`La conciencia de fragilidad puede hacernos paradójicamente fuertes`
Charlamos con el escritor sobre los desafíos que provocado en nuestra sociedad el COVID-19. Pandemia que nos ha pillado en plena burbuja de banalidad, desorientación y malignidad política según González Sainz.
En su artículo “La irrupción de la realidad” que ha publicado en El Mundo dice que “en la vida de un país o de una persona, hay veces en que la realidad, la realidad más descarnadamente real, la más cruda y menos guisada por las recetas y los cocineros de mentalidades y relatos, irrumpe de repente con una violencia pavorosa a la que no estábamos acostumbrados”. ¿Se podría decir que la crisis que estalla con el coronavirus nos pone a cada uno delante del espejo sobre cómo vivimos?
Se podría decir. Pero un espejo es algo inquietante: nos devuelve una imagen y esa imagen muchas veces tiene más que ver con lo que queremos ver, o lo que valemos ver, en ese momento y a esa luz, que con lo que está al otro lado del espejo.
¿Vamos a ser capaces de ver en estos momentos de calamidad más realidad que antes, más de ese “fondo duro y rocoso de la realidad” del que hablaba Thoreau, o por lo menos lo importante de esa realidad? ¿Lo queremos ver? Porque de sobra sabemos que no hay peor ciego que el que no quiere ver, que el que ve en el espejo la imagen que quiere ver y no la que podría ver.
Dicho esto, claro, la realidad nunca aparece neta, claramente diferenciada, distinta; es una tensión y nosotros percibimos y elaboramos imágenes, apariencias, simulaciones o directamente engaños. Ahora ha emergido rompiendo muchas de esas apariencias y trapacerías, nos ha sacudido, y nos seguirá sacudiendo, sanitaria, económica, socialmente, pero siempre cabe echar las culpas a otro y seguir elaborando simulaciones y engaños más grandes, y cada vez más peligrosos. Los espejos los queremos para maquillarnos, para ideologizar la imagen reflejada y deslumbrar al otro con su reflejo en la cara. Y las maquinarias políticas de ideologizar tienen el terreno abonado por décadas de cultivo extensivo de la ceguera y la zopenquería, de la banalidad y la ignorancia. Me temo lo peor al respecto.
“La pregunta sobre el significado de la vida tendría que ser habitual sin necesidad de ningún cataclismo”
Vicente Lozano en el mismo periódico escribía: “Esta sociedad tecnológica, la del iPhone, la del coche autónomo, la del 5G, la de los algoritmos, la del viaje a Marte puede verse paralizada. No todo está al alcance del hombre […] No somos autosuficientes. Lo que nos está ocurriendo es una lección de humildad que pone en evidencia la fragilidad de la condición humana”. ¿Ha sido una ocasión para abrir una pregunta sobre la exigencia de significado de la vida?
Esa pregunta tendría que ser habitual sin necesidad de ningún cataclismo. Y no tanto quizá por tener respuestas sino por seguir preguntándonos. El solo hacernos esa pregunta ya tiene significado en sí, ya mueve comportamientos. Pero qué duda cabe de que las recaídas en lo peor, como diría Zwieg, desde luego son un momento para hacerlo. Hay quien ha pensado hace tiempo en el posible fin de la excepción humana en la tierra, en el fin de nuestro dominio. Es risible que un virus o unas bacterias de nada puedan con nosotros, con todo lo que creemos ser, con todas nuestras ínfulas, pero así puede ser. La conciencia de fragilidad, de brevedad, de desvalimiento, es lo que, por la necesidad de ser prudentes, atentos, hábiles o fraternos, puede hacernos paradójicamente fuertes. La prepotencia obra al revés. Toda la increíble desprevención, banalización y ofuscación del Gobierno no se explica sino por esa prepotencia que estaba a otra cosa y a sabiendas de que controlaba la imagen de la realidad.
¿Qué destacaría de la reacción de la sociedad civil en estas semanas?
Eso que llamamos sociedad civil, cuando se pone manos a la obra, puede ser un motivo por lo menos de esperanza. Pero tiene que tomar más las riendas, es nuestra hora. Los políticos, cuanto más totalitarios (y nuestro Gobierno muestra bastante más que el plumero en ese aspecto), más aspiran a la atomización de la sociedad y al control de los espacios y acciones de la sociedad civil, a la conversión de la población en masas dependientes del Poder. Hannah Arendt explica muy bien en Los orígenes del Totalitarismo, un libro que tendría que haber estudiado todo universitario, el proceso de liquidación de los lazos sociales, culturales y hasta familiares por parte de Stalin. Pero me estoy desviando de la pregunta. Las iniciativas individuales de muchas personas, las prácticas de algunos colectivos existentes o puestos en pie con esta situación son encomiables, ejemplares, es una fortuna que hayan existido. Pero toda esa mejor sociedad civil y personal tendría que ejercer más su baza de presión política.
