La lección de esperanza en el drama de los nuevos mártires
El informe sobre el genocidio cristiano en Oriente Medio presentado recientemente por los “Cavalieri di Colombo”, una asociación de casi 1.800.000 fieles, nacida en Estados Unidos y presente en varios países del mundo, tiene la contundencia de un documento oficial: casi 280 páginas de testimonios sobre la persecución que el Isis ha desencadenado en Oriente Medio en perjuicio de los cristianos y otras minorías religiosas, con una lista de víctimas e iglesias destruidas, y datos de un vergonzoso comercio de esclavos que aún se sigue produciendo. Pero detrás de un tono duro, sin concesiones a los sentimientos, se vislumbra el drama de comunidades enteras, arrancadas de sus tierras.
A los pocos días de publicarse este informe, el secretario de Estado estadounidense, Kerry, a quien iba dirigido, calificó los crímenes de Isis como genocidio, siguiendo la estela de una resolución análoga en el Parlamento europeo. El efecto político que esta declaración podría tener todavía está por ver, pero sin duda en una región –Oriente Medio– donde a veces los hechos parecen diluirse en el prisma de las interpretaciones opuestas, esa lista muda de 1.131 cristianos iraquíes asesinados desde 2013 hasta el 9 de junio de 2014 (es decir, antes de la conquista de Mosul por parte del Isis) cumple ya una función esencial, la memoria, “sin la cual –recordó el Papa Francisco hablando a la nación armenia– el mal todavía mantiene abierta la herida”.
A nosotros, occidentales, esa lista también nos dice que los atentados y la violencia que hoy sacuden a varias metrópolis europeas son el apéndice de ese amargo pan cotidiano que alimenta a poblaciones enteras, de Iraq a Siria, de Afganistán a Somalia, por no hablar de Nigeria, desde hace años. Tomar conciencia genera un movimiento de compasión que no sustituye sino que amplía la reflexión sobre la seguridad. Sin embargo, memoria y compasión, aun siendo importantes, no son suficientes para eliminar el mal. Entonces, ¿cómo no quedar impotentes al recorrer los listados de esas víctimas, y ahora también los de Bruselas y París? ¿Quién les devolverá la vida?
La Pascua avanza desde hace dos mil años una respuesta tenaz: el hombre de la Cruz, al resucitar, “pisotea la muerte de todo mortal común con su singular muerte”. Como dice san Pablo escribiendo a los corintios, “la engulle desde abajo”. Es inútil ocultar la abstracción con que normalmente, también nosotros, cristianos al menos por cultura, rodeamos estas palabras, reduciéndolas a fórmulas vacías (“embrutecidos, anquilosados por generaciones enteras de catecismo”, escribía provocadoramente Charles Péguy en Getsemani). Pero más fuerte que nuestra abstracción se dibuja la provocación de los mártires contemporáneos que, siguiendo la lógica de Cristo y uniéndose a su sacrificio, nos lo hacen presente con una inmediatez a la que –a Dios gracias– resulta difícil sustraerse. Es el caso citado de los cristianos de Iraq o de las cuatro hermanas Misioneras de la Caridad (congregación fundada por la Madre Teresa) asesinadas en Yemen el pasado 4 de marzo. ¿Qué esperanza pudo llevarlas a ir allí de donde todos huían?
Los nuevos mártires nos invitan a mirar al Crucificado para encontrar renovada esperanza a nivel personal, eclesial y social. Su historia, de hecho, como todo testimonio auténtico, posee una imponente dimensión pública, cultural y social, que espera aún ser acogido y valorado adecuadamente. Con su misma existencia, el mártir denuncia el culto a la violencia que se ha extendido en grandes zonas de Oriente Medio y del que hoy se recogen los trágicos frutos. Pero sobre todo desenmascara el contra-testimonio del hombre bomba.
El yihadista que piensa que puede imponer “su verdad” con el sufrimiento de sus víctimas es lo contrario del mártir, es el anti-mártir. Los mártires no fueron a buscar su fin, pero en el momento de la decisión no dudaron: creyeron que el mal no tiene la última palabra. Esa es la certeza de la que ahora tenemos tanta necesidad. En el estruendo de comentarios sobre los dolorosos acontecimientos de Bruselas, estas humildes voces siguen siendo las que nos dicen la palabra más verdadera.