Irán y el “Eje de Resistencia”

Mundo · Mauro Primavera
Me gusta 1
4 octubre 2024
Con el lanzamiento de la operación «Inundación de al-Aqsa» el 7 de octubre de 2023, por primera vez cada componente del Eje de la Resistencia se vio implicado, de forma más o menos directa, en la confrontación militar con Israel y sus aliados.

El 29 de enero de 2002, en su discurso sobre el Estado de la Unión, el presidente estadounidense George W. Bush utilizó el tristemente célebre término «Eje del Mal» para referirse a los Estados hostiles a Washington y considerados responsables de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Al principio, esta expresión -que recordaba al Eje de la Segunda Guerra Mundial entre la Italia fascista, la Alemania nazi y el Imperio japonés- identificaba a la República Islámica de Irán, el Irak de Sadam Husein y la Corea del Norte de la dinastía Kim. En los meses siguientes, gracias a la popularidad que obtuvo en la prensa internacional, la lista se convirtió en una auténtica lista negra, rebautizada «Estados canallas», a la que se añadió un bloque de países afroasiáticos de mayoría musulmana (Libia, Sudán, Siria, Afganistán) y otro sudamericano de tendencia socialista (Cuba y Venezuela). En los últimos años, Irán y sus aliados no sólo han reivindicado con orgullo su pertenencia a este frente antiestadounidense, sino que han revalorizado el significado de la palabra «Eje», elevando su significado de estigma a virtud: ya no se trata de un frente de los «malvados», sino de la «Resistencia» -mehvar-e moqâvemat en persa, mihwar al-muqāwama en árabe-, que debe entenderse como oposición total al imperialismo occidental y a la existencia del Estado de Israel. Para comprender esta peculiar alianza y su proyecto político, es necesario examinar sus distintas almas una a una desde una perspectiva histórica, analizando sus interacciones.

Irán, de la exportación de la Revolución a la «Media Luna chiíta»

La República Islámica de Irán representa naturalmente el pivote del Eje en varios aspectos: político, económico, militar y sobre todo ideológico. Este último está directamente relacionado con la Revolución de 1979 que derrocó a la monarquía pahlavi, estableciendo un sistema de gobierno que integraba algunos mecanismos de la democracia parlamentaria con la teoría del «gobierno de los juristas» (velayet-e faqih) elaborada por el ayatolá Ruhollah Jomeini. De este modo, Teherán se presentaba como una «tercera vía» de gobierno, una alternativa tanto a los modelos estadounidense y soviético como, a nivel regional, tanto a las monarquías suníes como a los regímenes nacionalistas y socialistas que habían dominado el panorama de Oriente Medio durante las décadas de 1950 y 1960. En 1980, fue precisamente la agresión contra Irán por parte de uno de ellos -el Irak de Sadam Husein, líder del partido panárabe Baas- lo que convenció a la clase dirigente de la República Islámica de la necesidad de poner en práctica el proyecto de «exportar la revolución», en palabras de Jomeini, fuera del país, con el fin de acabar con el «síndrome del asedio» que presentaba a Irán rodeado de países hostiles. A causa de la agresión iraquí, el proyecto respondía en primer lugar a una necesidad de seguridad, pero no sólo: desde un punto de vista geopolítico, podía considerarse el diseño de una gran potencia, con características casi imperiales, destinada a redibujar el equilibrio de poder en Oriente Próximo y el mundo musulmán. Además de estas dos motivaciones, existía un fuerte impulso ideológico y cultural: promover una revolución consumada, capaz de proporcionar un «sistema modelo» que volviera a situar al Islam en el centro del Estado. Este modelo también garantizaría una apariencia de representatividad popular, especialmente para las comunidades chiíes que en el mundo árabe vivían al margen de la vida política, y a veces incluso social. Tras una primera intervención en Afganistán, los iraníes dirigieron su atención hacia Líbano, un país multiconfesional envuelto desde mediados de los años setenta en una guerra civil que enfrentaba a falanges cristianas y fedayines palestinos, lo que representaba una excelente oportunidad para establecer un puesto avanzado en Levante. A principios de la década de 1980, soldados iraníes viajaron al país y ayudaron a fundar lo que se convertiría en una de las almas más notorias del Eje: Hezbolá. En 1988, al término de la guerra con Irak, el sucesor de Jomeini, el ayatolá Alí Jamenei, encargó al comandante Qasem Soleimani la tarea de organizar una fuerza militar especializada en operaciones en el extranjero: nacieron las niru-ye qods («Fuerzas de Jerusalén»), una división afiliada al cuerpo paramilitar de los Guardianes de la Revolución (IRGC; Sepahi Pasdaran). Durante la década de 1990, Soleimani sentó las bases para la creación de un marco de coordinación militar con los aliados regionales, desde la Siria de Assad hasta las milicias de Hezbolá que se habían vinculado a Irán. De una postura meramente defensiva, la red dirigida por Teherán se había transformado en una alianza estratégica en toda regla que se oponía tanto a Occidente como a las repúblicas laicas y las monarquías suníes, hasta el punto de que el rey Abdalá de Jordania expresaría en 2004 su preocupación por la aparición de una «Media Luna chií», es decir, la esfera de influencia dirigida por Irán, que se extendería desde Beirut hasta el Golfo Pérsico.

