Un hombre frente a otro

Editorial · Fernando de Haro
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26 febrero 2022
Detrás de los disparos que oímos en la televisión y la radio, detrás del fulgor rojo de las bombas que han caído sobre las ciudades y los pueblos de Ucrania, siempre hay dos hombres. Uno que dispara y otro que muere.

Uno que apunta y otro que cae herido, que tiembla de miedo, que huye. Sin pensar en estos dos hombres que, de forma imaginaria, están frente a frente, no nos acercamos a la tragedia de la guerra. Necesitamos comprender las razones geoestratégicas, culturales, militares y económicas de lo que sucede. Pero sobre todo necesitamos hacernos cargo del temblor humano del conflicto. Los que hace unos días tomaban cervezas al salir del trabajo, como hacemos nosotros, ahora duermen en un sótano mientras escuchan el grito prolongado de las sirenas de alarma. Algunos han decidido alistarse en la resistencia, dispuestos a matar y a morir. Otros huyen fuera del país. Ahora los refugiados son europeos. Los jóvenes soldados rusos para los que la milicia era un juego disparan contra edificios civiles. La guerra siempre es un monstruo sucio y, en el fondo de los fondos, incomprensible. Y para hacerse cargo de ella no es suficiente mirar los mapas, el avance de las tropas, la metralla en las paredes, los edificios atravesados como si fueran mantequilla al sol. Es necesario encontrarse, imaginarse, a dos hombres armados frente a frente. Es necesario escuchar, abrazar a los que dejan su casa. Nos falta a menudo sensibilidad, educación, para realizar este ejercicio. Porque a nosotros, los europeos, la paz nos parece el estado natural del hombre y la democracia el estado natural de una sociedad.

Europa y el mundo no son los mismos desde la semana pasada. Una potencia nuclear ha invadido un país europeo que está a cuatro horas de avión de nuestras casas. Y eso nos exige una responsabilidad personal. La primera responsabilidad es comprender. No comprenderemos sin caer en la cuenta de que el resentimiento, la sensación de agravio, se ha ofrecido como sentido de la vida. El pueblo ruso ha estado marcado desde sus orígenes por una gran capacidad de admiración, por un profundo sentido del misterio. La nostalgia profunda y dramática de otros tiempos se ha transformado ahora en apoyo al nacionalismo de Putin. Sin ese apoyo difícilmente ocurriría lo que está sucediendo. No es una reacción que nos sea ajena. Putin ofrece un sucedáneo de significado –espectáculo y exaltación– para dar cauce al malestar de los suyos. Crece la añoranza de los tiempos de la Unión Soviética. Occidente se ha equivocado, por supuesto. No ha tenido sensibilidad para entender lo que suponía la extensión de la OTAN, como ya denunciaba Kissinger. Pero eso no es suficiente para comprender. Putin recoge la tradición de la Gran Rusia de Catalina la Grande, pero también la tradición soviética en la que el Estado sustituye al individuo. Y el Estado ahora canaliza la ira. El nacionalismo de Putin trata de llenar el vacío social y la ausencia de vínculos creada por el individualismo con una falsa noción de pertenencia.

A largo plazo, lo más probable es que para Rusia la invasión de Ucrania suponga una derrota. Putin quiere resucitar la Unión Soviética y la Unión Soviética fracasó. Moscú es mucho más débil que cuando sus tanques invadieron Praga en 1968, que cuando impuso la Ley Marcial en Polonia en 1983. La Rusia de hoy se parece a la Unión Soviética que fue derrotada en Afganistán. A pesar de su fuerza militar es una potencia en declive. Putin, al resucitar la Unión Soviética, ha resucitado a la OTAN y el significado del vínculo atlántico. Estados Unidos estaba convencido hasta hace unos meses de que Europa había perdido interés geoestratégico en favor del eje Asia-Pacífico. Pero a corto y medio, y seguramente también a largo plazo, se hace necesario defender a Europa y Europa no puede defenderse por sí sola. Hacen falta, por supuesto, estrategias de disuasión que esta vez han sido inútiles. Pero sobre todo es necesario que los europeos recuperemos la evidencia de que la paz se tiene que construir constantemente. Como se tiene que construir constantemente la democracia. La pasividad acomodada es la otra cara del populismo. Posiblemente vamos a asistir a una avalancha de refugiados y ya sabemos que los populismos siempre utilizan la llegada de extranjeros para ganar espacio y votos.

¿Qué es lo próximo? ¿Va a invadir China Taiwán? Vivimos en un mundo lleno de autócratas. El presidente del club es Xi Jinping. El multilateralismo está tocado de muerte. Impera, de nuevo, la ley del más fuerte. China como Rusia tienen un régimen nacionalista con grandes aspiraciones imperiales. Pekín, como Moscú, está obsesionado con lo que llama la “reunificación”. Pero China tiene tiempo, es una potencia al alza. Xi Jinping sigue con atención la reacción occidental a la invasión de Ucrania. Sus intereses le recomiendan no protagonizar una injerencia exterior abierta. Pero este mundo del siglo XXI será cada vez más un mundo sin reglas, donde el poder económico y el poder militar estarán cada vez más disociados de la libertad. Lo que exige personas y comunidades sociales más sólidas. Más capaces de distinguir la verdad de la mentira, más conscientes del valor de su propio yo, menos acomodadas, más capaces de rehacer continuamente la paz y la democracia. Para evitar que haya un hombre frente a otro hombre.

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