“Ya solo sirve asumir el riesgo de ser libres”

Entrevistas · Fernando de Haro
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18 marzo 2022
José Medina es profesor de matemáticas y física en Washington. Madrileño, afincado en Estados Unidos desde hace décadas, tiene una larga experiencia como educador. Se formó en la Universidad de Harvard y se ha convertido en un agudo observador del país en el que vive.

Los Estados Unidos han sido noticia estas semanas por el fenómeno llamado The Great Resignation, el abandono del trabajo por parte de millones de personas. ¿Qué hay detrás de todo esto? ¿Una cuestión económica, antropológica…?

Tengo la impresión de que aún no hemos entendido cuál es la causa. Soy muy consciente de que la pandemia ha acelerado una sensación que ya teníamos todos, que las cosas tal como son no bastan, que algo debe cambiar. Una segunda impresión muy fuerte es que los que en teoría deberían saber qué hay que hacer no lo saben. En mi opinión, la pandemia ha hecho estallar esta percepción porque en cierto sentido siempre hemos vivido con la idea de que para poder vivir, para poder hacer lo que quería y deseaba hacer tenía que ir a algún sitio, por ejemplo a Nueva York. Ahora en cambio puedes trabajar desde casa. Los puntos fundamentales de constricción son la casa y el trabajo, que se imaginaban de cierta manera y ahora han cambiado. Cuando digo que han cambiado quiero decir que antes estabas obligado a hacer determinadas cosas y ahora ya no. Esto ha generado una marea de posibilidades y también una marea de incertidumbres porque la pregunta, que nadie tenía porque se daba por descontado, ahora la tienen todos y no tiene la respuesta.

¿Pero cuál es la pregunta? ¿Qué sentido tiene estar en un lugar, qué sentido tiene el trabajo?

Creo que al final se trata de una pregunta antropológica. La pregunta es qué significa la vida para mí. Solíamos responder a esta pregunta pensando qué la felicidad llegaría con la familia y el trabajo, dentro de las obligaciones que teníamos. Ahora han cambiado y hay que responder a la pregunta de otra forma. Antes pensábamos que bastaba con hacer lo que dijeran los expertos, ahora nos hemos dado cuenta de que los científicos saben lo mismo que nosotros, que ellos también están intentando encontrar respuestas.

En cierto sentido nos hemos metido dentro de un experimento enorme. Me recuerda mucho a la fundación de los Estados Unidos: en aquel momento llegabas a este país, donde había tierra y poco gobierno, y actuabas como querías o decidías. Cuando uno no está contento con la vida que lleva, quiere cambiar. Le puede echar la culpa de su infelicidad a un enemigo –históricamente para los estadounidenses era el Gobierno inglés, la Corona– ¿Pero si te lo quitan qué pasa? El problema está en tus manos, debes responder tú. De algún modo esta es la osadía inocente, juvenil, del estadounidense, que siempre piensa en hacer él, en proponer él. Estamos en un momento interesante, en que mucha gente en Estados Unidos dice: “Venga, cambiemos. Veamos si encontramos otras respuestas”.

Creo que esta Great Resignation, este porcentaje altísimo de personas que cambian de trabajo o de Estado, que se replanteando la vida, si las miramos según modelos antiguos, económicos o sociales, al final nunca lograremos entender lo que pasa.

Por otro lado, hace más de cuatro años The Coddling of the American Mind, un libro de Haidt y Lukianoff, describía el desarrollo en Estados Unidos de una cultura neurótica y puritana, dominada por un pánico moral. Una cultura que trata de preservar ante cualquier daño posible que surja en la relación con lo diferente. ¿Exageran los autores? ¿¿Cuál es el origen de este fenómeno?

En todas las realidades sociales hay siempre un ímpetu muy grande orientado a mantener, sostener o continuar con lo que hay. El ímpetu de la tradición es muy fuerte. Por ejemplo, cuando empezó la pandemia se hablaba de nueva normalidad, de cómo llegar a recuperar la normalidad. Esa tendencia a mantener el status quo siempre está presente. Buscamos el consuelo de lo que nos resulta familiar. El problema de las cosas familiares es que no te enamoran, no te exaltan. Sobre todo para los estadounidenses –su tradición consiste en reinventar– seguir con las cosas como están no les enamora, no es misterioso, no genera creatividad, no basta.