Hezbolá, el aliado indispensable

El «Partido de Dios» libanés (Hizbullāh) es la base sobre la que se asienta toda la estrategia iraní, ya que representa un modelo de éxito a exportar y replicar en el resto de la «Media Luna chií» y, sobre todo, sirve a Teherán como elemento disuasorio frente a Israel. Su naturaleza híbrida no sólo la ha convertido en una milicia capaz de llevar a cabo importantes operaciones bélicas contra el enemigo por excelencia, el Estado judío, sino también en un actor estatal informal, que de hecho administra el territorio sustituyendo a las instituciones, especialmente en las regiones del sur de Líbano. Oficialmente, la formación se fundó en 1982, el año en que las Fuerzas de Defensa israelíes invadieron el País del Cedro, pero no fue hasta algún tiempo después, hacia 1985, cuando el grupo se consolidó como uno de los actores clave de la guerra civil libanesa. De esta época data la teorización de su ideología (difundida en forma de «carta» en el periódico al-Safir) derivada de la experiencia de la República Islámica de Irán y de las enseñanzas del clérigo Muhammad Husayn Fadlallah. La carta contenía una visión maniquea del mundo, dividido entre el bien (la umma islámica) y el mal (Israel y Occidente): «no tenemos más remedio que contener la agresión con sacrificios […] seamos sinceros, los hijos de Hezbolá saben quiénes son sus principales enemigos: los falangistas, Israel, Francia y Estados Unidos». La realidad, sin embargo, era mucho más compleja: en sus primeros años de vida, la organización se vio envuelta en un agrio enfrentamiento militar con Amal, otro grupo armado y más tarde un verdadero partido político, también chií, fundado por el imán Musa al-Sadr (primo del líder iraquí Muqtada al-Sadr, del que hablaremos más adelante). Las relaciones con Siria también fueron problemáticas: el presidente Hafiz al-Assad, también implicado en la guerra civil libanesa y aliado de Amal, intentó contener la expansión de Hezbolá en varias ocasiones. Entre la década de 1990 y principios de la de 2000, se abrió una nueva etapa para el «Partido de Dios»: la victoria definitiva sobre Amal y la normalización de las relaciones con Damasco, la desescalada sancionada por los Acuerdos de Taif de 1989 y la retirada de las Fuerzas de Defensa israelíes del sur de Líbano en 2000 les permitieron centrar su atención en cuestiones sociales y económicas. Hezbolá, tras recibir una importante financiación de Irán, asumió la garantía de servicios que antes prestaba el Estado, desde la conexión eléctrica al suministro de agua potable, desde la limpieza de las calles a la atención médica en los barrios de mayoría chií de la capital. Sin embargo, lo militar siguió siendo fundamental en la estrategia: el desarrollo de nuevas tácticas, el uso de nuevas armas -desde cohetes Katiusha hasta artefactos explosivos improvisados (IED)- y la continua, aunque ocasional, confrontación con las IDF en el frente sirvieron para presentar al movimiento como un paladín de la causa palestina y de la lucha contra el sionismo.

