Yo amo a mi Iglesia

Mundo · José Luis Restán
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15 noviembre 2011
"El Tirol lo han hecho los ángeles", decía Benedicto XVI hace pocos días. Pero añadía después que la belleza única de aquella tierra no era fruto sólo de la creación, sino también de la respuesta que han dado sus gentes a lo largo de la historia. Apenas una semana después de decir estas palabras, era beatificado el sacerdote Carl Lampert, hijo de aquella región. 

Y efectivamente, la vida y la muerte de este sacerdote asesinado por los nazis en 1944, canta mejor la belleza de la realidad que todas las montañas, los ríos y los lagos. En la época tremenda en que la sombra del terror se cernió sobre Austria, Lampert era pro-vicario de la administración apostólica de Innsbruck-Feldkirch, y él no fue de los que callaron. Consciente de la violencia que el nuevo poder totalitario ejercía sobre todas las esferas de la vida personal y social, Lampert alzó su voz clamorosa y reiteradamente. Sabía que de este modo firmaba su sentencia de muerte, pero al mismo tiempo sostenía a sus fieles en la verdad, les ayudaba a mantenerse firmes en medio de la tormenta.

Desde 1939 fue arrestado tres veces y sufrió internamiento en los campos de concentración de Dachau y Stettin. Finalmente en 1943 fue nuevamente detenido con la grotesca acusación de espionaje a favor del los enemigos del Reich, acusación que le condujo a ser decapitado. Durante esos casi cinco años, Carl Lampert supo que estaba recorriendo las estaciones de su particular vía crucis. Y como ha recordado el Papa el pasado domingo, tuvo oportunidades de comprar su libertad. Sin embargo ante sus verdugos dijo con una sencillez que desarma: "Yo amo a mi Iglesia, permanezco fiel a mi Iglesia y también al sacerdocio, estoy de parte de Cristo y amo a su Iglesia".

Me pregunto de qué pasta era ese amor sencillo e inconmovible por el que un hombre joven y con un futuro prometedor es capaz de ofrecer toda su vida. Porque ese amor nos habla de una historia de fe, de una red de testigos, de una comunidad que alimentó esa certeza, y de la libertad y la razón de un hombre que frente a la verdad y la belleza inimaginables de Cristo, dijo un "sí" total y para siempre. Benedicto XVI siente esta historia muy dentro, sabe que ha nacido de la misma savia poderosa que Carl Lampert, de aquella historia de cristianismo alegre y creativo, de aquella música y aquellos campanarios barrocos, de aquellos testigos insobornables. Por eso atina en el centro cuando evoca, para glosar su figura, aquellas palabras con las que el apóstol Pablo califica a los cristianos, a los simples cristianos de a pie: "nosotros no pertenecemos a la noche ni a las tinieblas".

Es imposible no pensar en lo que esta historia nos dice también hoy, qué dice también a los católicos de aquella bellísima tierra "que han hecho los ángeles".  Porque si es cierto que los emblemas del terror ya no ondean desde las torres, otro miedo se extiende como una peste silenciosa. El miedo a no coincidir con la mentalidad que dicta el poder de la cultura ambiental, el temor a verse socialmente aislado, la vana ilusión de construir una iglesia a la medida de cada cual, fruto de análisis y mecanismos sociales, en lugar de don que viene de lo Alto. Y cuando algunos, con las trompetas de internet y del telediario, pretenden reinventar el sacramento y lanzan su desafío a los apóstoles como signo de libertad, es preciso recordar al beato Lampert que pudo comprar una vida segura y confortable: "Yo amo a mi Iglesia, permanezco fiel a mi Iglesia y también al sacerdocio, estoy de parte de Cristo y amo a su Iglesia". El mundo no necesita nuestros juegos de poder ni nuestras fantasías, requiere gente cambiada por el encuentro con Cristo en su Iglesia, gente que no pertenezca a las tinieblas sino a la luz.

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