¿Alarma o afecto? ¿Cuál es la mejor manera de educar la protección de la naturaleza?
En YouTube hay un vídeo, de poco más de tres minutos, publicado en julio 2011 por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza de América del Sur y titulado “Es el amor, no la pérdida”. En sus más de 13 años de vigencia, registra unos pocos cientos de visualizaciones, ningún comentario y 13 “me gusta”. Desde cualquier punto de vista son unos resultados deprimentes. Pero lo son aún más para un vídeo que puede contener la clave para una de las cuestiones que más preocupan a la humanidad del siglo XXI: la posibilidad de que los seres humanos desarrollemos una relación adecuada, de respeto y cuidado, con el resto de la naturaleza de la Tierra. Podría ser un caso ilustrativo sobre el escaso valor que tienen las redes sociales para difundir la información relevante (de difundir el conocimiento ni hablamos), o sobre la incapacidad de las ideas fundamentadas de imponerse a las opiniones irrelevantes, pero no recorreremos esa senda, tan transitada como melancólica.
Desde los inicios de este siglo se ha venido desarrollando una corriente de pensamiento, más acusada a partir de los confinamientos de la pandemia y apoyada en un número creciente de estudios, que sostiene que es necesario un mayor contacto con la naturaleza para la mejora de la salud física y mental de los seres humanos. Y en paralelo a este pensamiento, y con un inicio temporal bastante coincidente, se ha desarrollado otra tendencia de signo muy diferente, pero estrechamente emparentada con la primera. Esta segunda corriente alienta una preocupación extrema por el deterioro del medio ambiente y, además, promueve la preocupación de que podemos estar viviendo unos años determinantes para evitar la degradación definitiva de nuestro entorno. Sobre esta segunda cuestión existe un consenso mayoritario que convive con numerosas voces discrepantes, lo que crea una amalgama de posturas radicales en las que resulta complejo navegar racionalmente. El conflicto resulta especialmente visible en el caso del cambio climático, en el que se establecen dos categorías irreconciliables entre conservacionistas y negacionistas (así nombrados por el primer grupo) o alarmistas y escépticos (que es como los segundos gustan de nombrar ambos bandos).
Al margen de las posiciones particulares, resulta indiscutible y probablemente inevitable, que el desarrollo humano, y el uso de los recursos de nuestro planeta, haya producido, esté produciendo y produzca, futuros deterioros en los ecosistemas terrestres, y no parece muy necesario argumentar que la educación de los niños y jóvenes no puede estar al margen de este hecho. Este consenso se evidencia tanto en las competencias que se pretenden promover en las leyes educativas, como en los proyectos de los centros e instituciones de enseñanza, o en los documentos de carácter global, como la manoseada agenda 2030, en los que éstos se apoyan.
Así que es legítimo preguntarse ¿Cuál es la mejor manera de educar a los niños para que desarrollen una adecuada relación y sensibilidad hacia la naturaleza? El enfoque preferido para responder a esta pregunta parece claro, porque diariamente somos sometidos a un aluvión de noticias e informaciones que abundan en la misma idea: “estamos destruyendo el planeta”. Este concepto de éxito se ha vuelto especialmente ubicuo en las cuestiones referidas al clima, de manera que no pasa un solo mes en el que no haya algún dato alarmante con el que alimentar la “hoguera de la alarma climática”: cuando no nos encontramos con el otoño más seco estamos en el año más cálido, en el día más lluvioso, en la tormenta de nieve más tardía o en el huracán más temprano, siempre “desde que hay registros”. Todo anunciado desde la aparente convicción de que “cuanto peor, mejor”: cuanto peor sea la situación de la naturaleza mejor será la toma de conciencia para protegerla. De esta manera, el constructo “destruir el planeta” se impone en todos los contextos sociales (desde las conversaciones cotidianas de cualquier ciudadano a los debates la reciente COP28 y la Agenda 2030) y también en los educativos.
En 1964 Rachel Carson escribió un librito, realmente una obra incompleta debido a su temprano fallecimiento, titulado “El sentido del asombro”. En él relataba diversas vivencias en contacto con la naturaleza que había experimentado con su sobrino Roger, de sólo tres años, y de una manera extraordinariamente poética y a la vez nada sentimental, sugería que no hay mejor manera de desear preservar la naturaleza que tener la posibilidad de experimentar su grandeza. El asombro por la naturaleza, y la creación de un vínculo afectivo con ella, eran la clave a través de la cual Roger, siempre acompañado por Carson, desarrollaba el interés por conocerla, con todas las
consecuencias educativas que ello implica, y el deseo de protegerla. Esta intuición de Carson, en el fondo, no es más que una aplicación concreta del principio general de la conducta humana que nos lleva a querer amar y cuidar lo que conocemos por experiencia directa y, por el contrario, a ignorar y despreocuparnos de aquello de lo que no tenemos esa experiencia. Es el mismo efecto capaz de mantenernos una noche en vela cuando tenemos un hijo enfermo, mientras que nos deja dormir plácidamente sabiendo que durante nuestro sueño morirán centenares de niños en algún lugar del mundo. No es insensibilidad, es un mecanismo de supervivencia.
La intuición de Carson ha sido demostrada empíricamente en investigaciones en las que se han estudiado las actitudes en relación con la protección de la naturaleza y su desarrollo en diversos grupos de niños. En estos estudios se han verificado cambios significativos en las actitudes favorables a la protección de la naturaleza cuando se les ha dado la oportunidad de vivir experiencias de contacto con el medio natural, como excursiones o campamentos. En paralelo se ha comprobado como estas actitudes favorables no mejoraban cuando los niños eran informados sobre problemas ambientales o realizaban actividades de educación ambiental de cualquier tipo que no incluían contacto con la naturaleza. Incluso se ha comprobado que las actitudes de protección mejoraban si se producían vivencias en la naturaleza, ¡aunque no se incluyera ninguna información que pretendiese desarrollar esas actitudes! De manera que el simple contacto con la naturaleza mejora nuestra actitud de protección hacia ella.
Sin embargo, la apuesta de los que se erigen en defensores “del planeta” es abrumarnos sin tregua con datos y desastres para despertar nuestra conciencia. Y lo que es más grave es que la mayoría de las acciones educativas que pretenden despertar ese deseo de protección en los niños siguen la misma línea de actuación. La escuela no fomenta ni promueve la relación con la naturaleza, sino que abunda en las ideas de la emergencia permanente y de la responsabilidad humana sobre el deterioro del medio. Esta idea fúnebre está presente en vídeos educativos, libros de texto, cuentos infantiles, jornadas de concienciación o lemas escolares, y los niños y jóvenes son bombardeados sistemáticamente con ella. Los ejemplos son incontables. ¿Y cuáles son los resultados? De momento, y como primer resultado de este “método pedagógico”, ha aparecido una nueva patología: la ecoansiedad, que se desarrolla como consecuencia de una mezcla difusa de culpabilidad por los propios actos y de incapacidad para cambiar el estado del mundo con la conducta personal. Esta patología, que empieza a estar presente en todas las franjas de edad, supone el éxito de Gretta Thunberg, que llegó a decir “Quiero que entren en pánico. Quiero que sientan el miedo que yo siento todos los días”. Pues bien, ya estamos entrando en pánico, estamos asustados y nos sentimos culpables. ¿Serán así más sensibles los niños y los jóvenes al deterioro ambiental? ¿O más bien aumentarán los escépticos, los “ecoansiosos” y los que miran para otro lado como mecanismo de defensa ante el estado de alarma permanente?
Mientras tanto el vídeo sigue olvidado en YouTube esperando visitas.
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