La seguridad no nace de la nada

Querido Director:
Leía con atención el artículo de Luis Ruíz del Árbol que en estas mismas páginas alertaba sobre la nadafilia, esa inclinación social a dramatizar problemas, a magnificar amenazas e instalarse en una especie de pre-apocalipsis permanente. Una reflexión inteligente y sugerente. Sin embargo, creo que conviene matizar algo que el miedo puede ser exagerado, pero la seguridad que lo motiva no es una obsesión infundada, sino una necesidad humana básica.
Maslow ya lo describió con claridad en su célebre pirámide de necesidades: tras la comida, el agua y el descanso, todos buscamos seguridad. Seguridad física, económica, jurídica, sanitaria…. Sin ella, la ansiedad coloniza la vida cotidiana y bloquea cualquier aspiración a niveles más altos de desarrollo personal o colectivo. Nadie piensa en autorrealizarse si antes no sabe que podrá dormir bajo un techo seguro o que su sustento no peligrará de un día para otro.
De ahí que la historia esté plagada de respuestas organizadas a esta necesidad. En el orden medieval, los gremios ofrecían apoyo mutuo frente a la enfermedad o la pobreza. En los albores de la modernidad, los seguros marítimos protegían a comerciantes y armadores contra la ruina que podía causar un naufragio. Más tarde, los bancos ofrecieron un resguardo frente al robo o la inestabilidad política. Y hoy lo hacen las compañías de seguros, las farmacéuticas, los antivirus que blindan la vida digital o los vendedores de neumáticos. Todas estas iniciativas, tan distintas en forma, responden a una misma pulsión: la de vivir protegidos frente al riesgo. La seguridad es tan consustancial a la vida humana que, cuando el Estado no la garantiza, otros la proveen.
Los últimos meses nos han ofrecido ejemplos palpables de que esta demanda sigue viva. Las inundaciones en Valencia y la caótica respuesta institucional posterior dejaron tras de sí un reguero de desconfianza. El apagón eléctrico del pasado abril, que paralizó durante horas buena parte del país, despertó la sensación de fragilidad en un sistema que se presume avanzado. La gestión de los incendios en verano, marcada por la falta de previsión y de coordinación, reforzó la impresión de que las instituciones no siempre están a la altura. No son simples anécdotas: erosionan la confianza de los ciudadanos en la capacidad de sus instituciones para responder adecuadamente a las amenazas que nos acechan como personas y como sociedad.
En todos estos casos, se nos podría invitar a relativizar: “hay países en los que la situación es peor, mucho peor”. Es cierto, pero es también una comparación engañosa que nos empuja hacia la mediocridad. Una sociedad avanzada no debe medir su nivel de seguridad con el rasero de quienes tienen menos, sino con el de los estándares que ella misma se ha fijado. Precisamente esos estándares son los que garantizan el progreso.
En ese vacío, surgen iniciativas privadas. Empresas de seguridad que instalan alarmas para paliar el aumento de robos en viviendas. Compañías como Alquiler Seguro que protegen a los propietarios frente a impagos que la Justicia tarda más de dos años en resolver. ¿Es oportunismo? No lo creo. Es la respuesta natural a un fallo de cobertura por parte del Estado.
Conviene no engañarse: cuando alguien teme perder su casa, cuando el ahorro de toda una vida está en riesgo o cuando la propiedad tarda años en recuperarse, no hablamos de “miedos imaginarios”. Hablamos de carencias reales. Y en esas circunstancias, que existan empresas que ofrezcan certezas —a cambio de un pago legítimo— no debilita a la sociedad; al contrario, refuerza sus mínimos de estabilidad. Son la prueba de que existen estándares exigidos por la propia ciudadanía, sin los cuales la vida en común se volvería invivible.
Ahora bien, reconocer este papel no implica renunciar a la crítica. Es evidente que algunas campañas de marketing se alimentan del miedo, sobredimensionando amenazas para vender tranquilidad. Pero reducir todo el fenómeno a un aprovechamiento del temor es injusto. El miedo puede sobreactuarse; la necesidad de seguridad, en cambio, es estructural. Y si esa necesidad no está bien cubierta por lo público, es lógico que lo privado ocupe el espacio.
La nadafilia, como concepto, es útil: advierte contra la tentación de vivir instalados en un permanente estado de alarma. Pero no debe confundirse con la legítima preocupación por la seguridad y el sano inconformismo de las sociedades avanzadas. Una cosa es exagerar amenazas para movilizar emociones, y otra muy distinta es reconocer que sin seguridad no hay proyecto vital posible. Negar lo segundo es ignorar una evidencia tan antigua como la propia historia.
Por eso, más que demonizar la existencia de empresas que satisfacen esa demanda, deberíamos verlas como parte de un ecosistema que recuerda al Estado sus deberes y ofrece a los ciudadanos una red adicional de protección. En última instancia, la seguridad no es un lujo ni un invento de nuestro tiempo: es la base sobre la que se construye cualquier sociedad libre y estable.
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