La guerra, la religión y el corazón del hombre

Mundo · Emilia Guanieri
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8 octubre 2024
Tal vez sea precisamente éste el bien que cualquier religión puede aportar al mundo. Mantener viva la conciencia de que el hombre tiene sed de infinito. ¿Qué hemos hecho con esa sed de infinito?.

Ante la guerra, los hombres de fe siempre han invocado y siguen invocando a Dios para que cesen los conflictos, para que se detenga la espiral de violencia, muerte y destrucción, para que se encuentren los caminos de una paz posible. Junto a la oración silenciosa de millones y millones de hombres, se eleva hoy la oración incesante del Papa, así como el llamamiento incansable y reiterado que el cardenal Pizzaballa nos envía desde la atormentada Tierra Santa, un llamamiento que en agosto recibió también la expresión de gratitud y participación de Yahya Pallavicini, imán de la Comunidad religiosa islámica italiana. El diálogo y la amistad entre personas de distintas confesiones han acompañado siempre la invocación dirigida a Dios para que conceda el don de la paz.

Durante su reciente viaje a Indonesia, en Yakarta, en la mezquita Istiqlal, el Papa Francisco firmó, junto con el Gran Imán Nasaruddin Umar, la Declaración «Promover la armonía religiosa por el bien de la humanidad», en la que se lee: «El fenómeno global de la deshumanización se caracteriza sobre todo por los conflictos generalizados, que a menudo causan un número alarmante de víctimas. Es especialmente preocupante que la religión se instrumentalice a menudo en este sentido, causando sufrimiento a muchas personas, sobre todo mujeres, niños y ancianos». A la reunión de Yakarta asistieron representantes de todas las religiones oficialmente reconocidas en Indonesia: islam, budismo, confucianismo, hinduismo, catolicismo y protestantismo. Existe el riesgo de que la religión sea instrumentalizada, afirma la Declaración de Yakarta, la tentación de que las religiones se conviertan en «un instrumento para alimentar el nacionalismo, el etnicismo, el populismo», recordaba recientemente el Papa Francisco en su mensaje para el Encuentro Internacional por la Paz de París, «el diálogo interreligioso atraviesa una profunda crisis» leemos en las sentidas palabras de una reciente entrevista al cardenal Pizzaballa. Mientras seguimos pidiendo a Dios el don de la paz, no podemos dejar de preguntarnos cómo las religiones pueden desempeñar un papel útil en la paz, pueden representar un bien en este mundo tan desgarrado por las guerras y el odio. ¿Las religiones? ¿Todas las religiones? ¿Hay algo que realmente tengan en común que pueda permitir a cada hombre mirar al otro, aunque sea diferente, con una última chispa de simpatía o al menos de pregunta?

De nuevo en Yakarta, en el Encuentro Interreligioso en la Mezquita, el Papa Francisco afirmó que «la raíz común a todas las sensibilidades religiosas es una: la búsqueda del encuentro con lo divino, la sed de infinito que el Altísimo ha puesto en nuestros corazones». Mirando el deseo de plenitud que habita en lo más profundo de nuestros corazones, descubrimos que todos somos hermanos». Tal vez sea precisamente éste el bien que cualquier religión puede aportar al mundo. Mantener viva la conciencia de que el hombre tiene sed de infinito. Precisamente la inseguridad, el miedo, el cansancio de vivir, que acompañan nuestra vida cotidiana de manera cada vez más conspicua, son como el destello humeante de algo que nos falta, de una pregunta que tal vez ni siquiera tenemos el valor de sacar a la superficie, pero que nos acompaña, incansable e insaciable. Después de todo, ¿quién soy? ¿Qué soy? ¿Sólo ansiedad, miedo, búsqueda de seguridad?

¿Y qué tiene que ver la religión con todo esto? ¿Unas cuantas oraciones recitadas con devoción más o menos despistada, que alivian durante unos minutos, pero que no resisten las presiones de la vida? Si en un momento de crisis como el que vivimos, Dios no sirve para nada, entonces podemos cerrar el juego y aceptar que las religiones son, en el fondo, sólo una complicación, cuando no un problema. Los cristianos, además, somos muy conscientes de que nuestra religión no está pasando, desde luego, por un momento feliz. ¿De qué puede servir ese cristianismo «minoritario», «que ya no se asienta en un marco social hospitalario», como lo llamó el Papa Francisco en su reciente viaje a Bélgica?

Quizá los cristianos podamos aprovechar este tiempo como una oportunidad para preguntarnos ¿qué hemos hecho con esa sed de infinito? ¿Dónde hemos confinado esa necesidad de sentido que a veces nos atenaza la garganta? Cuando miramos a los demás, que no nos convienen, que no se portan bien, que son diferentes, ¿no se nos ocurre pensar que también ellos, bajo ese hocico desagradable, bajo esa piel de color distinto al nuestro, tras esa mirada adusta, llevan, más o menos conscientemente, nuestra propia sed de infinito? Esa sed que, en la experiencia de cada uno de los que nos llamamos cristianos, un día se encontró con un hecho, una persona, algo, que pudimos ver y tocar, la presencia del Misterio hecho hombre. Esto es el cristianismo. Y es precisamente este encuentro lo que nos hace cada vez más apasionados en la escucha de ese deseo del corazón del que nos hacemos cada vez más conscientes y que nos impulsa a amar esa presencia encontrada. Y estamos cada vez más seguros de que las religiones pueden ser verdaderamente un bien, porque custodian esa exigencia de infinito que constituye la grandeza de lo humano. Como describe Leopardi con conmovedora lucidez en sus Pensamientos: “No pudiendo ser satisfecha por ninguna cosa terrena, ni, por así decirlo, por toda la tierra… imaginar el número infinito de los mundos, y el universo infinito, y sentir que nuestra alma y nuestro deseo serían aún más grandes que un universo tan hecho… me parece el mayor signo de grandeza y nobleza, que se ve en la naturaleza humana.”

 

Artículo publicado en Ilsussidiario


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