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2014: el año de la identidad conflictiva

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27 diciembre 2014
No se puede resumir el año de un mundo multipolar en unas pocas líneas. Occidente no deja de ser uno de los protagonistas de la escena pero han aparecido otros actores que hacen complicado el repaso de lo sucedido en los últimos meses. Hay mucho a lo que atender.

No se puede resumir el año de un mundo multipolar en unas pocas líneas. Occidente no deja de ser uno de los protagonistas de la escena pero han aparecido otros actores que hacen complicado el repaso de lo sucedido en los últimos meses. Hay mucho a lo que atender.

Quizás lo más llamativo es que la economía no sirve para interpretar lo que hemos dejado atrás. Ni la recuperación sólida de Estados Unidos, el menor crecimiento de China, la amenaza de una segunda recesión en Europa, la normalización de América Latina después del período del boom, la bajada del precio del petróleo o la devaluación del rublo son suficientes para explicar lo sucedido.

En un planeta global, donde las nuevas tecnologías y ciertos hábitos de consumo se han convertido en las señas que distinguen a muchos miembros de la especie humana del resto de las especies, la agenda ha estado marcada por los problemas de identidad.

El llamado califato del Estado Islámico controla amplias zonas de Siria y de Iraq desde este verano. Ha sido uno de los personajes principales de este año por sus atrocidades. Su desarrollo tiene mucho que ver con los errores cometidos por Occidente y con el apoyo financiero de Qatar y de Arabia Saudí. Pero su funesto éxito se debe, fundamentalmente, a haber levantado la bandera del orgullo en la comunidad islámica. El nuevo califato que sucede al desmantelado por Ataturk ofrece una solución rápida a decenas de miles de personas que buscan una identidad clara, rotunda, triunfadora. Es el mismo fenómeno que propicia la extensión del yihadismo en África y que atrae a jóvenes europeos nihilistas a enrolarse en la Guerra Santa. La religión sirve como pretexto para impulsar una personalidad violenta que cuestiona el viejo orden de la región. La guerra entre suníes y chiítas se reinventa, los aliados y los enemigos cambian (Irán, Estados Unidos).

La crisis provocada por la invasión de Crimea, la guerra de Ucrania y el creciente nacionalismo ruso han sido expresión de un nuevo imperialismo ruso. Putin instrumentaliza las señas de identidad eslavas para hacer olvidar la falta de calidad democrática y las penurias económicas de un país que sueña con la grandeza del pasado. Por fin estaría levantando la cabeza después de 25 años de humillación, de la extensión de la OTAN a casi todos los países del antiguo Pacto de Varsorvia, del programa de privatizaciones impuesto por el FMI. El eslavo que escucha este discurso vuelve a sentir que la sangre le corre por sus venas.

Mientras, la vieja Europa y la nueva –la que se incorporó a la Unión, tras la Caída del Muro– ya no quiere ser Europa. El resultado de las elecciones al Parlamento de Estrasburgo fue una bofetada en la cara de Bruselas. “Queremos ser comunistas, populistas de izquierdas, nacionalistas, incluso racistas, cualquier cosa menos ciudadanos europeos”, han dicho millones de votantes que ya no recuerdan el milagro de la reconstrucción de la postguerra, que no se reconocen ni en la universalidad de la Ilustración ni en el legado de Benito. Ni luces ni cristiandad, ni apertura ni acogida al inmigrante. Particularismo identitario. Algunos dicen que es cosa de la crisis. Pero el marxismo interpretativo que ahora gastan los liberales no sirve para explicar lo que pasa en el Viejo Continente. Ni tampoco para entender lo que sucede en Estados Unidos. En casa del Tío Sam el PIB crece a buen ritmo pero una polarización política sin precedentes enfrenta a derecha e izquierda.

Los problemas de identidad acosan a la India, la mayor democracia del mundo, la promesa de Asia. Y en Pakistán han desatado una guerra civil entre los talibanes y el ejército. El Hong Kong que quiere ser democrático ha sido aplastado por un régimen que solo acepta un modo de ser chino.

Al asomarnos al resumen del año, la necesidad que cada habitante del planeta tiene de saber quién es se antoja como la tercera gran fuerza. Junto a la de traslación y rotación es la que mueve la Tierra en este comienzo de siglo. Lo sorprendente es que ese deseo de contar con un rostro tiene poco en cuenta las exigencias de la razón. Acepta casi acríticamente cualquier tipo de pertenencia. Síntoma de una urgencia.

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