Los niños, educadores para la paz

Mundo · Antonio R. Rubio Plo
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13 junio 2018
La lectura del libro “¡A la escuela de la paz! Educar a los niños en el mundo global” (ed. San Pablo) me ha reafirmado en la creencia de que el mundo será mucho más humano gracias a los niños. Los niños son una escuela de humanidad y, en consecuencia, de paz, y esto lo sabe muy bien la Comunidad de Sant’Egidio, que acaba de cumplir cincuenta años de existencia. Todos hemos oído hablar de la labor mediadora de Sant’Egidio en conflictos armados y sus actividades con la gente que vive en la calle o con los refugiados que arriesgan su vida en el Mediterráneo, pero es menos conocida la existencia de sus Escuelas de Paz, donde los protagonistas son los niños, niños marginados y explotados por las guerras o el crimen organizado. Pese a todo, encuentran una oportunidad en las Escuelas para reparar unas vidas lesionadas o rotas por la intransigencia y el egoísmo de los adultos, aferrados a sus intereses materiales o a sus ideologías excluyentes. Las Escuelas materializan el derecho a la educación de los niños que es, sin duda, un derecho al futuro.

La lectura del libro “¡A la escuela de la paz! Educar a los niños en el mundo global” (ed. San Pablo) me ha reafirmado en la creencia de que el mundo será mucho más humano gracias a los niños. Los niños son una escuela de humanidad y, en consecuencia, de paz, y esto lo sabe muy bien la Comunidad de Sant’Egidio, que acaba de cumplir cincuenta años de existencia. Todos hemos oído hablar de la labor mediadora de Sant’Egidio en conflictos armados y sus actividades con la gente que vive en la calle o con los refugiados que arriesgan su vida en el Mediterráneo, pero es menos conocida la existencia de sus Escuelas de Paz, donde los protagonistas son los niños, niños marginados y explotados por las guerras o el crimen organizado. Pese a todo, encuentran una oportunidad en las Escuelas para reparar unas vidas lesionadas o rotas por la intransigencia y el egoísmo de los adultos, aferrados a sus intereses materiales o a sus ideologías excluyentes. Las Escuelas materializan el derecho a la educación de los niños que es, sin duda, un derecho al futuro.

No es un libro descriptivo de lo que son las Escuelas de Paz. No entra en consideraciones sociológicas o jurídicas. Lo que importa es la historia personal de cada niño en más de setenta países, desde El Salvador hasta Malaui, desde Buenos Aires a Nápoles. No hay métodos patentados ni reglas mágicas. Es una historia de afecto, ternura y comprensión la protagonizada por los miembros de Sant’Egidio, dirigida a niños carentes de una afectividad que no está entre las coordenadas de un mundo individualista y competitivo. En las Escuelas de Paz a los niños se les da la palabra y se escuchan sus razones. Estos chicos escriben sus testimonios en toda clase de cartas y notas, que no son una mera actividad escolar, sino que expresan el profundo deseo de esa parte fundamental de la humanidad que son los niños de que la paz y la solidaridad reinen en el mundo. Los niños han descubierto, gracias a las Escuelas de Paz, la fuerza de la amistad, que no se reduce, como suele ser habitual, a la gente de su edad, sino que se extiende también a los adultos y a los ancianos.

Para que las Escuelas de Paz se hayan hecho realidad ha sido necesario un viaje a las periferias, las geográficas de las macrociudades o simplemente las existenciales. Mucho antes de que el papa Francisco hablara de la cultura del encuentro, Sant’Egidio lo había puesto en práctica empezando por las periferias de la ciudad de Roma desde finales de la década de 1960. La cultura del encuentro implica además una preferencia por los débiles, entre los que se encuentran los niños, aunque sus testimonios en el libro pueden sorprendernos por lo que muestran de resiliencia y fortaleza. No es extraño que Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, valorara positivamente la labor de Sant’Egidio en la capital argentina.

Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad, señala en el prólogo de la obra que la mirada de los niños ocupa un lugar primordial en los testimonios presentados. Es una mirada particular, muy sensible, que, sin embargo, se tiene muy poco en cuenta. Pese a todo, la mirada de un niño puede cambiar el curso de los acontecimientos e incluso salvar vidas inocentes. A este respecto, cabe destacar la referencia a Merzoug Hamel, un terrorista árabe que fue enviado en 1994 para matar a algunos judíos al salir de una sinagoga. Estaba a diez metros de distancia para disparar, pero la mirada pura de unos niños judíos, incapaces de entender lo que iba a pasar, le hizo desistir de su propósito.

El encuentro con otros ojos, los de un niño, un anciano, o un pobre puede cambiar la vida. En apariencia son distintos, pero si se miran bien, se descubre que son parecidos.

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