“La práctica de la mentira política es asfixiante”
Hablaba en su artículo de una escalada tal de superchería ideológica y emocional, de subvención de la ceguera y negación de la realidad que sólo tiene precedentes en las épocas que anteceden a las grandes catástrofes. ¿Nos hemos dado cuenta de la banalidad en la que hemos vivido tantas veces? ¿Ante la urgencia de las circunstancias que nos tocará afrontar seremos más exigentes con el discurso político?
Lo que veo en la práctica política de gobierno de este país (cómo se ha llegado al Poder —diciendo una cosa y haciendo justo la contraria desde la noche de las elecciones—, con quién se ha formado, cómo se acapara, qué resortes se utilizan…) no me gusta ni un pelo. La práctica de la mentira política, que siempre ha existido, del engaño almibarado o descarado, de la ocultación de datos y realidades, es asfixiante; la centralidad del relato, de la utilización de los medios de formación de masas, del recurso a la animadversión, la división y la discordia… no sólo es estomagante sino muy peligroso. Una sociedad puede digerir bastante, pero hay un momento en que ya no digiere más y explota por cualquier parte. En España esa parte suele ser la misma, la guerra civil. Lo que nunca, por ningún motivo, nos podemos permitir ni que se insinúe.
“La falta de duelo público pone en solfa el sentido mismo de nuestra sociedad”
Muchos dicen que habrá un antes y un después de esta crisis pero ¿qué trabajo debemos realizar para que ese “después” sea a mejor? ¿En qué consiste este “hagamos de las tripas de la realidad corazón de inteligencia y resistencia” por usar sus palabras?
Bueno, es una forma de decir algo tan sencillo como la necesidad que tenemos de pensar (pensar no sólo con la lógica de la razón) a partir de lo que hay, que hemos de saber desentrañar (también con la lógica de la razón y del corazón). Hay mucho trabajo por hacer, claro; nos ha pillado esto en plena burbuja de banalidad y desorientación, y malignidad política. Uno de esos trabajos es el del duelo. Es increíble que no se tome algo tan elemental, tan necesario y uno de esos pocos fundamentos de las sociedades humanas, como es el duelo, como una cosa política. La marca de todas las personas que han fallecido y de toda la soledad que han padecido ellos y sus familiares y amigos es profundísima. Nunca la soledad de los moribundos, por usar el término de Norbert Elias, ha sido quizá tan tremenda. La falta de duelo público pone en solfa el sentido mismo de nuestra sociedad, no digo ya de su gobierno. La cosa estaba engrasada: recuérdese la crueldad ante las víctimas de eta o la imposibilidad de una manifestación de duelo conjunto tras los atentados islamistas de Barcelona (que se trasformó en manifestación política contra las autoridades del Estado) o esa flor en el ojal de la ignominia que fue el tuit de la exconsejera de Educación de la Generalidad de Cataluña para comentar el alto número de personas fallecidas en Madrid (“De Madrid al cielo” dijo la exconsejera de ¡Educación!). Mientras le contesto, un camión con altavoces que recorre la ciudad pasa bajo mi casa (en una ciudad cuyo gobierno es del mismo signo que el del Estado) con una charanga gritona y retumbante supongo que para amenizar el enjaulamiento (9.500 euros). De luto nada, pero jaleo y ruido que no falte, ya comprenderá el mal humor en alguna respuesta.
El Papa Francisco afirmaba el Domingo de Ramos: “Mirad a los verdaderos héroes que salen a la luz en estos días. No son los que tienen fama, dinero y éxito, sino son los que se dan a sí mismos para servir a los demás”. Creo que es lo que ha intuido el periodista Pedro G. Cuartango, que en una columna en el ABC escribía: “Estoy aislado en una habitación llena de libros y de discos. Pero mi confinamiento, que en los primeros días me pareció agradable, se ha convertido en un tormento. La devastación que nos rodea a todos es insoportable. Envidio a la gente que hace algo por los demás”. ¿Es entregar la vida una buena terapia?
No me acaba de gustar lo de “entregar la vida”; entiendo lo que quiere decir, pero sería mejor quizá pensar en ser útil a secas, ser útil a los demás, a los más débiles, a la sociedad, a la convivencia. Trabajar, con tino, con denuedo y entrega si se quiere, por lo común humano, por pensar en lo más conveniente y recordar lo más inconveniente de la Historia, pero las nociones y prácticas de sacrificio creo que son más profundas y a veces más retorcidas.