26-J: Recreación o licuefacción

España · José Luis Restán
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7 junio 2016
Licuefacción: la palabra describe el paso del estado sólido al líquido bajo determinadas condiciones de presión y temperatura, pero Joseba Arregi la utiliza como descripción de la situación española en un memorable artículo del 24 de mayo en el diario El Mundo. Empecemos por decir que el autor no es precisamente un reaccionario. Su matriz político-cultural está en el ala más moderada y posibilista del nacionalismo vasco, y fue consejero de un gobierno de coalición entre PNV y PSOE. 

Licuefacción: la palabra describe el paso del estado sólido al líquido bajo determinadas condiciones de presión y temperatura, pero Joseba Arregi la utiliza como descripción de la situación española en un memorable artículo del 24 de mayo en el diario El Mundo. Empecemos por decir que el autor no es precisamente un reaccionario. Su matriz político-cultural está en el ala más moderada y posibilista del nacionalismo vasco, y fue consejero de un gobierno de coalición entre PNV y PSOE. Es curioso que del País Vasco, donde tanto se ha sufrido durante nuestro trayecto democrático, surjan las voces más valientes y afiladas para el diagnóstico del momento presente. Voces como la del popular Mayor Oreja, los socialistas Redondo y Uriarte, y ahora el ex peneuvista Arregi.

“La democracia puede que no aguante todo, sobre todo la disolución de los principios en los que se sustenta”, así culminaba el artículo titulado “En una época de naufragio”. Las palabras de ese texto, bien elegidas y ponderadas, impresionan aún más si se piensa que el autor es todo menos un reaccionario nostálgico o un hombre inclinado a las trincheras. ¿A qué naufragio se refiere Arregi? En primer lugar el naufragio ético-cultural de la cultura posmoderna, que ha disuelto las grandes convicciones compartidas de las sociedades occidentales: “la desorientación es reina y señora del mundo de la opinión pública, es la única guía de lo único tangible que existe en la cultura actual, el espectáculo… todo se diluye, todo se evapora en el hervor continuo que es el espectáculo público”. Evidentemente ahí está el fondo espeso de la crisis, la raíz de la incapacidad educativa de las últimas generaciones, la irracionalidad de ciertas formas de “indignación”, la banalidad con la que una sociedad puede dilapidar un bagaje de vida buena que, por ejemplo en España, hemos disfrutado durante casi cuarenta años, pero quizás no hemos asimilado, no hemos juzgado y por tanto no hemos sabido transmitir y sostener sus razones.

Pero después Arregi realiza un giro y se vuelve hacia las instituciones políticas y judiciales para hacerlas responsables de una dejación dramática. Para ilustrarlo usa una escena dramática, aquella en que el presidente de la República Federal de Alemania, Walter Scheel, pidió solemnemente perdón a la viuda del presidente de la patronal, Martin Schleyer, asesinado por los terroristas de la Baader Meinhoff. Perdón porque el Estado no había sabido cumplido su deber primordial de defender la vida de uno de sus ciudadanos. Sí, el naufragio tiene sus raíces profundas en la cultura, en la vida diaria de la gente corriente; pero también existe una responsabilidad muy seria de quienes guían las instituciones.

El próximo 26-J la licuefacción puede afectar definitivamente a la estructura ósea de nuestro sistema constitucional, nacido del abrazo y la reconciliación que sellaron la superación de una dialéctica tormentosa y sangrienta que había enfrentado a los españoles a lo largo de más de un siglo. El problema no radica sólo en el avance fulgurante de Unidos Podemos, que coloca en segundo puesto a una coalición que pretende dinamitar los acuerdos del 78, más aún, no sólo su plasmación jurídica sino también su espíritu. Lo decía brutalmente la famosa concejala de cultura del ayuntamiento de Madrid, Celia Mayer, según la cual no ha habido reconciliación porque no se han ajustado cuentas con los responsables del franquismo. Dicho en 2016, tal cual. De nuevo las dos Españas, ahora resucitadas por jovencitos que han crecido en el bienestar de la democracia del 78, tan banales como ideológicos. Pero no son sólo ellos.

El problema es también un PSOE que viene erosionando los contornos y la sustancia del acuerdo constitucional desde antes incluso de la llegada de Zapatero al poder en 2004. En todo lo que tiene que ver con la memoria histórica, el laicismo, la educación y la unidad de España, el PSOE ha minado, desde el gobierno y la oposición, los pilares del pacto de la Transición. La cosecha es muy amarga, y amenaza con llevarse a uno de los partidos clave del sistema. Flaco consuelo se deriva del hecho de que ellos se lo han buscado. La última prueba la encontramos en las declaraciones del flamante candidato Josep Borrell, según el cual el PSOE está más cerca de Podemos que del PP. No es un calentón, es el resumen preciso del drama: lo que coagula un posible pacto no es para el PSOE la fidelidad constitucional sino el esquema izquierda-derecha, o mejor aún, el rechazo a esa “otra” España que vendría a representar el PP.

Hay muchas cuestiones que dependen del resultado del 26-J, pero todas ellas cuelgan de un centro de gravedad: saber si la sustancia del pacto del 78 podrá pervivir y ser renovado en unas nuevas circunstancias, o si nos precipitamos en una incertidumbre que afectará a muchas más cosas que el control de déficit y la prima de riesgo. Creo que la primera opción es ampliamente deseable para el bien presente y futuro de la sociedad española, y para ello sólo existe una posibilidad: que la suma alcanzada por PP y Ciudadanos muestre una mayoría social clara y sea suficiente para sostener un gobierno estable que requeriría un vigor y una convicción notables para recrear el pacto constitucional. Sólo de esta manera, el PSOE, o alguno de sus sectores, podría salir de su estado catatónico y sumarse decisivamente a semejante empeño. La alternativa sería la licuefacción definitiva del sistema del 78 y la entrada en un espacio de tremenda incertidumbre, política, pero no sólo. Claro que no sería el fin del mundo, porque la política no ofrece la salvación, ni explica el sentido de la vida, ni sostiene la esperanza de los hombres. Pero ayuda a construir o acelera la destrucción. Tendríamos que volver a empezar, y a mí no me faltarían ganas. Pero antes de llegar a eso, está la libre decisión de cada uno para defender y promover un bien razonable y posible.

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