Yarina canta y trabaja
Yarina desde principios de marzo es voluntaria en un almacén de un pueblo al Oeste de Ucrania. Está al frente de un equipo que separa la comida del material de limpieza, de las baterías, linternas y otros aparatos electrónicos. Los voluntarios preparan paquetes, unos para el frente, otros para las zonas más devastadas del país. “Nos sostiene la fe en que vamos a superar la invasión”, comenta. Yarina es parte de esa Ucrania que ha despertado, que está dedicando todas sus energías a luchar contra la injusticia de Putin. La Ucrania que nos ha sorprendido a todos.
Hay quien tiende a comprender lo que hace Yarina y lo que hacen muchos millones de ucranianos con esquemas de interpretación viejos. Yarina y todos los que forman parte de la heroica resistencia ucraniana serían una prueba de que han despertado los valores occidentales y universales de la democracia, la autodeterminación personal y el libre mercado. Renace el “alma de Europa” dispuesta a enfrentarse a las fuerzas oscuras del autoritarismo de Putin, sostenido por la teocracia de la Iglesia ortodoxa rusa. Otra vez el viejo esquema del choque de civilizaciones. Incluso los que quieren distanciarse de ese marco utilizan sus presupuestos. Por eso critican el supuesto occidentalismo que apoya a Yarina y a su gente, culpan a la OTAN de haber ido demasiado lejos y mantienen una equidistancia matizada entre las dos partes: Putin es muy malo pero Occidente en cierta medida es responsable por haberlo acorralado.
Querer comprender la invasión y la potencia de la resistencia ucraniana como si estuviéramos ante una nueva Guerra Fría es haberse quedado en la antropología de finales del pasado siglo. El paradigma de la superioridad de los valores universales occidentales y laicos empezó a caer por tierra con el ataque a las Torres Gemelas. La invasión de Iraq en 2003 todavía se alimentaba de un optimismo occidentalista que pensaba, con buena intención, que la democracia se podía construir desde arriba. Este verano cualquier resto de ese optimismo ingenuo fue aniquilado con la vergonzosa salida de Afganistán. La crisis financiera de 2008 y la desigualdad social de la recuperación dejaron claro que el sueño de los “mercados de competencia perfecta”, que iban a traer un mundo feliz, se habían convertido en una pesadilla. La crisis que ha acompañado al Covid y la fractura de la cadena de suministros han cuestionado radicalmente la idea de una globalización mágica que iba a alumbrar un milenio de paz y prosperidad, gracias al Homo œconomicus y el comercio mundial.
La invasión con su violencia desencarnada ha desmontando los esquemas occidentalistas y antioccidentalistas. Putin no resiste ninguna forma de equidistancia. Yarina y todos los demás no son el último rescoldo de unos valores europeos por los que se entrega la vida. Eso sencillamente no existe. Yarina, como todos nosotros, vive en un mundo dominado por un nihilismo pasivo en el que la única pretensión del hombre suele ser dejar de serlo (P. Banna). Un mundo que oscila entre la negación radical del valor del yo, de la persona, y un grito, una pregunta que se cuestiona si todavía ese yo tiene contenido. Todas las búsquedas de una identidad personal (raciales o sexuales) son intentos de responder a esa pregunta sobre el yo (J. Medina).
Yarina vive, como todos nosotros, en un contexto en el que los alfabetos con los que en una época se escribían las necesidades de sentido son ya incomprensibles. Hemos renunciado a ellas, los piadosos lo han hecho sin darse cuenta. Las expresiones religiosas, incluso las más santas, cada vez son menos interesantes y pertinentes para lo humano. La indiferencia era y es la forma habitual de claudicación.
Hasta que ha llegado la invasión. En su artículo sobre la guerra Julián Carrón decía hace unos días que “no hay discurso, convicción o ética que tenga la fuerza de despertar el yo más que la poderosa provocación de la realidad”. La realidad está siendo muy dura, pero el espíritu del tiempo despierta cuando se le mira cara a cara (J.A. González Sainz). Es evidente que si Yarina (y toda su gente) “se revuelve contra el atacante sin tregua ni descanso, pese a ser más débil, prueba que la fuerza bruta no lo es todo” (Savater). El yo dormido, indiferente, asomado al precipicio de la nada, no acepta la injusticia. La necesidad de justicia se escribe ahora con una gramática muy comprensible. Por eso Yarina canta y trabaja.
Carrón no se limitaba a precisar la naturaleza del despertar, hacía además una preciosa indicación para que la chispa encendida estos días prenda. “Puede ayudarnos una sugerencia de método: no permitir que la razón se absolutice, es decir, que no se separe de la realidad para no dejarla a merced de la ideología –señalaba–. Cuando la persona se topa con la provocación de la realidad se desata toda la exigencia de su razón, impidiendo así que sucumba a sus diversas reducciones”.
Cierto discurso religioso puede ser una forma de ideología. Sobre todo si acalla las exigencias de la razón, si se despega del drama de ese yo que, al borde del precipicio, quiere “ser vida, más vida, ser más ser” (J.A. González Sainz).