Ya no es tiempo de agoreros

Cultura · Francisco Medina
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22 junio 2021
Sin ánimo de introspección, diría que han sido muchas etapas las que uno pasa como creyente –incluida la crisis de fe–: desde una fe militante al abandono tácito y el posterior reencuentro con la fe a través de personas de carne y hueso a las que uno sorprende viviendo de Algo más.

Y aquí no acaba: no se te ahorran los dramas de la vida, ni las decepciones, ni las enfermedades, ni la soledad… pero ya no es lo mismo que antes. Junto a esto, también crece el deseo de comprender, de trabajar, de compartir, de mirar tu propia humanidad y tu historia, de construir.

Siempre he querido entender qué nos ha pasado en este proceso de secularización que la sociedad –y los cristianos, en particular– en Occidente viene sufriendo desde los años 60 del siglo pasado. Las lecturas de ensayos provida y antiaborto (el Relato de una madre, de Victoria Gillick –que hizo furor en muchos ámbitos católicos– o ¡Vivir!, del P. Armentia), y de tantos otros apologéticos escritos por los autores católicos del momento que denunciaban los males de la sociedad moderna, haciendo hincapié en los aspectos de la sexualidad, la bioética, la familia… al final, a uno le dejan como estaba. No comprendes más, sino que te reafirman en lo que ya creías saber.

Vivimos en un mundo plural, en el que la sequía de evidencias compartidas avanza. Ese mundo inmerso en un cambio climático espiritual, en el que los cristianos nos hemos de insertar y en el que todo intento de explicaciones que reducen a una sola causa esta pérdida de presencia de las comunidades cristianas en el espacio público –yo diría, también en la cultura– occidental se hace trizas contra el suelo como vaso de cristal.

No resulta aventurado, en mi opinión, afirmar que la publicación de libros como Desocialización, de Matthew Fforde, La opción benedictina. Una estrategia para los cristianos en una sociedad postcristiana o Vivir sin mentiras. Manual de disidencia cristiana, de Rod Dreher, se insertan en un proceso, enormemente preocupante, de influencia cultural que la derecha cristiana anglosajona ha ido ejerciendo en muchos entornos eclesiales; proceso tal que ha ido en aumento y ha influido –cuando no lo ha generado– en un cristianismo político de valores. Si antes los problemas de asimilación del Concilio Vaticano II en España y un enfoque marxista de la Teología de la Liberación provocaron una ideologización a la izquierda, ahora asistimos ese fenómeno de signo contrario.

¿Por qué digo que es preocupante?

En primer lugar, porque parten de una lectura muy sesgada de la realidad, de la nostalgia de una Arcadia o Paraíso perdido imaginado que trufa de fantasía toda lectura e interpretación de la historia cristiana y del mundo: fenómenos como el monacato benedictino, las persecuciones a los cristianos en la época romana o el surgimiento de las disidencias en países con sistemas totalitarios se idealizan de una forma acrítica y descarada, lo que significa que no se ha interiorizado ni asimilado la herencia recibida. No se asumen las sombras ni el pecado de los hombres, ni las injusticias cometidas por los cristianos en el poder. En suma, un cristianismo desencarnado, capaz de convertir en tótem a los autores católicos ingleses herederos de Newman, a las comunidades benedictinas, a los cristianos encarcelados en el régimen nacionalsocialista, a los disidentes de la Polonia comunista o la Unión Soviética, incluso a los católicos de China.

Segundo, porque se trata de un cristianismo de posición, de trinchera, identificado con determinadas opciones políticas conservadoras o liberales que, mientras guarda un clamoroso silencio en relación a la cuestión social, muestra una fijación obsesiva con las cuestiones de bioética, sexualidad, género, libertad religiosa… En el fondo, un cristianismo hegemónico, fruto de una falta de confianza en la capacidad de pegamento de un testimonio vivido, y no de un discurso emitido, del hecho cristiano.

Es muy poderosa la influencia que esta derecha cristiana anglosajona ha ejercido, y sigue ejerciendo, en nuestros días. También en España. Diarios de información religiosa digital, editoriales, fundaciones, asociaciones, grupos de amigos… se hacen eco de muchas noticias que llegan del Nuevo Mundo y de artículos de think tanks muy alineados con el ala más conservadora del Partido Republicano (Tea Party, entonces; ahora, el trumpismo religioso) y con una fuerte tendencia al copy-paste de los discursos de “libertad frente al poder” tan manidos.

