Cuando ´Alá es grande´ expresa el grito de un gran vacío
Un fuerte componente de estrés, el vacío dentro y el atajo de la ideología. Esos son los tres elementos que conforman la historia de Gulchekhra Bobokulova, 39 años, rusa, que se paseó la mañana del lunes por una estación de metro de Moscú llevando en la mano la cabeza de una niña de cuatro años. La mujer era la niñera de la pequeña y, después de una presunta pelea matrimonial, mató y decapitó a la niña, y luego prendió fuego al apartamento. Gyulchehera iba gritando varios eslóganes, entre ellos el clásico del fundamentalismo islámico, “¡Alá es grande!”.
No hay palabras para contar una historia donde el vacío de una mujer, ante el cansancio de su relación con el marido, se convierte en una frustración donde la ideología islamista sirve de alimento para llevarla al gesto extremo de perder todo contacto con la vida en favor de sus pensamientos, de sus obsesiones, de su ideología. Curiosamente, esta mujer se convierte en el símbolo de una época –la nuestra– donde el drama por el que estalla toda violencia y reivindicación es la falta de contacto con la realidad. Sin estar en contacto con la realidad, los pensamientos, los prejuicios, las obsesiones, toman el control y lo que queda no es “lo que hay” sino solo “lo que pensamos”.
El abismo entre la realidad y nosotros es el espacio donde emerge todo nuestro vacío, nuestro dolor, y donde la exigencia de una respuesta a nuestro deseo de bien nos arrastra y se adueña de nosotros. El mal no se puede reducir solo a una patología psíquica, es ante todo la distancia que nos separa de la existencia y que nos hace percibirlo todo como secundario respecto a nuestras ideas, nuestro orden, nuestra voluntad. Todo se convierte así en un juego: los sentimientos de los demás, los niños, las personas. Ya nada nos parece grave. Solo nuestro vacío, nuestro dolor, lo es realmente. El islamismo se convierte en esta historia en el punto que expresa una patología más profunda, que es la incapacidad para permanecer en relación con las cosas y con nosotros mismos.
Occidente no muere a causa de nuevas ideologías asesinas, Occidente muere cada vez que pierde la curiosidad y la pasión por la realidad, por la verdad, por lo que existe. Todo esfuerzo educativo o tiende a recuperar la familiaridad con el dato, con lo que hay, o bien se convierte en un intento extremo por transmitir al otro una idea, un juicio, que no nace de la propia experiencia sino de la del vecino.
Hasta hace veinte años, esto podía ser bueno para la confianza que animaba la relación entre generaciones, pero en la época de la sospecha el único antídoto a la violencia ideológica, al vacío que se convierte en acción y manipulación, es un camino que parta de la realidad y ayude a todos –jóvenes o ancianos– a recuperar una conciencia de las cosas, de lo que existe. Occidente no tiene otro camino por delante que la apasionada reconstrucción del hijo que une a todo hombre con la realidad, con la existencia. Sin ese hilo todo se desvanece, todo es falso, todo se pudre; y en definitiva nunca se aprende. Y entonces puede llegar a suceder hasta que una mujer sea capaz de pasear por una ciudad con la cabeza de una niña. Porque antes de la ideología está el vacío que la genera. Ese vacío del que suelen estar llenos nuestros colegios y que considera la violencia como una posibilidad, como un atajo, como una ocasión. Dios no nos debe nada. Él nos lo ha dado todo: nos ha dado el corazón, nos ha dado la realidad, nos ha dado la razón. O estas tres cosas se encuentran y se convierten en experiencia de bien y de construcción mutua, o la vida se podrá convertir, después de una pelea cualquiera con el marido, en un rehén del pensamiento. En una víctima segura del propio ansia de muerte.