Cartas desde la frontera / III

Y vio Dios que todo era bueno

Cultura · IGNACIO CARBAJOSA
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17 octubre 2022
Este juicio positivo se realiza sobre todas las obras de la creación. Israel se planta en medio de las naciones y a través del Génesis dice: “hay un único principio creador y rector de todas las cosas: Dios, el Dios que nos ha salido al encuentro. Hay un designio bueno en todo”. ¡Es revolucionario!

Querido Pascual,

 

Ya han llegado las primeras lluvias a Roma, y con ellas el tráfico caótico, comprensible en una ciudad que no nació para ser atravesada por automóviles y cuyo centro se resistió a los planes urbanísticos ilustrados que triunfaron en otras ciudades. ¿Eso quiere decir que la lluvia es mala? Precisamente lo contrario dirán los relatos de la creación de Génesis (Gén) que en la última carta prometí afrontar.

Comencemos diciendo que en los dos primeros capítulos de este libro encontramos no uno, sino dos relatos de creación. Quien dividió la Biblia en capítulos (hacia el siglo XIII; la división en versículos es aún más recientes) no debió darse cuenta. De hecho, el segundo relato empieza en Gén 2,4b, es decir, en la segunda parte del versículo 4 del segundo capítulo: “El día en que el Señor Dios hizo tierra y cielo (…)”. Son dos relatos muy diferentes. En el primero (Gén 1,1 – 2,4a) se crea con la palabra (“y dijo Dios…”), en el segundo (Gén 2,4b-25) se crea por la acción (“y modeló Dios…”). Tal y como te expliqué la semana pasada, hablando de los géneros, se trata de dos moldes literarios que sirven para vehicular claves de comprensión de la realidad absolutamente nuevas en su contexto mesopotámico, claves que pertenecen a lo que Israel ha conocido a través de la Revelación.

Llegamos a un punto interesante. La Revelación acontece en la historia, en un lugar y en un tiempo determinados: por lo que a la formación de la Biblia se refiere, primer milenio antes de Cristo en Mesopotamia. Lo nuevo se encarna en una cultura semítica, se afinca en la zona de Canaán. Y su contexto cultural está determinado por los grandes imperios mesopotámicos que se suceden en el tiempo, principalmente el asirio, el babilónico y el persa. En este contexto circulaban, al menos, cuatro moldes literarios para describir el origen del mundo tal y como lo conocemos: creación por la guerra, por el contacto sexual, por la palabra y por la acción. Israel descarta los dos primeros por no ser adecuados a la realidad divina que le ha salido al encuentro: un único Dios. Todas las teogonías o genealogías de dioses, y los conflictos entre ellos, que nos transmite el poema babilónico “Enuma Elish”, “repugnaban” a la fe israelita. Solo los dos últimos moldes (creación por la palabra y por la acción) podían ser utilizados… ¡para versar sobre ellos algo totalmente nuevo!

Hoy vamos a acercarnos al primer relato de la creación, en el que Dios crea a través de su palabra. Te sonará mucho porque es el que leímos como primera lectura en la Vigilia Pascual en la que recibiste el bautismo. Supongo que recordarás que era una lectura larguísima y en la que se sucedían los días de la creación con un mismo esquema y un mismo estribillo. “Dios”, “Palabra”, “siete días” y “todo era bueno”. Estas son las cuatro claves del relato.

En efecto, la primera frase del Génesis, En el principio creó Dios, establece, valga la redundancia, un único principio de todo: un único Dios, no una genealogía de dioses. Un único Dios origen de toda la realidad, del ser de las cosas, y no un panteón de dioses que no son más que iconos de las diferentes realidades que ven nuestros ojos (el sol, la luna, la fuerza, la fecundidad, etc.).

Ahora bien, Dios crea a través de su palabra (“y dijo Dios”). Se trata de una palabra performativa, es decir, una palabra que realiza lo que dice: “Dijo Dios: ‘Exista la luz’. Y la luz existió” (Gén 1,3). Su palabra potente crea las cosas de la nada (ex nihilo), las trae al ser. Y de la materia informe y caótica (como el tráfico romano), la Palabra saca orden (“cosmos”, en griego). Solo con el paso del tiempo llegaríamos a conocer que la palabra creadora que Dios pronuncia era su Hijo. Lo supimos precisamente cuando esa Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros.

La creación de la luz, con la consiguiente separación de las tinieblas, es el primer gesto creador, el que posibilita el comienzo del tiempo. Creados el día y la noche comienza el paso del tiempo (“pasó una tarde, pasó una mañana…”: el día para los Israelitas comenzaba con la caída del sol). La secuencia de las jornadas, siete, refleja la sucesión de los días de la semana, hechos para trabajar, a imagen de Dios, a excepción del último, el séptimo, consagrado al descanso (Shabat). La imagen de Creador que surge de estos primeros versículos es la de uno que trabaja, que crea. Dios es el trabajador por antonomasia, aquel que saca a la luz una obra desde la oscuridad, que da forma a una masa informe, que separa las aguas, que da nombre a las criaturas, que pone los astros en el cielo.

Pero lo que resulta tal vez más novedoso de este relato es el juicio que hace Dios sobre su misma obra, casi sorprendido después de cada día de trabajo: “Y vio Dios que era bueno”. Este juicio positivo se realiza sobre todas las obras de la creación. Aunque te parezca extraño, querido Pascual, esto suponía una revolución en el contexto mesopotámico (y no solo). En efecto, ¿no te parece un poco exagerado decir que “todo es bueno”? ¿Y las enfermedades? ¿Y la muerte? ¿Y el odio? ¿Y las guerras? ¿Y los terremotos que acaban con tantas vidas humanas? Partiendo de estas cosas, es muy difícil huir de la conclusión de que, por lo menos, hay dos principios en lucha: el bien y el mal. Hasta Israel (¡y mucho después, como se ve hoy!) todas las culturas han sido dualistas o maniqueístas en este sentido.

Sin embargo, Israel se planta en medio de las naciones y a través del Génesis dice: “hay un único principio creador y rector de todas las cosas: Dios, el Dios que nos ha salido al encuentro. Hay un designio bueno en todo”. ¡Es revolucionario! La experiencia de la bondad de Dios, que acompaña a Israel en su historia, marca la percepción (¡revelada!) de toda la realidad que tiene este pueblo. Entonces, me preguntarás, ¿cómo explica la Biblia la existencia del mal? Tendrás que esperar un poco porque eso llega en el capítulo tercero del Génesis.

Cuando en tu última carta me contabas esa experiencia en las prácticas del laboratorio, la de la ilusión, los nervios y la expectativa ante los resultados de un determinado experimento de tu grupo de trabajo, pensaba en las cosas que te acabo de decir. La ciencia no habría llegado a desarrollarse sin la revelación judeo-cristiana, que extirpó el miedo a la realidad. Tú no tienes miedo a que un espíritu te corte la mano por indagar con tu probeta en un aspecto de la naturaleza. ¡Pues los mesopotámicos sí! Por el contrario, el juicio “todo es bueno” abría las puertas a la investigación: “en la naturaleza encontramos las huellas de su creador”.

Es tarde y mañana tengo que madrugar. ¡Aquí el sol sale una hora antes! Me he dejado en el tintero la creación del hombre y la mujer en este primer relato. ¡Lo afrontamos la semana que viene!

Un abrazo.

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