre con dos documentos “motu proprio” no se refieren ni a un proceso breve y gratuito para “anular” el matrimonio (como pretenden los exultantes progresistas), ni a una vía católica hacia el divorcio (como leer los conservadores más obstinados), sino que narran –para quien quiera escucharla– otra historia muy distinta.

1. Con sus intervenciones, el Papa de hecho nos está diciendo que en la familia, como en el sacramento del matrimonio, lo que falta no es la realidad de la presencia de Cristo, sino el Yo, la persona. Hoy, cada vez más frecuentemente, quien se casa no lo hace de “mala fe” sino “sin estar presente”, sin la totalidad de su razón y libertad. Un hombre ausente no puede consentir de ningún modo en acoger a otro ser humano distinto de sí mismo por historia, por sexo y por personalidad, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte les separe. Y si no puede expresar ese consenso el matrimonio, el sacramento del matrimonio, no ha existido, no ha sucedido. El Papa, en resumidas cuentas, nos recuerda que para que un hecho suceda hace falta el yo: sin él Cristo puede venir y no encontrar nada que asumir ni salvar.

2. El hecho aún más gigantesco es que la Iglesia, mediante dos sínodos, nos está gritando de todas las formas posibles que un hombre se da cuenta de que no está presente –que no ha estado presente verdaderamente en el momento del sí– o frente al dolor de una relación que termina, porque no está sostenido por la gracia, o frente a un nuevo amor que comienza y que –este sí– le despierta en toda su energía moral, psicológica y afectiva, hasta llevarlo a un juicio que o le ayuda a volver a elegir lo que ya ha elegido, o insinúa en él una hipótesis que solo la misericordia de Dios, mediante la obra de la Iglesia, puede discernir en su verdad. Ante esas humanidades verdaderamente despiertas –por el dolor o por el amor– el Papa nos dice que Cristo, el Cuerpo de Cristo, no puede quedarse parado ni hacer como si nada. Precisamente por eso permite a los sucesores de los apóstoles “dar de comer a los hombres”, es decir, inclinarse sobre sus heridas para devolverles a su verdad, devolviéndoles a los protagonistas de estas historias la realidad, y por tanto la responsabilidad frente a lo que existe o no existe entre ellos. Sin ambigüedades, sin excusas.

3. Los obispos de ahora en adelante podrán decidir cómo proceder ante tales hechos: o reconociendo, en presencia de ciertos parámetros, una evidente inexistencia del vínculo, o preparando un proceso diocesano claro y lineal para comprender mejor si algo ha sucedido entre esas dos personas, o remitiendo al proceso canónico tradicional a los esposos, si tiene suficientes motivos para querer analizar mejor la situación. La Iglesia, en definitiva, no se arroga el derecho ni de disolver ni de ofrecer atajos, se pone al servicio de la vida de los hombres para mostrarles qué les ha pasado realmente.

4. Muchos, llegados a este punto, se alzarán preguntándose cómo es posible no detener a los novios antes del matrimonio. A estos hay que decirles que el matrimonio en la Iglesia es un derecho y que el derecho siempre es a favor del matrimonio. Por lo que no se puede, en función del sentir de un sacerdote agudo, detener a una pareja, a menos que no haya hechos evidentes o ella misma quiera tomar conciencia de que –tras el sentimiento amoroso– falta la voluntad, falta la elección. Ya hemos visto que a veces esto solo sale a la luz después de mucho tiempo, a través del dolor o de un nuevo encuentro.

5. Por último, hay que decirlo: lo que ha hecho el Papa estos días hace del Sínodo algo muy diferente de lo que presentan los periódicos. Ante esta sencillez de corazón, que se convierte en sencillez en los procedimientos para verificar la realidad, resulta muy difícil hablar de comunión a los divorciados vueltos a casar. Sobre todo porque quien ha cometido realmente un error de inmadurez en el consenso (error que, hay que decirlo, siempre ha estado previsto por el derecho) ahora tiene la posibilidad de comprobarlo con celeridad y verdad. Todo ello sin disminuir el doble grado de juicio que, si el promotor del vínculo lo considera oportuno, todavía puede ser tranquilamente recurrido y ejercido.

La Iglesia, como Madre, vuelve a educarnos en la curiosidad hacia lo que existe, y a mirar el verdadero problema que afecta a los vínculos afectivos en el contexto contemporáneo: la ausencia de un yo capaz de juzgar y de llegar hasta el fondo lo que siente y decide. De esto debe ahora ocuparse el Sínodo. Consciente de que la Eucaristía no es un juego y de que las medidas del Papa ofrecen, a quien está íntimamente convencido de no haberse casado nunca, el camino para mirar con lealtad, y no de manera individualista, qué ha sucedido realmente en su vida. No cabe duda: una historia totalmente distinta.

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