La amalgama de ideología, bienestar y guerra fue la clave del éxito de Hezbolá, que le permitió labrarse un amplio consenso entre la población y hacerse cada vez más influyente dentro de la política libanesa: en las elecciones generales de 1992, el partido obtuvo ocho escaños en el parlamento y en las siguientes rondas rondó el 10% de las preferencias. El asesinato del ex primer ministro Rafiq Hariri el 14 de febrero de 2005, muy probablemente a manos de hombres vinculados al régimen sirio, marcó un momento crucial en la historia libanesa: la posterior reacción popular, conocida como la Revolución de los Cedros, y la reacción de la Comunidad Internacional obligaron a Damasco a retirar sus tropas del país, lo que permitió a Hezbolá, que también había sido acusado de estar implicado en el atentado, llenar el vacío político dejado por los sirios y aumentar aún más su influencia; ese mismo año, de hecho, Hezbolá participó en la formación de un gobierno nacional por primera vez en su historia.

El aumento de las tensiones con Israel desencadenó un nuevo enfrentamiento militar el 12 de julio de 2006 que duró más de un mes y terminó con un alto el fuego patrocinado por la ONU y el restablecimiento del statu quo. Sin embargo, la «Guerra de 2006» representó una victoria moral para Hezbolá, que, al contener los daños causados por los ataques del ejército israelí, más numeroso y mejor equipado, había demostrado una notable capacidad bélica. Ya en los últimos días del conflicto, su imagen estaba en alza tanto en Líbano como en el resto de la región: las organizaciones palestinas reconocieron el éxito de Hezbolá, y lo mismo hicieron los Hermanos Musulmanes de Egipto. Los chiíes iraquíes también celebraron la victoria con manifestaciones en la capital, Bagdad. Los resultados de la guerra de 2006, según la opinión iraní, demostraron que Teherán había contribuido de forma decisiva a crear un sujeto político maduro, hábil en la guerra contra Israel pero también atento a las cuestiones sociales, demostrando la validez del proyecto geopolítico de la Media Luna chií. Además, se reafirmó la eficacia del concepto de «Resistencia»: el desarrollo del arsenal de Hezbolá desempeñó un papel disuasorio, con el objetivo de disuadir a Israel de emprender nuevas operaciones militares contra los miembros del Eje. Además, el enfrentamiento con el Estado judío empujó a Hezbolá a intensificar sus lazos con el grupo palestino Hamás, iniciando una cooperación militar.

Sin embargo, Hezbolá disponía de un amplio margen de maniobra en la planificación de campañas militares y en la redefinición de su aparato doctrinario, como demuestra la publicación, en 2009, de un nuevo manifiesto que revisaba y actualizaba la ideología original. Uno de los pasajes más relevantes del texto, que lo diferenciaba de la Carta de 1985, se refería al reconocimiento explícito de la pertenencia a un grupo de Resistencia transnacional que incluía a Irán y Siria. Pero la nueva teoría pronto se vio superada por los acontecimientos: en 2011, a raíz de la Primavera Árabe, Siria se sumió en una larga guerra civil y el equilibrio de poder entre los dos aliados cambió.

Siria, el aliado histórico 

Si Hezbolá ha sido, desde su nacimiento, un producto de la influencia iraní en Líbano, completamente diferente es la condición del régimen sirio, que entró en la órbita de Teherán sobre la base de una singular convergencia de intereses y puntos de vista. Para comprender este proceso, es necesario dar un paso atrás y volver a 1970, año en que el coronel alauita -comunidad heterodoxa del chiísmo, hasta entonces al margen de la vida social y política del país- Hafiz al-Assad llegó al poder mediante un golpe de Estado incruento, convirtiéndose en pocos meses en presidente del país y secretario del partido del régimen, el Baas. Este último había intentado en varias ocasiones en la década anterior hacer realidad, junto con el Egipto de Nasser y el Irak de Ahmed Hasan al-Bakr y Sadam Husein, el viejo sueño de unificar el mundo árabe en un gran Estado regido por una economía socialista. Estos intentos no sólo resultaron totalmente infructuosos, sino que contribuyeron a ahondar las diferencias ya existentes entre los Comandos Regionales Baas sirio e iraquí. Aunque compartían la misma ideología, durante la década de 1970 Damasco y Bagdad entraron en competencia en una serie de cuestiones, desde el suministro de agua hasta las demandas de independencia de la minoría kurda. Precisamente para contener a Sadam, en 1979 Assad formó una alianza sin precedentes con la recién creada República Islámica del ayatolá Jomeini, en clara contradicción con la agenda arabista del Baas.

