Certeza y curiosidad

España · Wael Farouq
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30 junio 2016
Uno de los pilares de la fe islámica es creer en todos los profetas. “Decid: Creemos en Alá y en lo que nos fue revelado, en lo que reveló a Abraham, a Ismael, Isaac, Jacob y las doce tribus, y lo que reveló a Moisés, Jesús y a los Profetas. No discriminamos entre ellos, y nos sometemos a Él” (Corán, 2:136).

Uno de los pilares de la fe islámica es creer en todos los profetas. “Decid: Creemos en Alá y en lo que nos fue revelado, en lo que reveló a Abraham, a Ismael, Isaac, Jacob y las doce tribus, y lo que reveló a Moisés, Jesús y a los Profetas. No discriminamos entre ellos, y nos sometemos a Él” (Corán, 2:136).

Por tanto, no hay sura del Corán que no mencione a un profeta o no cite su vida, reformulada por el texto sagrado con un estilo retórico, rico en profundidad, que desvele su sentido espiritual sin detenerse en particularismos. La comprensión del significado retórico y del sentido espiritual del texto, sin embargo, no están al alcance de un niño de trece años como era yo. A ese, en cambio, lo que despertó terriblemente su curiosidad eran los detalles que faltaban para completar la historia del profeta. Así que preguntó a su profesor de religión si sabía algo más de esos detalles, pero este, riéndose de sus preguntas, le gritó: “Este es el libro de Dios, no un libro de cuentos”. Aun sintiéndose frustrado, no se rindió. Sabía, gracias a su profesor de religión, que esas historias estaban en la Biblia, y también que la Biblia se había escrito después de la muerte de Cristo, motivo por el que había sido falsificada, pero no le importaba. Quería saciar su curiosidad y saber cómo acababan aquellas historias, aunque, según su profesor de religión, no fueran ciertas.

Así fue como entré, por primera vez solo y por mi libre voluntad, en un “establecimiento” cristiano, aunque ya había acompañado a mi madre a la iglesia para presenciar el matrimonio de una de sus amigas cristianas. En esta ocasión se trataba de la Librería de la Biblia de Shubra, uno de los barrios de El Cairo donde residen muchísimos cristianos. Entrar en la librería exigía un gran valor.

Si me hubiera visto alguien de mi familia, o algún vecino, me habrían sometido a una larga investigación. Sabía de antemano que “la búsqueda de detalles sobre las historias de los profetas” no sería una excusa aceptable y que así quizá recibiría una cantidad aún mayor de sarcasmo y sermones morales. Existía además el riesgo de que los encargados de la librería descubrieran que yo era musulmán, en cuyo caso me habría tocado en suerte la expulsión del negocio para demostrar a todos –y especialmente a las fuerzas de seguridad nacional– que allí no se admitía la venta de libros cristianos a hijos de musulmanes. De hecho, algunos podrían considerarlo como una actividad misionera que podría llegar a suponer el cierre de la librería.

Nadie se dirigió a mí mientras estaba parado ante una estantería llena de ediciones y traducciones diversas de la Biblia. Elegí la de la editorial Dar al-Mashreq, editada por primera vez en 1881 a cargo del sheij Ibrahim al-Yaziji, gran literato árabe. Pagué el libro con el poquísimo dinero que llevaba, y salí casi volando de felicidad. No conseguía dejar de leer y, aunque no entendía muchas cosas porque el libro estaba escrito en la lengua del siglo XIX, sentía una felicidad infantil. Leía todo el tiempo, hasta en la escuela, en el intervalo entre una clase y otra, cuando un día me sorprendió un compañero cristiano que me arrancó violentamente el libro de las manos y me dijo enfadado: “¿Por qué lees nuestro libro?”. Le respondí: “Este libro es mío, ¡lo he pagado yo!”. Intenté recuperarlo pero él me tiró al suelo. Inmediatamente la clase se dividió entre musulmanes y cristianos y empezó una pelea. Acabó conmigo y mi colega cristiano acusados de fomentar el conflicto religioso. El director de la escuela, al escuchar los detalles de lo sucedido, ordenó al alumno cristiano volver a clase. Cuando se hubo ido, me dijo: “¡¿Por qué lees el libro de esos descreídos?!”. Me echó de clase una semana por haber leído la Biblia.

Mi compañero cristiano formaba parte de una asociación eclesiástica en cuya revista, veinte años después, leí el artículo de un sacerdote que aconsejaba la repetición del bautismo a los cristianos que hubieran recibido una transfusión de sangre después de un accidente ¡porque esa sangre podría haber pertenecido a un musulmán!

El extremismo que hoy permea las sociedades árabes no es más que el resultado inevitable de la eliminación de la curiosidad, porque muchos creen que educar significa oponer certezas a la curiosidad, y porque sentir curiosidad por la certeza religiosa se percibe como una duda o una heterodoxia. Por eso, cada vez que sentimos curiosidad tenemos también sensación de culpa y, para expiar esa culpa, exhibimos una certeza excesiva. Los que visitan hoy El Cairo avanzan por una jungla de símbolos religiosos: el hijab (velo que deja el rostro descubierto), el niqab (velo que solo deja al descubierto los ojos), la barba larga, la señal en la frente debido a la oración frecuente, las cruces tatuadas en el dorso de la mano y otras más grandes colgadas al cuello, las fórmulas religiosas utilizadas en todas las conversaciones, las inscripciones en los coches y establecimientos con versículos de los textos sagrados, los jóvenes que leen en voz alta el Corán o la Biblia en el transporte público, las imágenes y tonos de los teléfonos móviles… Lamentablemente, todo esto no es más que una coraza, bajo la cual se esconde la pobreza de espíritu.

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