Wittgenstein y el sentido de la vida

Cultura · Costantino Esposito
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6 octubre 2021
Hace cien años se publicaba su Tractatus logico-philosophicus. El filósofo vienés ponía en el centro de su reflexión el límite o la imposibilidad del decir. Solo cuando se acepta el límite del conocimiento se abre el discurso al Misterio.

El problema del significado del vivir fue la constante de Ludwig Wittgenstein, la fuente oculta de la que bebió toda su obra. Y se hace presente incluso cuando el filósofo afirma explícitamente que por fin se quiere “librar” de ese problema que, a su juicio, a lo largo de la tradición filosófica, solo se ha mostrado como un malentendido del lenguaje que se confunde en la maraña de la búsqueda de un sentido profundo y oculto –en realidad imposible– del mundo. Si hasta ahora la filosofía ha incubado en su seno este engaño lingüístico buscando un significado que fuera más allá de la simple descripción lógica del mundo empírico, una vez descubierto el truco, bastaría con limitarse a aclarar el lenguaje.

Eso es lo que está en juego en un texto fundamental, publicado por primera vez en alemán hace cien años, en 1921, y el año siguiente en inglés, como el Tractatus logico-philosophicus. Por un lado se concibe como el intento de decir ”todo” lo que se pueda decir, atravesando y concatenando –al menos idealmente– la totalidad de los estados de cosas de la que está hecho el mundo. Por otro, sugiere que lo que más importa y más apremia, importa y apremia precisamente porque no podemos decirlo. Sin embargo, si lo suprimimos del lenguaje –y del mundo– no solo nos limitamos a librarnos, sino que libramos al propio lenguaje del lenguaje, y lo dejamos en manos del silencio.

Por tanto, no es exagerado afirmar que el Tractatus es un auténtico “libro de la inquietud”. Lo que busca Wittgenstein, al escribirlo, es nada menos que “a sí mismo”, es decir, la posibilidad de afrontar los problemas más interesantes de la vida, esos que la filosofía nos ha enseñado a señalar –e intensamente– como el problema del ser o del alma, el bien o la libertad. Esos problemas, si lo fueran verdaderamente, tendrían por eso mismo soluciones posibles. De hecho, no se puede concebir una pregunta sin poder pensar en principio una respuesta para ella. Pero si la respuesta no existiera –como sucede con el problema del sentido de la vida– tampoco podría existir la pregunta.

¿Por qué no hay solución posible para este problema? Aquí se adivina el drama que atraviesa de principio a fin, como un relieve o una grieta, la búsqueda wittgensteiniana del Tractatus. Se dice que la filosofía tiene la tarea de clarificar el lenguaje. Ella no es tanto una doctrina sino una “actividad”, una práctica continua de demarcación entre lo pensable y lo impensable, es decir, entre lo decible y lo indecible. La filosofía trata de poner de relieve la estructura o forma lógica gracias a la cual nuestro lenguaje capta el significado de los nombres y el sentido de las proposiciones, donde los “estados de las cosas” se conocen según el modelo de la ciencia natural.

La principal función de nuestro lenguaje (según una concepción que Wittgenstein modificará considerablemente en los años siguientes) consiste en “representar” el mundo, ofrecer “imágenes” de los estados de las cosas. Pero no llegando simplemente en segundo lugar, después de haber experimentado hechos mundanos, sino desde el principio, diciendo el mundo de manera sensata, haciéndolo aparecer tal como es. De hecho, si “el mundo es todo lo que sucede”, si “lo que sucede, el hecho, es el subsistir de los estados de cosas”, hay que añadir que “la imagen lógica de los hechos es el pensamiento”, y que solo gracias al pensamiento podemos formular y expresar “una proposición dotada de sentido”, es decir, podemos establecer las condiciones de verdad y falsedad de lo que decimos y por tanto de los estados de cosas que decimos. La ontología de Wittgenstein supone por derecho una ontología lingüística porque el mundo en definitiva es aquello que podemos decir sensatamente con nuestras proposiciones.

