Editorial

A la orilla del río

Editorial · Fernando de Haro
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24 julio 2018
Mañana. En una de las orillas del manso río Cam, en compañía de su agua verde, pacífica y educada. A las espaldas quedan los colleges, sus agujas góticas, sus jardines ahora secos (a lo mejor el agostamiento es consecuencia de un brexit imposible), sus iglesias, la mayoría con aíre de museo, la vida universitaria de uno de los centros que sigue siendo puntero en muchas cuestiones. Lejos, eso sí, muy lejos los años fundacionales, el distante siglo XIII de los orígenes, cuando el estudio era la expresión de una identidad precisa, clara. Cambridge, vieja ciudad europea, educada como su río, primero por los romanos y luego por los cristianos, se pasea junto al agua en un mosaico de roles. La ribera, salteada con grandes tilos, castaños y nogales asiste a un desfile: parejas de todo tipo, esforzados deportistas, asiáticos de acento británico, británicas que aspiran a ser latinas, amantes que desean ser miméticamente gemelos a pesar de la distante genética... la lista es interminable. Se antoja que solo los grandes árboles que crecen junto al río Cam saben quiénes son. Leo bajo ellos, citado por un buen amigo, algunas líneas del sociólogo de Erving Goffman, padre de la microsociología. Buenos párrafos para entender la procesión que tengo ante mis ojos.

Mañana. En una de las orillas del manso río Cam, en compañía de su agua verde, pacífica y educada. A las espaldas quedan los colleges, sus agujas góticas, sus jardines ahora secos (a lo mejor el agostamiento es consecuencia de un brexit imposible), sus iglesias, la mayoría con aíre de museo, la vida universitaria de uno de los centros que sigue siendo puntero en muchas cuestiones. Lejos, eso sí, muy lejos los años fundacionales, el distante siglo XIII de los orígenes, cuando el estudio era la expresión de una identidad precisa, clara. Cambridge, vieja ciudad europea, educada como su río, primero por los romanos y luego por los cristianos, se pasea junto al agua en un mosaico de roles. La ribera, salteada con grandes tilos, castaños y nogales asiste a un desfile: parejas de todo tipo, esforzados deportistas, asiáticos de acento británico, británicas que aspiran a ser latinas, amantes que desean ser miméticamente gemelos a pesar de la distante genética… la lista es interminable. Se antoja que solo los grandes árboles que crecen junto al río Cam saben quiénes son. Leo bajo ellos, citado por un buen amigo, algunas líneas del sociólogo de Erving Goffman, padre de la microsociología. Buenos párrafos para entender la procesión que tengo ante mis ojos.

No importa lo que uno sea, sino lo que logra parecer. El yo no existe, es un producto circunstancial, lo que realmente cuenta es el papel que se asume en función de la situación en la que se está. Es necesario abandonarse en el rol y aprovechar las ventajas de identidad que puede proporcionar, explica Goffman. Los paseantes junto al río Cam no lo hacen por maldad, por renegar del origen o de lo dado. ¿Quién conoce el origen? Simplemente están en su laberinto, en un juego de espejos infinito, sin más energía que la voluntad, sin más posibilidad que crearse y recrearse a sí mismos. Incluso los que, en su acento, en sus creencias, en sus ropas, quieren mostrarse “tradicionales”, han construido una máscara nueva, decorada eso sí con los viejos ornamentos de lo antiguo para huir del anonimato de la globalización. El manso Cam no refleja en su agua verde la educación de siglos (¿hay dónde encontrarla?). A los nuevos remeros y a los nuevos paseantes el agua del río, el camino, no les parecen suficientemente reales.

Tarde. En la sala de pintura italiana del museo Fitzwilliam. Quatroccento. Una Anunciación deliciosa. La casa de María pintada de un rosa pálido, el mundo atento a la escena a través de una ventana abierta. Gabriel sutilísimo, inclinado, con un dedo señalando al cielo. La Elegida, a unos metros, con los brazos cruzados sobre el pecho. Aceptando, acogiendo, diciendo sí. El silencio, la elocuencia del cuadro, de la escena, tiene siglos. Las dos libertades, la que elige y la que acepta la elección, en su momento más dramático. La Elegida conociéndose, descubriendo su identidad al aceptar la elección. Y no hay quien se separe de tanta belleza. Pasan los minutos en un suspiro. ¿Acaso ha dejado de suceder esta belleza en las riberas de los educados ríos de Europa? ¿No sucede o la hemos tapado? ¿Acaso no puede reconocerse y por eso hay que inventar?

Noche. Cena con tres inteligentes estudiantes universitarios del Reino Unido, huésped en una bonita casa de Cambridge. Les pregunto: ¿por qué creéis que me he quedado prendado de la belleza que he visto en una sala del Fitzwilliam? Uno me responde que ha sido una experiencia generada por mi cultura católica, conozco unos códigos particulares, y me emociona verlos expresados con buena estética. Otro me responde que los códigos en este caso no tienen nada que ver. La belleza es universal y no necesita de culturas particulares. Particularismo y universalismo. Con su parte de verdad, pero también como dos jaulas. Atrapados los dos jóvenes, como nosotros los mayores. Así es como hemos llegado a lo que denunciaba Goffman: paseamos junto al río de la vida sin yo, entre una universalidad abstracta, que nos deja huérfanos y un particularismo tirano e inventado que nos deja sin mundo y sin comunicación posible. ¿Habrá algo más potente que la máscara? ¿Está sucediendo algo?

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