Sin embargo, sería erróneo afirmar que Assad se alió con Teherán simplemente por un cálculo geopolítico. Ciertamente, Siria, gracias al «respaldo» iraní, habría podido contrarrestar mejor el peso político de sus (antiguos) socios, el vecino Irak y el Egipto de Sadat, este último ya muy alejado del panarabismo de Nasser. La alianza con Teherán también se justificaba por motivos ideológicos, ya que ambos Estados se (re)encontraban unidos por la lucha contra el imperialismo, una marcada postura antioccidental y antiestadounidense y la hostilidad hacia el Estado judío. A todo esto hay que añadir el elemento religioso: con el ascenso de Assad, el ejército y los aparatos del Estado estaban controlados por sus hombres de confianza, la mayoría de confesión alauita, lo que daba una connotación prochií al establishment damasceno. Aunque la alianza nunca se vio comprometida, las relaciones entre ambos países se caracterizaron, sin embargo, por ciertas divergencias: con el estallido de la guerra entre Irak e Irán, el gobierno sirio tuvo que ocultar su apoyo a los iraníes para evitar tensiones con las demás cancillerías árabes que apoyaban a Sadam. En el contexto de la guerra civil libanesa, como se ha visto anteriormente, Siria e Irán optaron por apoyar a dos facciones chiíes diferentes, Amal y Hezbolá. Por último, con la disolución del bloque soviético, Assad empezó a diluir su retórica antioccidental. Bashar al-Assad, hijo de Hafiz y su heredero político, también continuó este acercamiento a los países europeos a principios de la década de 2000. Sin embargo, la intervención estadounidense en Irak y la retirada de los sirios de Líbano tras el asunto Hariri reforzaron de nuevo la alianza con Irán, al tiempo que disminuía la que mantenía con los países árabes, especialmente las monarquías del Golfo.

El Irak posterior a Sadam y la materialización de la «Media Luna chiíta»

Si la Siria baasista de Assad se caracterizaba por su matriz confesional pro chií, el discurso era completamente distinto para el Irak baasista de Sadam Husein, que en su retórica oficial de partido establecía un binomio indisoluble entre la visión panarabista y el credo suní. Durante la década de 1980, los grupos chiíes del país -incluido el partido Da’wa de Muhammad Baqir al-Sadr- fueron duramente reprimidos, y sus exponentes huyeron a Irán, poniéndose bajo la protección de la República Islámica. La invasión angloamericana de Irak en 2003 y la caída del régimen de Sadam permitieron a la comunidad chií salir de décadas de marginación política y asumir un papel protagonista en el nuevo rumbo del país. Éste, en los planes estadounidenses, debía basarse en los principios del laicismo, la democracia y el federalismo; en realidad, todo el proceso de construcción nacional se vio salpicado por una serie de errores e ineficiencias, lo que provocó un vacío político que pronto fue llenado por la actividad de los líderes políticos y religiosos chiíes iraquíes. Entre ellos destacó el ayatolá de Nayaf Ali al-Sistani, que elaboró un proyecto político de ciudadanía alternativo tanto al estadounidense como a la doctrina jomeinista del velayet-e faqih. Pero quien más se benefició del nuevo contexto fue Irán, que aprovechó el caos posterior a 2003 para extender su influencia en el país, financiando y apoyando a movimientos y grupos armados, como el partido Da ‘wa, el Consejo Islámico Supremo de Irak (ISCI) y sus milicias (las brigadas Badr). Luego, en 2014, tras el llamamiento de al-Sistani a combatir a los milicianos del ISIS, nacieron las Fuerzas de Movilización Popular. Sus milicias, muchas de ellas leales a Teherán, fueron decisivas para repeler con las armas el avance del Estado Islámico. Fue precisamente la lucha contra el grupo salafista yihadista lo que permitió a las milicias vinculadas a Teherán aumentar su peso en el país tanto militar como políticamente, asumiendo en no pocas ocasiones roles y funciones propias del Estado. De este modo, Irak se convirtió en la baldosa que completaba el proyecto de una «Media Luna» que se extendía ininterrumpidamente desde Irán hasta las costas mediterráneas de Levante.

