El decadente discurso de la decadencia
El argumento central de la campaña electoral en Estados Unidos es la decadencia. Cuando se habla de migrantes, cuando se habla de la guerra comercial con China, cuando se habla del crecimiento de la economía, atención a la rápida bajada de los tipos de interés de la Reserva Federal, se habla del declive de la primera potencia mundial. Lo recordaba hace unos días Víctor Lenore en vozpopuli: más del 72 por ciento de los ciudadanos norteamericanos están convencidos de que su país ha ido a menos cultural y económicamente. Estados Unidos no ha puesto orden en la guerra de Gaza, no ha frenado la guerra en Ucrania, no ha sabido proteger a las clases medias de la subida de los precios (en realidad esto último no es del todo cierto). Trump, ya en la campaña de 2016, aseguraba que esas eran las últimas elecciones en las que los republicanos iban a poder elegir a un presidente: todos los migrantes iban a ser legalizados y todos iban a votar por los demócratas.
Las librerías están llenas de obras en las que se habla de un suicidio de Occidente. No es solo la crisis industrial, el fin del Estado nación, o la derrota de la democracia. Según los profetas de la desgracia, los americanos, también los europeos, hemos acabado con nuestra propia civilización. Los sustentos religiosos han desaparecido, hemos terminado en la nada. Los suicidios han aumentado un 30 por ciento desde que comenzó el siglo. La tecnología, que se desarrolla a velocidad de vértigo, no ha mejorado la condición humana. Quien se ha convencido de la derrota y el declive encuentra datos, reales o inventados, para dar fuerza a la interpretación negativa: la inmigración ha llevado a un multiculturalismo que relativiza los valores objetivos, se desintegra la familia tradicional, etc, etc.
El discurso de la decadencia no es solo un discurso propio de los conservadores. Los progresistas tienen su propia versión: la crisis financiera de 2008, provocada por la codicia y la desregulación, destruyó nuestra forma de vida y no nos hemos recuperado; los populismos de derecha impulsan las autocracias y regímenes como el de Hungría, etc, etc. Kamala sugiere que una victoria Trump pondría en peligro la democracia.
El discurso de la decadencia es casi tan viejo como el mundo. Hace cien años, las revistas de pensamiento en Estados Unidos ofrecían a sus lectores reseñas del famoso libro La decadencia de Occidente de Oswald Spengler. En realidad las civilizaciones y las culturas nunca siguen una línea ascendente. Avanzan, entran en crisis, resurgen, mueren, nacen otras. Occidente, desde que Occidente es romano, es apertura al futuro, capacidad para aprender de los demás.
La decadencia es un esquema fácil que permite distanciarse de la realidad y de su riqueza. No hay nada más decadente que interpretar todo lo que ocurre como un síntoma de la decadencia. En realidad se trata de una forma grave de pereza, una expresión de comodidad burguesa. La nostalgia de la “edad de oro”, que en realidad nunca existió, nos permite vivir sin responsabilidad alguna: toda la energía se concentra en el lamento. El pasado no vuelve para defenderse y acusarnos de mentir en su nombre.
Una crisis siempre es un momento muy estimulante. Casi nos obliga (nada ni nadie puede obligarnos) a dejar de lado las ideas que dan forma a nuestro cerebro y a nuestro corazón. Esas ideas, no actualizadas por la vida, que son como los barrotes de una cárcel.
¡Sigue en X los artículos más destacados de la semana de Páginas Digital!
¡Recuerda suscribirte al boletín de Páginas Digital!