Lugares comunes

España · GONZALO MATEOS
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8 junio 2023
Sería necesario una expansión de la masa de ciudadanos implicados en lo común, es decir, una extensión del civismo y la participación pública, lo que implicaría, a su vez, una ciudadanía más acostumbrada a pedir cuentas a la clase política.

En las noches electorales suelo apostarme con mi cuñado quien de los comparecientes incurre en más lugares comunes de los que hemos puesto previamente en una lista. Lo de la “fiesta de la democracia” es uno de ellos. De alguna manera el día electoral tiene algo de fiesta. Por unos instantes uno se ve participante en el porvenir de lo común. Da igual tu posición social, tus títulos académicos o tu estatura moral, tu voto vale igual que cualquier otro. Como si realmente fuéramos por un momento protagonistas en elegir el destino común.

Luego escuchas las motivaciones del voto y a la fiesta se le apagan todos los farolillos. A la mayoría le da igual de qué tipo de elecciones se trata. Los debates se reducen a recriminaciones personales, regates cortos y reducciones simplistas de políticas y leyes. Más circo que pan. Y cuando pretendes tratar con otros la sanidad o la educación de tu entorno, las cuentas municipales o alguna preocupación particular, se te tacha en el mejor caso de inocente, y en el peor, de utópico o desafecto a la causa general. A la fiesta de la democracia se suele venir ya cenado y bebido de casa, y un poco harto de bailar las mismas canciones con tus amigos. Es como ese socio de un club que en el fondo no va a ver jugar fútbol si no sólo a ver ganar a tu equipo.

Estas elecciones del 28 M han sido secuestradas por un supuesto plebiscito sobre el gobierno de Pedro Sanchez. El propio Presidente ha aceptado el envite. La oposición, sabedora del nivel de hartazgo de la población, ha decidido también jugar esa carta. Y ha resultado ser una carta ganadora. Pero para ganar la baza, no para ganar la partida. De puertas adentro el Gobierno sigue asombrado de porqué España no ha valorado los buenos datos económicos y de empleo, el incremento de la inversión pública o la mayor influencia internacional. No se entiende cómo se puede empezar la campaña en la Casa Blanca y en quince días acabar convocando elecciones anticipadas. Los fontaneros de Moncloa no se explican porqué no calan los resultados de su gestión. No llegan a atisbar que se trata de un problema de credibilidad y de la confianza popular. Los camareros de la fiesta se quedan solos con las bandejas de canapés mientras oyen la música y los gritos en el bar de la competencia. A ese pueblo desagradecido sólo se le puede convencer subiendo la apuesta, apelando a las vísceras, y echando un todo o nada.

He podido conversar estos días con algunos alcaldes derrotados y algunos de los vencedores. La desilusión de los primeros se convierte en un llanto amargo al constatar que han sido derrotados por razones que tenían poco que ver con los resultados de su trabajo. Algunos se lo merecían, otros no tanto. Los vencedores llegan a pensar que la victoria ha sido fruto de su acierto y carisma personal. Unas veces sí, otras no tanto. Cada uno cuenta la historia según le ha ido en la feria. El lunes después de la resaca se encontrarán con los problemas reales, la pila de expedientes y los recursos menguantes. Y propondrán nombramientos a los que muchos dirán que no porque la política cada vez atrae a menos talento. Y empezarán a libar ese efecto vigorizante del poder que te hace creer que todas tus decisiones son indefectiblemente correctas y moralmente superiores que las realizadas por el equipo anterior. Y una sordera creciente.

Contrasta todo esto con la ilusión de mi hija menor que votaba por primera vez. Durante estos días hemos hablado, leído programas y visto juntos algún debate. En la política todavía ve un atractivo que no ha perdido fulgor. Nos ha pedido que le hiciéramos una foto mientras votaba en una mesa donde su tía presidenta de mesa nos contaba que la había gustado ver el proceso desde dentro. El corazón busca siempre lugares donde encontrar el cumplimiento a su anhelo. La política no lo cumple, pero es un ámbito donde sin duda nos jugamos mucho.

Hace unas semanas asistí a una interesantísima conferencia de Juan Carlos Rodriguez sobre el libro “Cuarenta años después: la sociedad civil española, de un primer impulso a una larga pausa. Desde las primeras elecciones hasta las más recientes se observa una suave tendencia a la baja en la participación. En cuatro décadas no ha crecido nuestra distintiva baja pertenencia a asociaciones voluntarias ni han variado sustancialmente los niveles (medio-bajos) de confianza generalizada en la sociedad. Si bien sigue siendo importante el modelo tradicional de familia, caracterizado por la emancipación tardía, la residencia cercana a la familia de origen y la gran la intensidad de los tratos, se trata de un modelo de familia, y de grupo de amigos, de vuelo corto y horizontes limitados.

En términos comparados europeos, el interés por la política en España ha tendido a situarse en niveles bajos o medios bajos. España es un claro ejemplo de notable distancia de la ciudadanía común respecto de la clase política. Rodriguez reclama una mayor consideración de la política y, por ende, de los asuntos del común como algo propio, no ajeno, algo relativamente cercano, no alejado e inalcanzable para el ciudadano común. Sería necesario una expansión de la masa de ciudadanos implicados en lo común, es decir, una extensión del civismo y la participación pública, lo que implicaría, a su vez, una ciudadanía más acostumbrada a pedir cuentas a la clase política, que tendría que rendirlas con más frecuencia.

La democracia no es una fiesta discotequera, tiene más que ver con un almuerzo en el comedor del trabajo, un concierto en un parque público, una conversación en el rellano de una escalera, una reacción a un llamamiento solidario, o en asistir a una conferencia de alguien con el que se está en desacuerdo. Son esos lugares comunes los que necesitamos y no esa grada de forofos en la “fiesta de la democracia”.

 

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