La guerra civil siria y el experimento de la coalición militar

La Primavera Árabe de 2011 representó la segunda oportunidad, tras la invasión de Irak, de poner a Teherán, Hezbolá y las milicias chiíes aliadas a prueba en una operación militar a gran escala. El régimen de Damasco, considerado en aquel momento uno de los más estables de la región, se mostró incapaz de contener la ola de protestas que lo había arrasado, sufriendo la deserción de parte del ejército, que se pasó a las filas de la oposición. Ante el avance de los rebeldes, Teherán recurrió a su consolidado modus operandi y envió al país a miembros del cuerpo de Guardianes de la Revolución: la caída de Assad y la consiguiente formación de un gobierno laico prooccidental o, alternativamente, de uno islamista vinculado a los Hermanos Musulmanes habría representado una amenaza para la República Islámica, además de frustrar el proyecto geopolítico de la «Media Luna». Ya durante la primera fase del conflicto, el CGRI construyó una ramificada y abigarrada coalición multinacional panchiíta compuesta por milicias iraníes, iraquíes y afganas que operaban junto al Ejército Nacional Sirio. El papel de Bagdad fue esencial para la aplicación de esta estrategia. La situación geográfica de Bagdad, a medio camino entre Siria e Irán, facilitó la logística de la guerra al garantizar un flujo continuo de hombres y armas.

Hezbolá también pasó a formar parte de la coalición: como justificación de la intervención, en 2013 el líder Hassan Nasrallah declaró durante una aparición televisiva que su movimiento había actuado para proteger al Eje de la Resistencia de los ataques de los estadounidenses, los israelíes y los takfiríes, es decir, los yihadistas suníes que acusaban a sus correligionarios de incredulidad. La contribución de los aliados fue en cualquier caso decisiva para salvar al régimen, que pudo así recuperar la mayor parte de los territorios ocupados por la oposición y las formaciones yihadistas. Sin embargo, el efecto secundario de la intervención del Eje fue la desintegración final del Estado sirio y la fragmentación territorial: en no pocas ocasiones, Hezbolá y las milicias chiíes operaron de forma autónoma, a veces incluso sin coordinarse con el ejército regular. La creciente debilidad del poder estatal permitió a estos actores hacerse con zonas de influencia cada vez más amplias dentro del país, proporcionando orden público y actuando como intermediarios entre las comunidades locales y el gobierno central.

Los Houthis: de movimiento local a abanderado del Eje  

Además de Levante, la onda expansiva de las Primaveras Árabes afectó también a la Península Arábiga, especialmente a Yemen, estado en el que desde 2004 se libraba una guerra civil entre el gobierno central del presidente Ali Abdullah al-Saleh y el grupo armado de Ansar Allah, los «partisanos de Dios», más conocidos como los Houthis, por el apellido de uno de sus fundadores. Los Houthi nacieron en el seno del zaydismo, una rama del chiismo que, aunque representa el 30-40% de la población de Yemen, ha desempeñado un papel muy relevante en la historia del país: los imanes que habían gobernado el territorio durante más de un milenio, desde el siglo IX d.C. hasta 1962, cuando un golpe de Estado dio lugar al nacimiento de una república laica y nacionalista, eran zayditas. La revolución iraní aceleró la transformación de la comunidad chií de Yemen, que pasó de ser un grupo poco influyente a convertirse en un actor revelador de la vida social y política del país. Algunos exponentes yemeníes, entre ellos Hussein al-Houthi, cultivaron la idea de restaurar el imamato como reacción a la expansión primero del socialismo y luego del sunismo salafista patrocinado por la vecina Arabia Saudí. El avance del salafismo en el país y los desacuerdos con algunas tribus llevaron a Husein a fundar en 1997 un grupo que lleva el nombre de su familia. En el ámbito ideológico, Husein extendió la visión del movimiento a todo el mundo árabe, identificando a Israel y Estados Unidos como el enemigo del Islam; una visión que, sin embargo, siempre mantuvo contornos muy generales y bastante vagos en cuestiones regionales e internacionales. En el ámbito nacional, sin embargo, Badr al-Din al-Houthi, padre de Hussain y sucesor tras su muerte en 2004, realizó una importante contribución a la doctrina del movimiento: Para hacer frente al avance del salafismo en Riad, Badr al-Din defendió el principio de descendencia directa del Profeta reclamado por algunas familias (conocido como sāda) y el imperio del imamato, pero introdujo una importante revisión doctrinal: el imam podía, y si era necesario debía, estar flanqueado por otra figura elegida democráticamente capaz de garantizar la llamada ihtisāb, la «buena administración».