Es sumamente llamativo que ninguno de quienes abogan por este cristianismo de posicionamiento tenga el coraje de aceptar la propia realidad  de la comunidad en la que viven (la de una Iglesia Católica en Estados Unidos muy sacudida por las consecuencias del escándalo de los abusos sexuales de menores y fuertemente dividida; la realidad de la gran mayoría de católicos de procedencia hispana y de la falta de integración de la población afroamericana e inmigrante en el país; de la desigualdad económica; la atomización de la sociedad…) y aun así, siga proponiendo la mentalidad de asedio, la creación de guetos (aunque no se formulen en esos términos). Llama la atención, por ejemplo, como el movimiento provida norteamericano, habiendo contado con antiguos partidarios del aborto que abandonaron dicha postura (Bernard Nathanson, Jane Roe), no haya sido capaz de generar una cultura más allá de las operaciones rescate en las clínicas abortistas, y se hayan centrado en la población wasp.

Es claro que una mirada así ha producido mucha ceguera.

Lo que resulta más llamativo es que, en España, con la secularización agresiva que estamos viviendo, no hayamos intentado comprender lo sucedido aquí en los últimos cincuenta años. Las sucesivas olas de secularización –la cuarta se está dando entre los jóvenes– nos han sorprendido a los católicos con el pie cambiado. En lugar de tratar de discernir y comprender lo sucedido, agravamos el problema dando pábulo a estos buhoneros apocalípticos que nos hablan del Nuevo Orden Mundial; de George Soros; de una mano invisible que busca provocar pandemias y matar a la población; de totalitarismos soft. Hablan en universidades y centros católicos y, lo que es peor, hacen cash. En España, han tenido un gran eco. Y esto es, a mi juicio, síntoma de agotamiento espiritual, de miedo, de falta de fe en el futuro… quizá porque no hemos encontrado aún la certeza en el presente. La propuesta de Dreher me parece un claro exponente de ello.

Sí fue profético el entonces cardenal Ratzinger en las conferencias, dadas en 1969, que forman su opúsculo Fe y futuro, en el que –con la prudencia que se ha de seguir a la hora de hacer predicciones para el futuro– ponía delante un horizonte que ha llegado ya sesenta y dos años después, de una Iglesia muy pequeña, una comunidad nacida de la libre decisión, de su capacidad de partir del hecho de la fe. Según decía Ratzinger, el futuro “no vendrá de quienes sólo dan recetas. No vendrá de quienes sólo se adaptan al instante actual. No vendrá de quienes sólo critican a los demás y se toman a sí mismos como modelo infalible. Tampoco vendrá de quienes eligen sólo el camino más cómodo, de quienes evitan la pasión de la fe y declaran falso y superado, tiranía y legalismo, todo lo que es exigente para el ser humano, lo que le causa dolor y le obliga a renunciar a sí mismo. Digámoslo de forma positiva: el futuro de la Iglesia, también en esta ocasión, como siempre, quedará marcado de nuevo con el sello de los santos”.

En suma, ¿qué problema hay si la Iglesia de mañana se vuelva pequeña? ¿No es nuestro día a día un comenzar y recomenzar, una sucesión de éxitos y fracasos?, ¿un suceder de hechos en los que la esperanza se mezcla con el desánimo? Es evidente que muchos templos y parroquias se cerrarán, y que mucha gente se irá. El proceso será largo y laborioso, y se llevará a muchos por delante, pero será una comunidad más purificada. Habrá que renunciar, de una vez, a la dinámica de los espacios. Ya lo dijo el Papa Francisco, en la Evangelium Gaudium, “uno de los pecados que a veces se advierten en la actividad sociopolítica consiste en privilegiar los espacios de poder en lugar de los tiempos de los procesos”. Privilegiar los procesos frente a la dinámica de los espacios es lo que se nos pide ahora: generar acciones que involucren a otros, que proporcionen conversación, que fomenten el encuentro con otros creyentes y no creyentes, sabiendo que estamos en un escenario nuevo.

La libertad del cristiano es siempre nueva; la experiencia del encuentro y del perdón también lo es. El tiempo de los hechiceros y chamanes del catolicismo sociológico ya ha pasado.

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