Clima: exceso de teología, déficit de política
Un aumento de la temperatura por encima de 1,5 grados tiene como víctimas, fundamentalmente, a las poblaciones de los países con más personas. Necesitamos un planeta más sano para que puedan vivir mejor las personas, todas las personas. Y eso no se logra convirtiendo la naturaleza en una madre redentora o relativizado el valor del yo, de lo humano, en la biosfera.
Las conclusiones del Banco Mundial son rotundas. Si no se detiene el aumento de la temperatura, en el año 2050 habrá más de 200 millones de migrantes que tendrán que abandonar sus zonas de origen porque algunas regiones serán difícilmente habitables. Las sequías y las hambrunas producirán grandes movimientos de población. Se verá especialmente afectada el África subsahariana. Será uno de los efectos más visibles de la subida de las temperaturas entre los que menos recursos tienen para defenderse.
El acuerdo alcanzado este fin de semana en el G-20, celebrado en Roma, es insuficiente para contener el calentamiento del planeta porque solo contiene una declaración de intenciones. El Acuerdo de París de 2015 consiguió algunos avances. Entre 2000 y 2010 las emisiones mundiales aumentaron un promedio de un tres por ciento anual. En la última década se han incrementado un uno por ciento. Pero con las políticas que se han puesto en marcha, en el mejor de los casos, acabaríamos el siglo con casi tres grados más.
Por eso es tan decisivo que en Glasgow los “grandes contaminantes” –China, Estados Unidos, la India y la Unión Europea– se comprometan a reducir las emisiones. En el caso de la Unión Europea se han hecho avances reales y sus promesas son las más verosímiles. Hay diferencias entre los socios pero los objetivos de Europa (recorte del 55 por ciento en 2030 y neutralidad climática con cero emisiones en 2050) no parecen imposibles. Estados Unidos ha dado un giro importante con la llegada de Biden a la Casa Blanca pero no hay un consenso nacional sobre la política medioambiental. China, como siempre, es una incógnita, ha hecho cambios pero no promete una reducción en los próximos años. Y la India ni siquiera se ha pronunciado.
El plan de lucha contra el calentamiento global no puede funcionar si no llega ayuda suficiente a los países pobres. Sin las contribuciones internacionales para facilitar la transición energética, la reducción de emisiones supone condenarlos al subdesarrollo. Hacen faltan al menos 100.000 millones de dólares anuales en este tipo de ayuda y todavía estamos por debajo de los 80.000.
Esta lucha para no seguir deteriorando el planeta, que es una lucha por la igualdad, tiene poco que ver con un cierto modo de entender la ecología que culmina un proceso de transferencia de sacralidad. Primero creíamos en Dios, luego creímos en la Humanidad, y ahora parece que estamos obligados a creer en una madre naturaleza que purifica nuestros sentimientos y afectos, llena nuestros ojos de verde e incluso expía nuestros pecados. Si se radicaliza esta concepción, como han hecho algunos con la llamada “ecología profunda”, la lucha contra el cambio climático no tiene sentido. Cuando a la naturaleza se le considera un “todo” al que hay que obedecer y se ve al hombre como su máxima amenaza, se concluye que no necesitamos “un planeta para las personas” sino un “planeta sin personas”. La conclusión parece disparatada y absurda, pero tiene una cierta lógica si se lleva al extremo la idea de que hay un conflicto irresoluble entre sociedad y naturaleza.
La lucha contra el cambio climático tiene sentido si se recupera la evidencia de que hay una diferencia en la biosfera. No todos los seres que pueblan el planeta son iguales, en el centro está el hombre. Y por eso tiene sentido trabajar para conseguir un desarrollo sostenible. Aunque los humanos nos hayamos equivocado muchas veces, somos la mayor fuerza creativa de la naturaleza. Y es así, como decía el estadounidense Murray Bookchin, defensor de la ecología social, porque somos “naturaleza autoconsciente”.
La COP26 que va a tener lugar en los próximos días en Glasgow pone de manifiesto que quizás haya un exceso de “ecología teológica” y un déficit de política verde.