Los puntos de vista pro chií y pro suní dominaron el escenario político de Yemen hasta degenerar en un largo conflicto civil en 2004. A finales de la década de 2000, la guerra empezó a adquirir una dimensión regional, con Arabia Saudí apoyando firmemente al gobierno central. Irán, a pesar de haber acogido a algunos houthis en años anteriores (incluido el propio Badr el-Din), no se interesó inicialmente por la situación yemení. Sin embargo, la incipiente situación geopolítica obligó a Teherán a cambiar de estrategia. Tras la oleada de protestas contra Saleh surgidas a raíz de las Primaveras Árabes, Arabia Saudí incrementó su compromiso militar en Yemen ante el temor de que la caída del gobierno generara caos e inestabilidad en la región. A su vez, Irán, en respuesta al intervencionismo saudí y al auge de Al Qaeda en la Península Arábiga, reforzó la cooperación militar con los houthis, ayudado por las milicias de Hezbolá. Por ejemplo, Abdelmalik Houthi, hijo de Badr el-Din e importante figura militar del movimiento, formalizó en 2017 la creación de un nuevo órgano militar y de inteligencia, el Consejo de la Yihad, inspirado en los aparatos homónimos de Hezbolá y la República Islámica, con el que coordinó estrategias y operaciones bélicas.

Estos últimos, como demostración de su fuerza política y militar, habían formado entretanto un comité revolucionario en enero de 2015 y dado un golpe de Estado, obligando a dimitir al presidente Hadi, que había sucedido a Saleh en 2012. La relación entre Irán y los Houthis se caracterizaba por un bajo nivel de interdependencia: Teherán, centrado en su agenda regional (competencia geopolítica con Arabia Saudí), no tenía ni el interés ni los recursos para controlar plenamente el movimiento yemení, interesado sobre todo en la dinámica interna del país. Sin embargo, los «partisanos de Dios» demostraron su sintonía con los objetivos del Eje, hasta el punto de adoptar un lema inspirado en la propaganda iraní: «Dios es el más grande, muerte a América, muerte a Israel, maldición a los judíos y victoria del Islam».

La islamización de la causa palestina: el vínculo con el Movimiento de la Yihad Islámica y Hamás 

