Francisco: Gracia, diálogo, fraternidad: el regalo de un padre de los pueblos

Cada vez que me llamaba por teléfono, lo reconocía, un poco por el número «privado» y un poco por el tono inconfundible de su voz. Y él, el papa Francisco, siempre se sorprendía: «¿Me ha reconocido?». Y se echaba a reír con una risa espontánea y contagiosa. Ahora echaremos de menos esa risa y esa voz. Así como echaremos de menos a él, a su persona, al Papa latinoamericano.
Fue un gran pontífice. No es el único, claro. Todos los últimos papas, desde Pablo VI, pasando por Juan Pablo I, Juan Pablo II y Benedicto XVI, fueron grandes. Todos tenían claro que, después del Concilio Vaticano II, la Iglesia debía retomar la perspectiva de los primeros siglos, la de una comunidad peregrina en el mundo, fundada en el testimonio de la fe y la gracia.
Bergoglio, desde su etapa como provincial de los jesuitas argentinos, y luego como obispo y cardenal de Buenos Aires, era hijo de esa perspectiva. Entre los papas, su favorito era el «gran» Pablo VI, el Papa del Concilio, el que se había cargado con la tarea de sacar a la Iglesia, inmersa en un mundo ya secularizado, de la nostalgia por una cristiandad perdida.
Lo cual no significa, como pensaban los tradicionalistas que tanto lo angustiaron, que Francisco haya sido un papa modernista. Era moderno, libre hacia los usos y costumbres que reflejaban el espíritu de los tiempos y, al mismo tiempo, profundamente arraigado en la tradición, la de la fe sencilla y genuina del «pueblo fiel» de las naciones latinoamericanas. San José y Santa Teresita del Niño Jesús eran objeto de sus oraciones.
Francisco, al igual que Juan Pablo II, heredó una Iglesia destrozada, la misma que llevó a la renuncia del papa Benedicto. Cuando fue elegido para ocupar la sede de Pedro, el 13 de marzo de 2013, la Iglesia estaba afectada por el escándalo de la pedofilia, un delito grave por el que corre el riesgo de ser llevada ante la corte internacional de la ONU. En Estados Unidos, muchas diócesis están al borde de la quiebra por las indemnizaciones a las víctimas. A pesar del valor de Benedicto, que rompió el silencio y confesó abiertamente las culpas del clero y de los religiosos, la ola de indignación parecía arrasarlo todo. Con Francisco renace la confianza, su testimonio, fuerte y severo, permite pasar página. Un cambio importante que los críticos del Papa tienden a olvidar.
Desde el principio, su pensamiento fue claro. Lo abordó personalmente en la exhortación apostólica Evangelii gaudium de 2013, el manifiesto de su pontificado. La clave está en la afirmación, tomada de Deus caritas est de Benedicto XVI, según la cual «Al comienzo del ser cristiano no hay una decisión ética ni una gran idea, sino el encuentro con un acontecimiento, con una persona, que da a la vida un nuevo horizonte y, con ello, su orientación decisiva» (EG, 7).
La Iglesia, para salir del clericalismo que siguió a su cierre en la etapa poscomunista posterior a 1989, tenía que redescubrir la prioridad del anuncio sobre la doctrina moral, salir de las murallas en las que se había atrincherado para defenderse de la secularización típica de la occidentalización, curar las heridas del alma y del cuerpo, sin pretender decidir, a priori, los caminos de la gracia.
En el mundo de los hombres solos, de la competencia económica descontrolada basada únicamente en la lógica del beneficio, la Iglesia, sin reducirse a una organización sin ánimo de lucro, debe ser un «hospital de campaña», el lugar de una fraternidad renovada. Esto llevará a Francisco a ser objeto de las críticas del neocapitalismo liberal, la corriente que en Estados Unidos encontró un terreno fértil en los neoconservadores de origen católico. Sin embargo, la de Bergoglio no era una utopía, era una profecía. La globalización unía los mercados dividiendo a los hombres y a los pueblos. Constituía la premisa de un mundo profundamente conflictivo.