Es interesante que en los años 60 y 70, cuando –como ahora – saltaron por los aires muchas constricciones que había en relación con el poder, con el Gobierno, con la sexualidad, con la religión, los estadounidenses se lanzaron a una ventura de reinventarlo todo. Entonces no se encontraron respuestas adecuadas y eso dejó una sensación de incertidumbre muy profunda. Sobre todo porque la pregunta no era explícita. Siempre decimos que se vive mejor cuando se puede hacer lo que uno quiere, yo quiero ser protagonista de mi vida. El problema surge cuando te dejan hacerlo: ese es el gran desafío.

Hay libertad pero no se sabe qué hacer con ella.

Mis alumnos me hablan de esto a veces en clase. ¿Cómo sé qué es lo que debo hacer? Ese es el riesgo de vivir. Ante la incertidumbre la reacción natural es la de volver a lo familiar. Hay una pregunta que está a la vista de todos pero muchas veces, por desgracia, no se hace explícita. La pregunta es la vida.

En este contexto, ¿cómo valora el desarrollo del movimiento Cancel Culture? ¿Es una cuestión de élite, una reacción defensiva?

El concepto de Cancel Culture va muy ligado al mundo progresista y nace de un ímpetu enorme por poner en cuestión todo, reinventar la relación con la sociedad, con el mundo, con el yo, con todo. Para llegar a una respuesta se te dice que hagas lo que quieras. El problema es que no basta. Dicen que es importante que yo haga lo que quiera y todos me dicen que lo que hago está bien. Pero al final necesitamos alguien que nos diga, que las cosas, tal como las hemos decidido, están bien. Lo contradictorio del movimiento de Cancel Culture, lo que ven Greg Lukianoff y Jonathan Haidt, es que en nombre de la libertad nos convertimos en censores. Queremos que nos digan que hemos decidido está bien. ¿Pero no queríamos libertad? Si queríamos libertad, debemos atenernos a las consecuencias. Esta idea de querer decidir y querer también que me digan que está bien lo que hemos decido no casa. Se ve bien en el movimiento progresista porque es contradictorio. Usar la propia libertad para poder decidir lo que uno quiere es un riesgo. No puedes eliminar el riesgo metiéndote en un movimiento que te confirma en tu decisión. Es tu decisión y debes rendir cuentas de tu decisión. La Cancel Culture no se da solo en el movimiento progresista. Está por todos sitios.

Tradicionalmente se ha pensado que Estados Unidos es uno de los países menos secularizados de Occidente. Según un estudio del Pew Research, en los últimos diez años ha crecido el porcentaje de ciudadanos que se consideran religiosos pero “no afiliados institucionalmente”, ¿qué significa este fenómeno?

A mí, que soy profesor, me recuerda mucho a lo que pasa cuando pongo un examen a mis alumnos y todos suspenden o sacan malas notas. Hay dos posibles explicaciones: o ellos no han estudiado o yo no he enseñado. Ante datos como estos, los podemos leer de dos modos. ¿Es que a los estadounidenses ya no les interesa la religión o es que la religión ya no es interesante, que no somos capaces de explicarnos?

Puede ser que como profesor no me he explicado bien, o que tal vez lo que estoy diciendo no despierta en ellos un interés, no es capaz de responder a las dificultades que tienen. Si piensas en el enorme movimiento de personas dispuestas a dejar la normalidad de su vida e irse a otro sitio en este momento tan incierto, es una señal muy clara de un pueblo que está en búsqueda, no está contento con cómo van las cosas. Creo que es un desafío para todas esas afiliaciones religiosas.

En el catolicismo estadounidense hay una corriente que considera que en el mundo occidental hay un nuevo totalitarismo ideológico, que hace falta una respuesta como la de los disidentes en la época del totalitarismo soviético, ¿cómo valoras esto?

Tengo la impresión de que esta manera de pensar es un poco vieja. Si hay algo que la pandemia ha dejado definitivamente claro es que la gente, tal vez de manera implícita y solo a veces explícita, ya no cree que baste con una ideología, que baste una explicación sobre cómo vivir la vida. La ideología siempre necesita de un enemigo. En política esto se ve muy bien. El partido demócrata ha logrado ganar las elecciones siempre y cuando hubiera un enemigo, Trump. Ahora que el enemigo no está, no consiguen hacer nada, y ese es el problema. Cuando vivimos personalmente la vida aferrados a una ideología, siempre necesitamos un enemigo que nos permita no reconocer que debo cambiar. Deben cambiar lo que está fuera. Por eso creo que es una manera un poco vieja de hablar. Lo que necesitamos realmente es alguien que nos sostenga, que nos permita aprender cómo vivir, ahora que somos más conscientes del riesgo que implica ser libres.

