Las pequeñas cosas deshumanizan

La solución para evitar una de las mayores fuentes de sufrimiento en este siglo XXI está al alcance de la mano. O eso parece. Solo hay que mejorar el conocimiento sobre el funcionamiento de la dopamina como neurotransmisor. Si conseguimos manipularla de un modo conveniente podremos reducir los problemas que generan los excesos del deseo. Mientras no se materialicen esos avances podemos recurrir al Ozempic, el medicamento milagroso que transforma dentro del cerebro la búsqueda de satisfacción. También podemos buscar la ayuda en la meditación trascendental, en la religión sin religiosidad (sin sentido del Misterio), en la filosofía de la resignación o en la pertenencia a grupos identitarios que adormezcan el vértigo de la existencia. Hay muchas soluciones para liberarse del deseo y alcanzar la luz de una tranquilidad sin fin. Hay que estar dispuestos, eso sí, a asumir los efectos secundarios: perder la grandeza de la insatisfacción, asimilarnos a los algoritmos, deshumanizarnos.
Hace unas semanas Shayla Love, una colaboradora experta en ciencia y en mente, de la revista The Atlantic escribía un artículo titulado “Entender el deseo en la Edad de Ozempic”. En el texto explicaba las conexiones entre las recomendaciones de una monja budista de Nueva York con medicamentos como el GLP-1 y el Ozempic, medicamentos inicialmente desarrollados para regular los niveles de glucosa y otras funciones metabólicas. La monja budista le explica a Shayla Love que “el deseo y la ansiedad implican correr y aferrarse eternamente a algo que aún no tenemos”. El objetivo debe ser eliminarlos a través de un largo trabajo de ascesis. Otra solución es disminuir la dopamina y parece que el GLP-1 y el Ozempic lo consiguen. “El deseo es un monstruo que hay que domar si se quiere alcanzar la felicidad”, aseguraba Shayla.
Es la misma conclusión a la que llegaba hace tres años en la misma revista Arthur C. Brooks, profesor de Harvard y director de un podcast que se llama How to Build a Happy Life (Cómo construir una vida feliz). Brooks detallaba once consejos tomados de los textos de Seneca para superar el “malestar moderno”. Uno de ellos es la “moderación en todo”: en el comer y en el beber pero también en la virtud. Y, por supuesto, olvidarse de cualquier aspiración a tener relación con algo y alguien que esté cerca de lo inabarcable.
El tratamiento para la “enfermedad del deseo” es sencillo sobre el papel. Pero luego no es fácil de aplicar porque la realidad tiende emboscadas en los rincones más insospechados. Un dolor, un pájaro saltando en una acera, una canción, una injusticia, acaban con muchos esfuerzos, acaban con la anestesia que proporciona el grupo al que se pertenece. Entonces la tenacidad de la tristeza y de la melancolía nos recuerdan que hay algo que no tenemos y que esperamos.
Para conseguir una definitiva conformidad con “las cosas pequeñas de la vida”, con “lo mucho que ya se nos ha dado”, no hay solución más eficaz que eliminar la presencia de lo que ya ha empezado a responder al deseo. La presencia del objeto deseado lejos de apagar el deseo lo convierte en un incendio. Solo la compañía misteriosa de la persona amada nos permite aceptar toda la fuerza inextinguible de la aspiración a ser querido.
Shayla en su artículo tiene la honestidad de reconocer que la pretensión de acabar con el deseo acaba en apatía. El algoritmo no sufre pero no tiene energía para vivir. El Papa León ha dejado claro que ese no es el camino de la Iglesia: “la inteligencia artificial, las biotecnologías, la economía de los datos y las redes sociales están transformando profundamente nuestra percepción y nuestra experiencia de la vida. En este escenario, la dignidad humana corre el riesgo de quedar aplastada (…) Me permito, pues, expresar un deseo: que el camino de las Iglesias en Italia incluya, en coherente simbiosis con la centralidad de Jesús, la visión antropológica como instrumento esencial del discernimiento pastoral. Sin una reflexión viva sobre lo humano —en su corporeidad, en su vulnerabilidad, en su sed de infinito y en su capacidad de vínculo—, la ética se reduce a un código y la fe corre el riesgo de desencarnarse” (Discurso a los obispos de la Conferencia Episcopal Italiana).