El Conclave: todo un acontecimiento

Los pronósticos (seguramente todos inútiles) que se han hecho durante los últimos días sobre qué cardenal puede ser elegido Papa y la mayor simpatía por uno u otro no son necesariamente despreciables o frívolos. Es imposible no hacerse una cierta idea de cómo debe ser algo o alguien que te importa. El Papa, lo hemos confirmado en los funerales de Francisco, importa mucho. Y no solo a los 1.350 millones de católicos que hay en el planeta.
El problema no es tener preferencias -faltaría más- sino en qué tipo de experiencia, en qué tipo de razones y emociones, en qué tipo de convivencia con el fenómeno “sucesor de Pedro” se basan. El problema es si esas preferencias, antes y después del conclave, se someten a los hechos.
Después de la experiencia de los últimos 50 años sabemos que hay categorías: tradicionalista/progresista, aperturista/defensivo, occidentalista/globalista, que no significan nada. Son expresión de una forma de pereza que a estas alturas es insostenible. ¿Por qué tendrían sentido en la Iglesia si son categorías que han desaparecido hasta de la política?
Hay quien, al pensar en el nuevo Papa, hace una lista de tareas que considera urgentes: sistematización de las reformas de Francisco; profundización de la “Iglesia en salida”; reconstrucción tras el tsunami de los abusos; atención debida a América, África y Asia dónde viven la mayoría de los bautizados; inteligencia geoestratégica e inteligencia en la caridad para servir de ayuda en un mundo que sufre una III Guerra Mundial a trozos… el elenco es casi infinito.
Quizás sea oportuno tener presente, ante el Cónclave que empieza este miércoles, la “onda larga” que recorre la vida de la Iglesia desde hace casi 50 años. Es un filo rojo que ha llevado a comprender el cristianismo como un acontecimiento, como la experiencia de un encuentro con Cristo en el que el hombre encuentra su plenitud. Ahora nos parece algo que siempre había estado ahí, pero en realidad sigue siendo muy nuevo (es nuevo porque ha recuperado la verdadera tradición).
La cosa empezó con Juan Pablo II: “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta (…). Por esto precisamente, Cristo Redentor revela plenamente el hombre al mismo hombre (Redemptor Hominis). Este encuentro y esta experiencia “explican el cristianismo”. Luego llegó Benedicto XVI: “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus Caritas Est). Y luego remachó Francisco: “no me cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro del Evangelio” (esas palabras eran las de la Deus Caritas Est) (…) “sólo gracias a ese encuentro —o reencuentro— con el amor de Dios (…) llegamos a ser plenamente humanos” (Evangelii Gaudium). Acontecimiento que tiene la forma de encuentro con Cristo y en el que se experimenta una plenitud que atrae. Francisco no se ha cansado de insistir en que “la Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción”.
No es casualidad que en los tres primeros textos, en cierto sentido programáticos, de los tres últimos Papas se haya subrayado esta comprensión del cristianismo. En la larga historia de la Iglesia un paso de este tipo, con todas las implicaciones que tiene, no se asimila rápidamente. Siempre existe la tentación de pensar que se ha logrado esa asimilación porque el cristianismo como acontecimiento ya es doctrina. Vemos, de hecho, que el cristianismo como acontecimiento dista mucho de haberse convertido en método para afrontar la vida personal, la vida de la Iglesia y del mundo. Es un camino que está todavía por recorrer.
Sin la obediencia al cristianismo como algo que está aconteciendo (que sucede de forma imprevista) es fácil que las estructuras eclesiásticas, incluso las comunidades que nacieron con frescura, se conviertan en realidades sociológicas autorreferenciales, burocráticas. Solo si el cristianismo está aconteciendo supera esa fidelidad moralista que se convierte en una trampa para los creyentes, una fidelidad que rechazarán los más vivos y aceptarán los temerosos, los que buscan un refugio. Solo si el cristianismo está sucediendo cambia desde dentro la manera que tienen las personas de concebirse a sí mismas. De esa conciencia, de reconocer que soy lo que me sucede en un acontecimiento que se renueva continuamente, es de donde nace una caridad indomable, una misión que coincide con la vida y una cultura nueva. Una cultura que tiene una simpatía profunda por todos los hombres y que no se limita a la infecunda aplicación de ciertos criterios. Los criterios en seguida se quedan viejos en un mundo vertiginoso.
En los últimos 50 años hemos vivido un “cambio de época”. Muchas circunstancias son diferentes. Pero todas ellas han hecho más acuciante, más radical, la necesidad de reconocer en el acontecimiento cristiano un método que solo se afirma con la vida.