Esta corriente propone que para vivir la verdad se debe vivir en comunidades retiradas porque la escuela y la sociedad están dominadas por ideologías peligrosas. ¿Cree conveniente retirarse a una vida comunitaria que sirva como refugio ante los ataques del mundo? 

Yo veo una dinámica que se repite continuamente: se dice: “vivir en comunidad es fundamental porque sostiene la vida”. Vivir en comunidad puede ayudarte a sobrevivir porque todos son iguales que tú, apoyan tus ideas, no tienes que pensar demasiado, pero eso no enamora. Al final, el amor siempre nace como el encuentro con otro, con el otro, con el que es diferente, es algo que te saca de ti mismo, te hace ir a lugares donde no imaginabas que irías, te hace descubrir cosas distintas de ti mismo. Eso es lo que te da la vida. Al final es misterio, algo misterioso. La comunidad, para poder vivir, educar y en esta dinámica del enamoramiento, del amar y generar, necesita estar también dentro de una realidad que sea diferente. En último término, el aislamiento lleva a la uniformidad, cuando todo es igual, todo es aburrido y no hay gusto por vivir. Sin duda, una respuesta posible a la ideología es otra ideología pero es una manera vieja de pensar porque la ideología, cualquiera que sea, es aburrido, no enamora, no genera. Tal vez los occidentales lo vemos más en el totalitarismo comunista, que quita en cierto sentido el gusto por crear, pero la idea de refugiarnos en el totalitarismo consiste en afirmar que la respuesta es un totalitarismo, es la discusión sobre cuál es la verdad.

Usted tiene una larga experiencia educativa con jóvenes. Para los jóvenes la cuestión de la identidad (personal, racial, sexual) resulta cada vez más problemática. ¿Por qué pasa esto? ¿Qué puede responder a ese desafío de una identidad problemática?

La cuestión de la identidad siempre estaba ahí, implícitamente. La diferencia está en que la pregunta se ha hecho más explícita en este momento. Todas estas maneras de pensar en la identidad personal, racial y sexual son posibles respuestas a la pregunta de quién soy yo. Los chicos se plantean esta pregunta de manera consciente y la respuesta importa.

Pienso en cuando doy clase de matemáticas. Les pongo un examen con un problema, una pregunta con cinco posibles respuestas. Las ideologías te dicen cuál es la respuesta correcta. Imagina que el día antes del examen vas al despacho del profesor, miras el folio del examen y ves todas las respuestas, de tal modo que llegas al examen y respondes, sacas la nota más alta porque tienes las respuestas. ¡Pero tú no has hecho el examen! Este desafío de ponerse delante de un problema y tratar de encontrar la respuesta, o de buscar la más adecuada entre las cinco posibles. Es el trabajo que yo llamo “vivir”. El riesgo de la ideología es que reduce el ejercicio de vivir, ese riesgo de la libertad. Puedes acabar la vida contento porque has sacado la máxima nota, pero no has vivido.

Así que, ¿cuál es la mejor respuesta? Alguien que enseñe a los jóvenes a vivir, a caminar a través del camino del descubrimiento de su yo. Como profesor de matemáticas, no doy clase ofreciendo respuestas sino enseñando a afrontar el problema, a mirarlo, a pensar cómo moverse, qué quiere decir. La ideología y el creen que basta con saber la respuesta. Para mí, el desafío de la educación se sitúa justo a este nivel, pero no solo a nivel humano sino también a nivel de la conciencia, a nivel del amor, a nivel del vivir. Necesitamos alguien que eduque para vivir. Como adultos, en un momento dado, hemos encontrado dentro de esa multiplicidad de respuestas una que es más adecuada. Pero no porque yo proponga la respuesta, te la explique o conozca su lógica, puedo permitirme ahorrarle el trabajo a los jóvenes.

La cuestión es si verdaderamente queremos ayudar a los jóvenes en un momento como este, en el que se desconfía de la idea de la autoridad. Hace falta una autoridad que ayude de verdad, que me eduque, que sienta estima por mi trabajo.

A mis alumnos, también con sus respuestas más variopintas sobre su identidad, los miro siempre con una gran estima porque lo están intentando. Eso es vivir: intentar, probar qué puede responder a ese algo misterioso que hay dentro de cada uno y que nos empuja a encontrarnos con el otro, con el que es diferente, con lo desconocido. Los adultos tenemos miedo a este riesgo, pero no por los jóvenes, sino por nosotros mismos. Los chicos nos ponen a prueba. Ciertas respuestas son realmente extrañas, pero lo están intentando, ¿hay alguien que pueda acompañarles de verdad?

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