Desde la Revolución de 1979, Teherán ha hecho suya la cuestión palestina, estableciendo una articulada red de contactos con las organizaciones político-militares palestinas. De hecho, el jefe de la Organización para la Liberación de Palestina, Yasser Arafat, que ya había establecido contactos con los revolucionarios iraníes antes de la caída del Sha, fue el primer dirigente árabe que reconoció a la República Islámica y realizó una visita oficial a Teherán el 17 de febrero de 1979. En aquella ocasión, los iraníes, en un gesto con un fuerte valor simbólico, entregaron los locales de la antigua embajada israelí al cuerpo diplomático palestino. Al igual que el Baas sirio, la «Resistencia» antisiria consiguió crear un fuerte vínculo entre el Arafat nacionalista laico y la teocracia islámica jomeinista. Debido a su larga colaboración con la OLP, Irán empezó a sustituir a Egipto -que con los Acuerdos de Camp David había reconocido al Estado judío y se había acercado a la política estadounidense- en el papel de paladín de la causa palestina. La «comunión de intenciones» no logró limar las diferencias que surgieron entre ambos actores durante la guerra Irán-Irak, cuando Arafat salió en defensa de Sadam Husein afirmando que pertenecía al panarabismo. A partir de la segunda mitad de la década de 1980, la alianza con la OLP comenzó a debilitarse debido a la creciente incompatibilidad ideológica, las excelentes relaciones entre Arafat y las monarquías suníes del Golfo rivales de Teherán y, por último, el reconocimiento del Estado judío por parte de la OLP. Esto convenció a Irán para intensificar sus relaciones con los grupos suníes opuestos a la propia existencia de Israel. El primero fue el «Movimiento para la Yihad Islámica en Palestina», cuyo líder, Fathi Shaqaqi, consideraba la Revolución de 1979 como un renacimiento no sólo del chiísmo, sino de todo el mundo islámico, que debía unirse en la liberación de Palestina. Basándose en el ejemplo de las Fuerzasal-Quds y especialmente en el modelo de Hezbolá, el movimiento se dotó también de su propio brazo armado, las «Brigadas de Jerusalén» (Sarāya al-Quds). Una operación similar fue llevada a cabo por el «Movimiento de Resistencia Islámica» (Hamás), emanación palestina de los Hermanos Musulmanes fundada en 1987. En su manifiesto ideológico publicado el 18 de agosto de 1988, el grupo consideraba que la liberación de Palestina era el deber de todo musulmán, independientemente de sus afiliaciones confesionales y distinciones étnicas, alineándose así con la visión jomeinista. A partir de los Acuerdos de Oslo, la alianza entre Irán, Hezbolá, Hamás y el Movimiento para la Yihad Islámica en Palestina se convirtió en una red consolidada denominada «Frente del Rechazo» (Jabhat al-Rafd), término que designaba a los actores árabes y musulmanes que se habían negado a llegar a un acuerdo con el «enemigo sionista» y su protector estadounidense: La Segunda Intifada, la retirada de las IDF del sur de Líbano en 2000 y de Gaza en 2005 y, por último, el establecimiento de Hamás en la Franja en 2007 se consideraron éxitos atribuibles a los esfuerzos conjuntos de los diversos componentes del Eje. Sin embargo, esto no significaba que estuvieran perfectamente alineados. En el ámbito estratégico, por ejemplo, el concepto de «resistencia» se ha interpretado de forma diferente: para Hizbulá, ha adquirido múltiples significados según las circunstancias del momento, entendido tanto como la liberación del Líbano de las tropas israelíes como la lucha contra las milicias salafistas yihadistas; para Hamás, en cambio, la resistencia siempre se ha asociado a la lucha popular por la liberación de Palestina.

Sin embargo, fue la guerra civil siria la que provocó una verdadera ruptura en el seno del Eje: Hamás, que en aquel momento estaba alojado en Siria, tomó partido como todos los movimientos islamistas suníes contra el régimen de Assad y trasladó su sede de Damasco a Doha, criticando a Hezbolá e Irán por apoyar a Assad. En respuesta, Teherán reaccionó cortando la financiación a la organización palestina. En ese momento, Hamás abandonó de facto el Eje y se unió de nuevo a los Hermanos Musulmanes en Egipto, que estaban entonces en auge tras la revolución egipcia que había llevado a uno de sus miembros, Mohamed Morsi, a la presidencia de la república. La ruptura se fue limando a partir de 2017, facilitada por una serie de circunstancias: el derrocamiento de Morsi, el fracaso de la revolución egipcia y el cierre de la frontera entre Egipto y la Franja de Gaza por el nuevo presidente al-Sisi; el ascenso de nuevas figuras de Hamás, como Yahya Sinwar, líder del movimiento en Gaza y partidario de una estrategia militar más agresiva hacia Israel. Este acercamiento se ha reforzado aún más desde 2020, año de la firma de los Acuerdos de Abraham, que asignaron de hecho al Eje el papel de paladín de la causa palestina, en contraste con varios países árabes suníes que, por el contrario, normalizaron sus relaciones diplomáticas con el Estado judío.

La «Inundación de al-Aqsa» y la unificación de los frentes

Con el lanzamiento de la operación «Inundación de al-Aqsa» el 7 de octubre de 2023, por primera vez cada componente del Eje de la Resistencia se vio implicado, de forma más o menos directa, en la confrontación militar con Israel y sus aliados: Hamás y otros grupos armados de Gaza lanzaron un ataque contra Israel, Hezbolá amenazó con abrir un frente en la frontera norte del Estado judío, Siria ofreció apoyo logístico a los iraníes y las milicias chiíes iraquíes atacaron bases militares estadounidenses en Irak, mientras que los houthis intervinieron interrumpiendo el comercio en el Mar Rojo. Esta «unificación de frentes», en palabras de Nasralá, representa la nueva estrategia global del Eje, que, gracias a la consolidada coordinación (y a veces cooperación) entre sus miembros -como en el caso de la asociación iniciada por Hezbolá con los Houthi y Hamás ya a principios de la década de 2000- parece capaz de amenazar a Israel y Occidente tanto directamente mediante operaciones militares, como indirectamente, con acciones de sabotaje, el cierre de rutas comerciales y la suspensión del proceso de normalización entre el Estado judío y Arabia Saudí.

