El alambre de espino no consigue frenar el abrazo de Francisco
No ha sido una visita como las demás. Ya lo había anunciado, así fue. El Papa aterrizó en Lesbos con el corazón lleno de tristeza, preparado para encontrarse con lo que él mismo había definido como “la mayor catástrofe humanitaria después de la Segunda Guerra Mundial”. Y no es una hipérbole. No para quien ha mirado cara a cara los ojos desesperados de hombres y mujeres que viven atrapados en el principal limbo de Europa en el Mediterráneo. Esos rostros de quienes han perdido todo lo que tenían en las aguas de un mar que se ha vuelto enemigo. O acariciado esas manos marcadas por la fatiga o enjugado con sus propias vestiduras las lágrimas de los que ya no pueden seguir adelante pero que si vuelven atrás ponen en peligro su vida. Ya lo ha dicho Francisco. Basta pasar un día en Mòria Refugee Camp para recuperar la piedad perdida. Y él lo ha hecho. Él, que no parece que necesite redescubrir su propia humanidad.
Si hay un viaje que explica mejor que ninguna otra cosa quién es y de qué es capaz Bergoglio, es esta visita relámpago al corazón del Egeo, siguiendo la ruta de la esperanza que llega hasta allí para cruzar los Balcanes y huir hacia una Europa que permanece sorda y pasiva ante un drama que no tiene parangón en las últimas décadas. Sobre esas rocas, en los últimos días se ha roto el sueño de Schengen, se ha hecho pedazos la hipótesis, que nunca terminó de concretarse realmente, de un continente sin muros. La exultación y los ideales del 89 quedan muy lejos. La historia ya no es maestra. Hoy nos vemos obligados a medirnos cara a cara con un Papa poco diplomático y muy humano, con los dibujos de unos niños que viven en unos miles de metros cuadrados rodeados de alambre de espino, sobreviviendo en el infierno pero sin libertad.
Lo dijo en el vuelo de regreso, durante la rueda de prensa, como siempre sin filtros y sin red. Francisco recogió esos dibujos hechos con manos de niños, que constituyen la gran parte de las casi tres mil personas atrapadas en el mayor hotspot de Lesbos. Niños que colorean sus pesadillas: bombas, un amigo ahogado, una casa destruida, un sol que llora. Esto es lo que más me ha llamado la atención de esas horas extraordinarias pasadas junto al Papa Francisco en la isla griega, que se ha convertido, a pesar de sus espléndidos habitantes, en vergüenza del mundo. Ese sol que llora. Yo lo comparo con otro sol que dibujó mi sobrino y que también le mostré al Papa cuando hizo su ronda habitual de saludos a los periodistas. Un sol acompañado por una pregunta. El pequeño Santiago se preguntaba si en un mundo perfecto haría falta Dios. A los siete años tiene pensamientos extraños, pero en su dibujo todos sonreían, los hombres tenían las manos gigantes y dientes enormes, lucía el arco iris, las nubes y también el sol. Es un niño sereno, que cree que la felicidad es posible. Todavía no ha experimentado el dolor del mundo. Gracias a Dios.
Por eso he pensado en él, y en nuestros hijos, seguros, moderadamente felices, obsesivamente centrados en los hermoso y a menudo en lo banal, a veces incluso aburridos por un bienestar que dan por descontado. He pensado en él y en ese sol sonriente. Y luego he pensado en esos niños con los que volé en el avión de regreso. El último golpe de Francisco: los seis niños que ha llevado consigo y los otros tantos adultos que ha sacado del limbo de Lesbos. Quizás alguno de ellos un día de estos será capaz de dibujar un sol sonriente. Aunque solo uno consiguiera llegar a hacerlo, de entre todos los niños que el Papa abrazó y escuchó allí, su visita relámpago a Lesbos habría dejado huella.