Tibhirine: el rostro humano de Dios

Mundo · José Luis Restán
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26 enero 2011
"Éste es el Dios que necesitamos. No faltamos al respeto a las demás religiones y culturas si confesamos en voz alta y sin medios términos a aquel Dios que opuso su sufrimiento a la violencia, que ante el mal y su poder eleva su misericordia como límite y superación". Son las palabras con las que concluye la homilía de Benedicto XVI en su viaje a Munich, su ciudad más querida. Las he buscado tras contemplar la película De dioses y hombres porque son su mejor resumen. Del Dios de Jesucristo, del Dios que es Logos y Caritas, no podemos tener miedo. Es ese Dios quien forjó la humanidad potente y llena de atractivo de los monjes de Tibhirine, es Él quien nos habla en su vida y en su muerte.

Es impresionante la necedad y la sordera de algunos intelectuales frente a los hechos. Un ejemplo lo tenemos en el comentario de Antonio Gala en su oxidada tronera del pasado martes. Pero podemos justamente esperar que la gente sencilla y sin prejuicios acuse el golpe de este impresionante testimonio. Es cierto que a causa de nuestra atribulada historia algunos pueden sentir miedo de que la fe conlleve intolerancia, pero frente a este miedo el Dios de Jesucristo nos muestra que la verdad no se afirma mediante un poder externo, sino que es humilde y sólo se da al hombre por su fuerza interior: por el hecho de ser verdadera. Y nos recuerda también que Él no ha redimido al mundo con la espada sino mediante la cruz. Eso es lo que vemos y palpamos en la historia preciosa y dramática de los trapenses del Atlas.

También he recordado la maravillosa lección del Papa en el Colegio de los Bernardinos, cuando utilizó el hilo dorado del monacato para explicar la historia entera de Occidente. Cómo el Quaerere Deum de los monjes, su búsqueda de Dios, fue la fuente de la que nació el amor a la palabra, al canto, al trabajo, a la vida común y al derecho. En aquel pequeño monasterio enclavado en el sur de Argelia se vivía todo esto, y el mérito de la película de Beauvois es habérnoslo sabido transmitir con primor y autenticidad conmovedores. Las escenas de la vida cotidiana de los monjes nos muestran su atención detallista en el trabajo, su sentido de la caridad mutua, su respeto y admiración por todo lo creado, su franca estima por los vecinos musulmanes constituidos por el mismo corazón lleno de deseo del Infinito. Y en medio de toda esta riqueza de relaciones, aparece la liturgia como la respiración de este organismo vivo, una liturgia bella y sobria que expresa la dependencia familiar de Jesucristo en el cuerpo de su Iglesia.

Impresiona también la variedad de temperamentos, de sicologías y procedencias, que tantas veces invocamos como explicación exhaustiva del actuar humano. Pero aquí la carnalidad de cada uno es la forma a través de la que pasa la relación con el Misterio, la materia en la que se desarrolla el diálogo de la vocación: entre el hombre que busca y desea y Dios que sale a su encuentro y responde. Nadie está determinado por su historia o su estado de ánimo, siempre aparece la libertad invitada a responder. No hay rastro alguno de fanatismo o irracionalidad, ni siquiera en los momentos más duros. Por el contrario es fascinante el realismo concreto, la conciencia lúcida que se abre paso a través de miedos y prejuicios, gracias a la compañía y al testimonio mutuo, gracias a la autoridad verdadera de quien vive más sencilla y hondamente la vocación. ¿Y quién no desea vivir así?             

En un mundo en que ha prevalecido trágicamente la idea de que Dios es enemigo del hombre y de su libertad, esta película es un baño de luz, tiene la sinceridad de mostrarnos el fruto humano de la fe. Porque seguir a Jesús en el camino de la Iglesia fue lo que ensanchó la razón, la libertad y el afecto de estos hombres. Razón para entender el significado de la vida y de la muerte, del dolor y del amor; libertad para no ceder a la imposición de un poder malvado; afecto para abrazar a todos, incluso a sus verdugos. Como decía Juan Pablo II, en la historia es la misericordia la que impone su límite al mal. 

"El martirio puede parecer una locura, como puede parecerlo hacerse monje… pero tú ya habías entregado tu vida a Jesús", le dice el prior a uno de los que dudan. Nos revuelve y nos llena de misterio este modo en que Dios ha querido tomar posesión de la historia, hundiéndose en ella como semilla que parece desmenuzarse (como la vida de estos monjes), muriendo para después resucitar. No ha querido vencer mediante el poder y la violencia, sino que ha sembrado la planta de la Iglesia, de hombres y mujeres como los que vemos en esta película. Hombres y mujeres que seguirán esparcidos por la faz de la tierra, tejiendo una red de fe, esperanza y caridad hasta el día final.

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