Al igual que los profetas, que claman solitarios en el desierto, Francisco ya vislumbraba al comienzo de su pontificado lo que, hace diez años, no era evidente: la tercera guerra mundial en pedazos. Una profecía que, tras la invasión de Ucrania por parte de Rusia y la guerra entre Israel y Gaza, parece acercarse peligrosamente. Ante este panorama, el hilo conductor que recorre todo el pontificado ha sido el grito, intenso e ininterrumpido, por la paz. Un grito que su sucesor no podrá ignorar.
Hombre de paz, el Papa ha sido un apasionado defensor del diálogo entre las religiones, en particular con el islam. Cuando el terrorismo islámico golpeó Europa, después del 11 de septiembre de 2001 y la guerra contra Irak, devastando Oriente Medio primero con Al Qaeda y luego con el ISIS, Francisco buscó insistentemente la relación con el islam moderado en nombre del Dios de la misericordia contra el dios de la violencia.
Por eso fue criticado con dureza por los occidentalistas que se aferran a la visión maniquea del enfrentamiento entre las fuerzas del bien y las del mal. Por el contrario, del compromiso de Francisco surge el importante documento de Abu Dabi, Fraternidad humana. Por la paz mundial y la convivencia común, firmado el 4 de febrero de 2019. Este texto es la introducción de la encíclica Fratelli tutti, publicada el 3 de octubre de 2020, la Pacem in terris del papa Bergoglio.
Por la paz, el Pontífice se ha esforzado de todas las maneras posibles, haciendo viajes a las zonas más peligrosas del mundo, a menudo con el único objetivo de consolar a las comunidades cristianas presentes. A esta categoría pertenecen los viajes a Kenia, Uganda y Centroáfrica, en noviembre de 2015, y el de Irak, en marzo de 2021, con paradas en Bagdad, Nayaf, Nasiriya, Erbil, Mosul y Quaraqosh. Los últimos años, desde febrero de 2022, lo han visto protagonista en la exhortación a Washington y Bruselas para que encuentren soluciones diplomáticas al conflicto ruso-ucraniano. Del mismo modo, ha pedido constantemente que se depongan las armas en el sangriento conflicto entre Israel y Hamás. En vano.
Ahora que Francisco ya no está, todos reconocen su grandeza, la última gran figura moral en una época árida, sin testigos reconocidos. La Iglesia que viene no podrá ignorar su lección, la de una fe basada en la misericordia, a la que está dedicado el Jubileo de 2015, en la atención a los marginados, a los débiles, a los indefensos, a los frágiles. No podrá olvidar la figura de un Papa que se concebía a sí mismo como un cristiano «normal», como un pobre pecador elegido por la gracia. Papa de los «alejados», que descontentó a muchos «cercanos», supo acercar a la Iglesia a agnósticos y no creyentes. En el abrazo y la ternura, el Cristo de los Evangelios vuelve a encontrarse con los corazones desilusionados de nuestro tiempo.
Así se fue Francisco, auténtico padre de los pueblos, el Lunes de Pascua. Acompañó a su Iglesia hasta el final, como Juan Pablo II, hasta el último aliento, con el rostro contraído por el dolor. Quiso despedirse de su pueblo, el pueblo cristiano en la plaza de San Pedro, bendecirlo por última vez desde la logia de la basílica, hacer leer su último discurso contra la guerra.
Antes, el Jueves Santo, había visitado la cárcel de Regina Coeli. No pudo lavar los pies de los presos, como solía hacer. Se quedó en la silla de ruedas enviando besos a las personas que lo miraban desde detrás de las rejas de la sección protegida. Podría haberse ahorrado el esfuerzo y, tras su regreso del hospital Gemelli, esperar pacientemente su recuperación. Pero no quiso. Quizás intuía que su hora se acercaba y que debía cumplir hasta el final con su tarea. El Pastor quiso consolar a su rebaño hasta el final, antes de que las fuerzas lo abandonaran. Con la Pascua, se cumplió el tiempo y no podemos sino darle las gracias por todo lo que ha dado a su Iglesia.
Artículo publicado en Ilsussidiario.net
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