Y la chispa prendió de nuevo

Mundo · José Luis Restán
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27 enero 2010
El rabino Neusner, a quien Benedicto XVI confió que ha terminado ya el segundo volumen de su Jesús de Nazaret, ha preguntado al Papa si piensa emprender algún nuevo libro. "Tengo ya 83 años y debo hacer otras cosas", fue su clara respuesta. Pero bien mirado, el Papa viene escribiendo una monumental historia de la Iglesia con sus catequesis de los miércoles. Hasta dónde llegará, sólo Dios lo sabe.

Es significativo que él, un gran teólogo, haya preferido el instrumento de la narración y de la historia para transmitir su magisterio semanal Por lo pronto ayer trazó, prácticamente sin papeles, un impresionante fresco sobre San Francisco de Asís y su obra de renovación eclesial, que es todo un diagnóstico y una brújula para el momento presente.

El primer punto fuerte es que para reparar aquella Iglesia que amenazaba ruina (una fe formal que no transforma la vida, un clero poco celoso y un enfriamiento de la caridad) Dios elige a un religioso pequeño e insignificante. No será el Papa Inocencio III, hombre de gran talla humana y teológica, quien reciba este encargo, sino el poverello de Asís, un hombre que a las estructuras eclesiásticas de la época debió parecer como poco una extravagancia. Ahora bien, Francisco "no renovó a la Iglesia sin o contra el Papa, sino en comunión con él". Para que la renovación crezca deben caminar juntos el carisma que el Espíritu suscita en cada momento y el ministerio del Papa y de los obispos. No existe ese Francisco rebelde frente a la Iglesia que nos presenta una literatura ávida de expropiarnos nuestra propia historia. Sólo existe el Francisco que desea ardientemente vivir el Evangelio sine glossa, y que sabe que eso sólo es posible en el cauce materno de la Santa Iglesia, por averiado que ande su cuerpo en el mundo. En la vida de los santos (los únicos que han renovado a la Iglesia en veinte siglos) "no hay contraposición entre carisma profético y carisma de gobierno, y si se crea alguna tensión, éstos saben esperar con paciencia los tiempos del Espíritu Santo".

Cierto, dice el Papa, que Francisco no tenía previsto crear una nueva congregación, con sus normas y reglamentos. "Pero comprendió con sufrimiento y con dolor que todo debe tener su orden, que también el derecho de la Iglesia es necesario para dar forma a la renovación y así realmente se insertó de modo total, con el corazón, en la comunión de la Iglesia". Y la chispa prendió de nuevo. Cuántas veces ha sido así con cada nuevo brote de juventud surgido en el tronco de la Iglesia. Y todavía tenemos que escuchar y leer tropelías (hoy mismo en un artículo sobre el futuro de la diócesis de Córdoba) como que los distintos carismas son un problema e incluso un peligro para la vida de una diócesis.   

La pobreza interior y exterior que encarnó de forma única en la historia de la Iglesia era la forma concreta de seguir a su Señor con dedicación y libertad totales. Sólo de su amor apasionado a Cristo deriva la ternura de Francisco por los pobres, los distantes y los abandonados. Sólo de ese centro nace su exaltación de la belleza de la creación, o su arrojo para llegar hasta el sultán y predicarle el Evangelio de Jesús, "armado voluntariamente sólo con su fe y su mansedumbre".  

Frente a la impostura de quienes lo dibujan buscando una conexión con la divinidad al margen de la Iglesia, una especie de religiosidad subjetiva y difusa tan del gusto del supermarket religioso occidental, el Papa subraya su amor a la Biblia y a la Eucaristía, y su deferencia especial a los sacerdotes (aunque personalmente fuesen poco dignos), ya que éstos han recibido el don inconmensurable de consagrar la Eucaristía. Frente a la burla de un Francisco saltarín y enajenado que raya el panteísmo, Benedicto XVI recuerda que entendía la naturaleza "como un lenguaje en el que Dios habla con nosotros, en el que la realidad divina se hace transparente y podemos nosotros hablar de Dios y con Dios".

Un subrayado especial ha merecido en esta catequesis la intrínseca relación entre santidad y alegría. "Su sencillez, su humildad, su fe, su amor por Cristo, su bondad hacia cada hombre y cada mujer le hicieron alegre en toda situación". Y eso que no faltaron en su vida penalidades y experiencias de fracaso según lo humano. En apenas una generación los compañeros de Francisco de Asís habían recorrido los inhóspitos caminos de la Europa del siglo XIII alcanzando sus confines e incluso saltando a la otra orilla del Mediterráneo. El Espíritu, con su libertad y fantasía ilimitadas, sacó de la tierra de Asís a este gigante de la santidad para reparar su Iglesia. Ésta, con su peso de siglos y sus debilidades humanas, supo reconocer y acompañar, no sin tensiones y dolores, la novedad (para algunos la peligrosa extravagancia) que había brotado en su añoso tronco. Y una sacudida inesperada y alegre lo rejuveneció de nuevo, una vez más.

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