Al mismo tiempo, sin embargo, el «diluvio de al-Aqsa» ha puesto de manifiesto los límites de la red, cuyos componentes deben luchar por conciliar los objetivos estratégico-militares del Eje con los intereses nacionales y las necesidades socioeconómicas de cada contexto local. Hezbolá, a pesar de las amenazadoras proclamas de Nasralá, aún no ha declarado su entrada formal en el conflicto; las milicias iraquíes parecen carecer del potencial necesario para sostener una guerra a gran escala. El mismo discurso se aplica a la Siria de Assad, demasiado débil para desempeñar un papel eficaz; además, Damasco mira con desconfianza a Hamás, que había apoyado la causa de los rebeldes anti-Assad en la época de las Primaveras Árabes. Por último, Irán, con el papel de director oculto del conflicto, muestra cierta cautela a la hora de desafiar abiertamente al Estado judío: además de las posibles repercusiones en el escenario geopolítico regional, la República Islámica tiene que contar con los costes que se derivarían de un compromiso militar directo, ya que el país atraviesa una fase socioeconómica complicada, al igual que sus aliados libaneses, sirios e iraquíes. No sólo el ámbito socioeconómico, sino también el militar presenta evidentes criticidades: el asesinato en enero de 2020 de Soleimani, «arquitecto» histórico de la alianza, y en diciembre de 2023 de Razi Mousavi, máximo exponente de las fuerzas Quds en Siria, muestran cómo Israel es capaz de golpear, de forma casi «quirúrgica», los puntos neurálgicos del mando militar iraní.

Para concluir, puede observarse que el Eje ha mostrado su mayor eficacia durante los periodos de inestabilidad regional: desde el Irak post-Saddam hasta las guerras civiles en Siria y Yemen, Teherán ha sido capaz de explotar la dinámica de los conflictos individuales para vincular a sí a actores con peculiaridades ideológicas y organizativas, como la oposición radical a Occidente y la naturaleza híbrida típica de los actores no estatales, e incluirlos en una estrategia regional más amplia. Sin embargo, los miembros del Eje, aunque han demostrado una notable capacidad para desestabilizar el escenario geopolítico de Oriente Medio, no parecen capaces de imponer un orden regional alternativo.

 

Artículo publicado en Oasis


Lee también: El fracaso del «partido de Alá»


¡Sigue en X los artículos más destacados de la semana de Páginas Digital!

¡Recuerda suscribirte al boletín de Páginas Digital!

Noticias relacionadas

Notre-Dame de L’Oréal París
Mundo · Luis Ruíz del Árbol | 4
La Catedral de Notre-Dame ha reabierto el pasado 7 de diciembre, después de una restauración en tiempo récord, tras el devastador incendio de abril de 2019....
12 diciembre 2024 | Me gusta 7
Ucrania, soldados en el frente
Mundo · Ángel Satué | 0
Lo que vemos va sucediendo en el tablero de juego es parte de una “guerra amplia”, convencional, híbrida y cibernética (y terrorista), y a través de terceros (proxys) cada vez más extendida....
10 diciembre 2024 | Me gusta 2
¿Qué historia escribirán los sirios?
Mundo · Michele Brignone | 0
El fin del régimen de Bashar al-Assad ha proporcionado a muchos sirios una profunda sensación de liberación. Sin embargo, muchas incógnitas se ciernen sobre el país, empezando por las intenciones de Abu Muhammad al-Jawlani y su grupo....
10 diciembre 2024 | Me gusta 1
¿Qué pasa en Siria?
Mundo · Mauro Primavera | 0
El pasado miércoles 27 de noviembre, una coalición de milicias rebeldes lanzó por sorpresa un ataque a gran escala desde el frente oriental de la provincia de Idlib contra las posiciones fronterizas del ejército de Assad, que no pudo resistir el impacto y se vio obligado a retirarse....
5 diciembre 2024 | Me gusta 0