¿Pero qué será entonces de lo decible (y por tanto de la existencia) del sentido de la vida? No será absolutamente nada. El sentido no se puede pensar como un “objeto” que subsiste o como un estado de cosas, es decir, no se puede representar ni convertir en una imagen, un objeto de la ciencia. Más aún, ni siquiera será posible plantear el problema, es decir, la pregunta sobre el sentido de la vida (quizá podríamos llamarlo el sentido último de nosotros mismos y del mundo) porque no hay nada a lo que se pueda llamar así entre los hechos que pueblan el mundo. En definitiva, el sentido de la vida no es y nunca puede ser un hecho, los hechos solo pueden tener su sentido si se les puede enunciar a través de nuestras proposiciones.

Por tanto, ¿qué queda del problema inicial? Su propio cese como problema, es decir, la pura insensatez del sentido de la vida, “la solución del problema de la vida se ve en la desaparición de dicho problema”. Wittgenstein añade accidentalmente que los hombres que, a lo largo de su vida, después de tantas dudas, ven claro su sentido, “no sabrán decir en qué consiste”. Decir sentido sería anularlo, no solo debido a nuestra incapacidad expresiva, sino porque el sentido nunca podría expresarse a sí mismo, nunca podrá comunicarse humanamente. Esta es su divina, “mística”, insensatez.

Podría parecer que todo acabara en eso, que bastara solo con revisar la clásica nomenclatura kantiana. Por un lado el fenómeno y por otro el neúmeno, los datos empíricos y las cosas en sí, la ciencia y la metafísica, lo que entra en los límites del intelecto humano y lo que los sobrepasa… Pero no es así. Porque la filosofía no puede delimitar simplemente los campos. Incluso cuando aclara la forma lógica de las proposiciones, se basa en algo que a su vez no puede decirse de manera sensata sino que sencillamente se “muestra”, como las leyes y las conexiones lógicas universales a priori, que nos permiten decir sensatamente el mundo, pero en sí mismas son insensatas, están fuera del mundo.

El nombre que Wittgenstein da a esta paradoja –un nombre un tanto enigmático del que se ha abusado demasiado– es lo “místico”. Lo que no se puede decir, pero conviene sobre todo callar. Sin embargo, existe, se da. “Lo que no se puede expresar sin embargo existe. Se muestra. Es lo Místico”. El único “método rigurosamente correcto” en filosofía consiste en “no decir nada más que lo que se puede decir”, y cuando se quisiera decir “algo metafísico”, mostrar que eso no tiene significado alguno ni ningún sentido posible. Parece un bien extraño y mísero, resultado de una obra donde el autor llega a afirmar: “Sentimos que, incluso cuando todas las posibles preguntas científicas hubieran tenido respuesta, nuestros problemas vitales ni siquiera llegarían a aflorar. En tal caso no quedaría ya ninguna pregunta: pero esta es la respuesta”.

En la tormentosa situación en que buscamos el sentido del vivir y como respuesta descubrimos que ya ni siquiera podemos buscarlo, hay algo más allá del positivismo científico y del relativismo nihilista. Mucho más: el reconocimiento de que lo “fuera” del mundo, lo “superior” respecto al mundo, el “otro” del mundo en que nos encontramos, es decir, el silencio del que hablamos. Esa es tal vez una manera extrema de decir el ser real, “no cómo es el mundo, sino que es, lo Místico”.

En otro famoso fragmento del Tractatus, Wittgenstein compara este procedimiento con subir los peldaños de una escalera que, a medida que se sube, desaparece. No hay retorno posible al mundo empírico una vez que se ha pensado en el sentido como algo insensato, es decir, fuera del mundo y de la ciencia. No es casual que, después de terminar el Tractatus, el autor abandonara la búsqueda filosófica y volviera varios años después, solo al darse cuenta de su error en ciertas cosas fundamentales afirmadas en el texto, como la naturaleza y la función del lenguaje, la teoría del significado y la no disolución del problema del sentido de la vida.

Pero volviendo a la imagen de la escalera del Tractatus, esto bastaría para decir que el sentido no puede ser una construcción nuestra, que más bien somos nosotros los que ahora pertenecemos silenciosamente. Es decir, sin poderlo codificar o fijar de una vez por todas. Parece poco, pero es el principio de una de las acciones más potentes que la filosofía y el pensamiento humano puedan realizar: reconocer la propia y misteriosa procedencia. Es una escalera por la que solo se puede subir. Pero tal vez no se excluye que alguien también pueda bajar por ella.

Artículo publicado en L’Osservatore Romano

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